Vestirse de inocencia (Para la exposición «Gente Y Lustre», de Fernando Alba)

16 12 2007

Hay ciertos secretos que no se dejan expresar.

Edgar Allan Poe: El hombre de la multitud. 

 

Habitamos juntos pero solos. La vigilancia mutua a la que se someten los ojos de quienes se cruzan diariamente y probablemente jamás se dirigirán la palabra en ese tráfago periódico de lo cotidiano es más constatación de la ausencia que contacto.Y la identidad sólo se conforma en el contacto. Debemos aprender a tocarnos nuevamente, a hablarnos y a interactuar, porque comenzamos a dejar de saber cómo hacerlo.

Si se quiere saber quién se es realmente, contra el mecánico alarde de la otredad, sólo nos queda, pues, la apelación a una ingenuidad premeditada, esto es, sólo queda vestirse de inocencia. Vestirse de inocencia supone redescubrir la belleza que apenas precisa ser creada, porque ya estaba ahí, en los objetos pequeños, en los olvidados. Objetos que añoran o presienten, que recuerdan o esperan, pacientemente, a ser redescubiertos por la mirada. Así, una mirada que se viste de inocencia es siempre una mirada de asombro.

Y, entre las cosas de las cuales habíamos olvidado asombrarnos, la principal es el hombre, el ser humano: el otro. La complementaria presencia antagónica: esa multitud que nos rodea diariamente y de la cual nosotros formamos también parte.

Descubrir primero el escorzo, la figura, más tarde el relieve, por último la textura y sus materiales, la naturaleza esencial originaria de la que está hecho el otro supone entender de qué estoy hecho yo. Y, con ello entender a su vez lo que hay en el interior de ése que habita conmigo ese paisaje, el niño que un día hubo en él, el anciano que será, el ilustrado oculto que lleva en su interior.

Al fin, vestirse de inocencia, ignorar los miedos, acercarse al otro y conocerle es mirar hacia el interior y reconocerse uno mismo, saberse un todo que a su vez forma parte de otro todo, más extenso pero igual de inaprensible, que denominamos realidad.

(Del catálogo que acompaña a la exposición Gente Y Lustre, del escultor Fernando Alba, inaugurada en el Gabinete Literario de Las Palmas de Gran Canaria, el 22 de noviembre de 2007)





El otro lado del tiempo

9 12 2007

        Para Reyes Bolaños y Héctor Suárez, este textículo sobre la belleza y la memoria.

Un hombre toca el piano en un club que seguramente fue un sitio elegante hace quince o veinte años. Toca mal, obviando calderones, falseando sostenidos, perdiendo la cadencia al intentar realizar algún alarde o filigrana que vienen a constatar sus limitaciones como intérprete. 

De pronto, de entre la veintena de clientes que le ignoran con minucioso alboroto, se alza una voz que pide “Toque algo triste, maestro”, ostentando el inequívoco gangoseo del alcohol, la burla y el desprecio.

El hombre que toca el piano mira alrededor, emite un leve suspiro y ataca la Gymnopédie nº 1, de Eric Satie. Ejecuta esta pieza como nunca antes, como jamás después. Un ángel de recuerdo atraviesa el local batiendo sus alas cansadas.

Cuando la última nota se extingue entre el silencio general que repentinamente se ha desplomado sobre la concurrencia, el pianista observa las lágrimas que bañan los rostros de los parroquianos, cada uno de los cuales ha sentido durante los instantes precedentes nostalgia de un particular momento de su vida: el olor a lápiz y a sudor en una clase de primaria, el largo cabello ondeando al viento de Raquel en el setenta y cuatro, el primer beso recibido de Mario, con aparato dental, ojos brillantes y una maletita colegial de hule estampada de flores, una siesta dormida en la plúmbea paz de la casa de tía Nené en San Marcos… Cosas así, tan bellas y dolorosas al otro lado del tiempo.

El pianista contempla esos recuerdos y algunos más en los ojos de su mudo auditorio. Los observa y, por un instante, siente una mezcla de orgullo victorioso y satisfacción culpable.

Nadie aplaude. Nadie mueve un músculo. El camarero, recordando a una antigua amante, deja escapar un hipido que viene a romper el lamentable silencio.

El hombre que toca el piano le mira unos segundos, se vuelve nuevamente hacia el teclado y se arroja sobre él con un ragtime, obviando calderones y equivocando sostenidos, pero con la inasible sensación de haber hallado, en algún rincón de una partitura, una justificación a su existencia.








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