Amo los ascensores porque son un país de lo indefinido en medio de la previsible jornada. Porque suponen la indescifrable posibilidad de encontrarte con tu peor amigo, con tu mejor enemigo, con el amor de tu vida, con el hombre destinado a ser tu verdugo. Amo las miradas perdidas de ascensor, los ojos que se clavan en algún punto al azar en el suelo o en el techo, porque en realidad no son miradas perdidas, sino el reencuentro con la propia mirada. Amo las conversaciones de ascensor, en las que lo nimio se vuelve importante hasta rozar lo crucial, para sumirse luego en la niebla del olvido nada más abrirse la puerta e ingresar nuevamente en lo que creemos la realidad. Y amo también los silencios, los encantadores silencios de ascensor, adobados por el zumbido de la maquinaria. Es en esos momentos cuando más profundamente siento la humanidad de los otros, cuando de forma más clara veo la indefectible condición de hombre, agazapada tras el pudor. Pero también amo los ascensores por lo que ellos tienen de emoción y peligro, por la sempiterna sospecha de caída o atoramiento, de muerte segura o sufrimiento vago, de atraco violento o repentino contacto sexual.Amo las precarias historias de amor que transcurren en los ascensores. También los fugaces antagonismos. Los efímeros odios. Las momentáneas simpatías.Amo, en fin, los ascensores y lo que sucede en ellos. Lo que me sucede en ellos. Amo los ascensores, porque todo ascensor es amenaza de ascenso a los cielos. Porque todo ascensor es promesa de caída al vacío.
(De Ceremonias de interior).
Deja una respuesta