Nunca fue aceptada como las demás. Era indefectible y minuciosamente expulsada de corrillos, grupos de juegos y festines en graneros. Le impedían participar, incluso, cuando sus hermanas devoraban colectivamente a un perro o un gato incauto que se había atrevido a hacerles frente. Y el motivo era algo de lo cual ella no tenía culpa alguna: su sordera. Para las demás, una rata sorda suponía una especie de afrenta que la naturaleza hacía a la comunidad. Así que se acostumbró a quedarse a un lado, a no seguir al resto en sus correrías, dada la dureza de los castigos que recibía normalmente.
Por eso, por miedo a las represalias, cuando las vio marchar en fila india tras aquel hombre tan extraño, no se atrevió a seguirlas. Porque, como todos sabían, las ratas de Hammelin podían llegar a ser muy crueles.