En cierta ocasión fue instituido en mi país el Día de la Verdad. Sólo se celebró esa vez y, hechas las oportunas averiguaciones, las autoridades lo abolieron inmediatamente. Ese día, los trabajadores confesaron a sus jefes que trabajaban lo menos posible. Y los jefes confesaron que sus plusvalías permitían estos y cualesquiera otros holgazaneos. Los maridos declararon a sus esposas lo poco que las deseaban ya, lo gordas o flacas que se habían puesto, lo mucho que les gustaba la vecinita de turno. Las esposas respondían que no soportaban su aliento, que no disfrutaban desde hacía mucho del sexo con ellos, y detallaban (con referencias a edad, atributos y pericia sexual) infidelidades habidas o soñadas. Los adolescentes se declaraban a sus profesoras. Los profesores explicaban a sus alumnos quiénes de entre ellos podían considerarse favoritos y quiénes insoportables. Los bancos tuvieron que cerrar a media mañana, cuando sus empleados y directores explanaron a los clientes sus métodos para amplificar la usura. En pocas horas, las ciudades se sumieron en un desorden de gentes que se insultaban y agredían o se abalanzaban unas sobre otras en el desencadenamiento de un deseo contenido durante años. Las fuerzas del orden hicieron su aparición, pero ordenaron poco, porque no consiguieron disimular su miedo y nadie hizo caso a sus indicaciones. Amistades de años, familias extensas, acuerdos comerciales, clubes sociales y cordiales relaciones entre colegas de oficio se rompieron para siempre al filo de mediodía.
Al día siguiente, para salvar a la nación del caos, fue instaurado, por Real Decreto, que entró inmediatamente en vigor, el Día del Olvido.
Yo no te encontré el Día de la Verdad. Te busqué, pero no apareciste. Supe, por tus amigos, que andabas escondiéndote de mí. Por eso me di cuenta de que era mejor esperar al día siguiente. Entonces aproveché para olvidarte.