La quería con avaricia y se volvió ambicioso.
Ya no bastaban los momentos de placer que ella le proporcionaba. Quiso, además, su constante deseo.
Ella dejó de hacer el amor con su marido.
Tampoco se dio por satisfecho. Ahora reclamó el monopolio de su amor.
Ella le amó de forma exclusiva.
Pero no bastaba. Deseó, además, todo su afecto, su atención diaria y constante.
Ella se separó, rompió con sus padres, olvidó a sus hijos. Los niños la vieron por última vez cuando salía arrastrando una maleta. No se volvió a mirar ni un solo instante.
A partir de ese día ambicionó su cordura. Comenzó a tratarla de forma cruel y dominante. La vejaba en público, le afeaba cada gesto, cada palabra. Acabó por anularla totalmente.
Ella lo soportó todo con sumisión.
Sin embargo, nunca era suficiente. De hecho, aquella misma mansedumbre le resultaba repugnante. Decidió explorar las más extremas fronteras de la ignominia. Una noche, regresó a las cuatro de la madrugada con una mujer sórdida y brutal, extraída, con seguridad, de un prostíbulo.
La sacó a empujones del lecho para yacer con aquella sucia e improvisada amante. Justo en el momento del orgasmo, comenzó a sentir su carne abriéndose en las puñaladas que ella, completamente fuera de sí, le asestaba una y otra y otra vez.
Al parecer, murió con una sonrisa en los labios, porque había conseguido también apoderarse de su odio. Ella era, al fin, completamente suya.