En aquel sueño, la muerte le llegaba de forma imprevista y tranquila. Se hallaba al fondo del largo pasillo de la casa familiar (donde ahora vivía sólo él), subido al último peldaño de una escalera, con una espátula recién estrenada en una mano y un cubito con escayola en la otra, tapando una grieta del techo, una grieta negra y profunda que, no sabía por qué, le dolía. De repente, algo fallaba en la escalera. Él perdía el equilibrio y todo se venía abajo aparatosamente. Se golpeaba en la nuca con el zócalo, la pesada escalera le aplastaba las piernas y la espátula nueva se le clavaba entre las costillas. En el suelo, bajo la escalera, con la cabeza sobre el zócalo, se daba cuenta de que la vida se le iba yendo al tiempo que crecía el caudal de sangre a su alrededor. Sin sentir ya dolor alguno, contemplaba el techo blanco y la grieta en medio, mancillándolo con su oscuridad. Luego, a medida que la muerte se iba apoderando del pasillo (la escuchó venir desde el salón, una densa bruma que chirriaba al arrastrarse por las baldosas) la grieta iba cicatrizando, cada vez más cerrada, cada vez menos grieta, cada vez más techo blanco hasta que, al poco, ya no hubo nada de grieta sino techo blanco inmaculado y muerte estúpida pero serena, sin dolor ni gritos ni golpes inmotivados ni odio.
Justo en el momento en que la muerte llegaba hasta él, envolviéndole, abrió los ojos en el otro sueño, o, al menos, intentó hacerlo, porque la hinchazón le impedía elevar los párpados. Se notó el cuerpo dolorido, entre las ásperas sábanas, sobre el delgado colchón de gomaespuma de la cama de su celda. El fluorescente estaba encendido. Quiso volverse hacia la pared para evitar los alfileres de luz, pero el cuerpo no le respondía ya.
Adivinó la presencia de los dos funcionarios junto al catre; les recordó las identidades (don Joaquín y el otro, el nuevo, el gordito con cara de seminarista ante quien don Joaquín había querido dar ejemplo de firmeza, y que también había contribuido con algún golpe tímido, quizá una patada); les imaginó, asimismo, las camisas azul celeste, los pantalones grises, la inquietud al constatar que se les había ido la mano. Finalmente, les escuchó hablar en voz baja, primero al nuevo: “La sangre saliéndole del oído no es buena señal; habría que llevarlo a la enfermería”. Y, luego, a don Joaquín: “Qué va. A Herrera ya le debo demasiados favores. Esto lo arreglamos tú y yo ahora. Le metemos algo en el cuerpo y ya…” Él sintió cómo el más joven le tomaba el pulso en la muñeca con los tres carámbanos que tenía por dedos: “Me parece que no va a hacer falta que arreglemos mucho”. “En fin…” comenzó a decir el otro con indiferencia. Seguramente, prosiguió hablando, pero él ya no le escuchó o, simplemente, ya no le importó hacerlo porque había preferido volver al otro sueño, camino del cual la luz del fluorescente fue creciéndole por dentro, taponando esa otra grieta que los golpes de los funcionarios habían abierto en él, hasta que, finalmente, se convirtió en aquel techo blanco blanquísimo, testigo de aquella otra muerte estúpida e inútil como ésta, pero que le abrazaba de forma totalmente indolora y serena, produciéndole algo parecido a aquello que, en ciertas ocasiones, había oído describir como la felicidad.