Averno

22 03 2008

Cuando supo que estaba en el infierno, que el averno era aquello y él lo habitaría para siempre, experimentó simultáneamente sorpresa y alivio.

No había allí torturas ni almas en pena inscritas en eternos círculos de dolor ni vejaciones inimaginables amplificadas por el dudoso don de la eternidad. Antes bien, el infierno era un pueblecito costero apacible y tranquilo, donde se encontró con queridos amigos a quienes había perdido hacía mucho. La gente paseaba divertida y cordial. Algunas mujeres lo miraban con deseo y los camareros le atendían con eficiencia y se negaban siempre a cobrar sus consumiciones. Había auditorio, cine y teatro, buena mesa, excelente conversación, plazas con cafés abarrotados de clientes donde, sin embargo, siempre conseguía mesa y entablaba relaciones enseguida. Además, no era difícil hacerse con libros y dejar morir el día tumbado en la playa, leyéndolos.

Entonces, se preguntaba, ¿en qué consistía el castigo al que se suponía destinada el alma enviada al orco?

Lo descubrió en el amanecer del tercer día, cuando despertó en la lujosa suite donde se hospedaba y constató que ella no estaba allí, que jamás volvería a verla.








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