Bartleby, el escribiente está basado en un esquema habitual (o que se haría habitual) en el cuento fantástico: un hecho maravilloso, mágico, irrumpe en medio de un orden lógico, racional, normalizado, removiendo sus cimientos, mostrando que no es tan lógico ni racional, y, finalmente, subvirtiéndolo o, al menos, amenazando con hacerlo. Pues, en efecto, Bartleby viene a ser la chispa que producirá una explosión fraternal y piadosa en el abogado (y en el mundo del liberalismo desaforado, la piedad y la fraternidad suponen, aunque ningún liberalista lo reconocería, una especie de herejía), lo cual llevará a ese personaje a una visión crítica de ese mundo del cual él mismo forma parte y del que anteriormente no tenía queja alguna. En definitiva, Bartleby, para el abogado, es el indicio de que ese mundo del orden y los convencionalismos, de la competencia y el afán crematístico no es, no ya el único, sino, tampoco, el mejor de los mundos posibles. Bartleby es el monstruo del abogado. Incluso, podría llegar a pensarse, su demonio personal, una proyección de su conciencia. O, simplemente, como en Canción de Navidad, de Dickens, un espectro que viene a mostrarle sus errores. Real o imaginado, Bartleby es un personaje indudablemente alegórico, un personaje tipo que no manifiesta sus emociones y cuya personalidad no sufre cambio alguno a lo largo de la historia. De qué sea símbolo esa alegoría que Bartleby constituye, es una cuestión más controvertida, pues, como toda alegoría, se resiste tenazmente a cualquier intento de univocidad última. Podría vérsele como un ejemplo del temperamento melancólico burtoniano. O quizá podamos identificarlo como símbolo de la enorme masa de seres humanos cuya libertad y realización caen triturados por los engranajes de la maquinaria capitalista. O, sencillamente, de lo que Durkheim denomina anomia. De hecho, al final del relato, se nos cuenta que Bartleby, antes de ingresar en el despacho, había sido un empleado de la Oficina de Cartas no Reclamadas de Washington (Dead Letter Office, en inglés), de la que fue despedido por un cambio administrativo. Tal vez ésta sea una de las lecturas que interesaban al propio Melville, si observamos el lugar privilegiado que ocupa esa referencia (nada menos que la conclusión del texto) y las reflexiones del abogado narrador sobre la misma, a saber:
Cuando pienso en ello, apenas puedo expresar las emociones que me embargan. ¡Cartas muertas! ¿No suena eso como hombres muertos? Imagínense a un hombre, proclive por naturaleza y desventura, a una mortecina desesperación; ¿puede cualquier otro trabajo parecer más apropiado para acrecentarla que el de manejar continuamente esas cartas no reclamadas, y clasificarlas para quemarlas? Pues anualmente se queman a carretadas. A veces, del papel doblado, el pálido empleado saca un anillo -el dedo al que estaba destinado quizá se está convirtiendo en polvo en la tumba; un billete enviado con la caridad más diligente -al que podría aliviar, ni come ni siente hambre ya; perdón por aquellos que murieron desesperando; esperanza para aquellos que murieron sin esperanza; buenas noticias para aquellos que murieron ahogados por calamidades no aliviadas. Con mensajes de vida, estas cartas se precipitan hacia la muerte. ¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!
Esta circunstancia remite a otra interpretación del personaje como símbolo: la incomunicación, el aislamiento, la soledad del individuo entre la multitud y, al mismo tiempo, de la resignación ante esa fatalidad. Cuando, en las Tumbas, el abogado intenta transmitirle un poco de optimismo, Bartleby replica: “I know where I am”. [“Sé dónde estoy”.]Frente (o junto) a éstas, cabe otra lectura, surgida del hecho de que parece ser Bartleby mismo quien elige su inactividad. En este sentido, es significativo el hecho de que su frase característica, y la que desencadena la constatación del hecho subversivo a ojos del abogado sea “I would prefer not to”. Bartleby prefiere no hacerlo. Y preferir algo implica elegir ese algo entre dos o más opciones. Así, Bartleby viene a ser un extraño símbolo del hombre que elige, lo que será el hombre sartreano condenado a la libertad, la cual, más que parabienes, trae dolor, angustia. Sin embargo, Bartleby elige la opción más desconcertante, la más extravagante e incómoda (hasta para sí mismo), la menos razonable (al menos, desde el punto de vista habitual en una oficina de Wall Street).
Ob. cit., p. 116.
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