Cuando Don Juan acudió a su encuentro, se topó con una Doña Inés muy distinta de la que esperaba encontrar, pero jamás lo supo.
Ella no estaba dispuesta a depender de él. Ni de él ni de nadie. El convento le había abierto la puerta al mundo del saber, alejando de ella toda inclinación a adoptar una actitud sumisa frente a aquel mundo de los hombres, plagado de honor, falsas promesas y delirios de poder. No pensaba plegarse a la esclavitud de los instintos. No sería objeto del deseo de aquel pobre inmaduro que pensaba con su miembro. Con su miembro o con su espada. Para el caso era lo mismo. Pero no sería fácil librarse de él. Tendría que hacer, una vez más, la comedia de la mujer enamorada, debatiéndose entre la pasión y la virtud. Mas, en el fondo de su corazón había una hermosa morada que ella misma había ido construyendo, día a día, para alojar a su alma. Aquel hogar, edificado con esmero y sabiduría, decorado con mimo y fruición, era suyo y nadie, ni siquiera aquel producto de la cultura del hombre, aquel paradigma de inconsciente grosería y torpe frivolidad, que sabía mentir y besar tan bien, lograría entrar en él para mancillarlo con las viles botas de sus bajos instintos. Sabía que sería fácil engañarle. Que, una vez más, y como siempre, ella ganaría la partida.
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