Simplemente, por agotamiento, porque se cansó. Se cansó del trabajo, del siempre es lo mismo, del para qué, si da igual. Se cansó de los cines y los teatros con aquellas amigas, tan divorciadas, tan solteras, tan de mediana edad, tan solas como ella. Se cansó de las palabras, de los libros que contaban historias apasionantes que nunca eran la suya. Se cansó de la playa los sábados, de los almuerzos en familia los domingos. Se cansó de preocuparse por su hijo adolescente y ajeno, despreocupado de ella. Se cansó de sentirse extraña y comportarse de manera políticamente correcta cuando se encontraba con su ex, y de devolverle el saludo sonriente a la jovencita con quien ahora andaba. Se cansó, asimismo, de las salidas de los viernes. De los encuentros con los salidos de los viernes, de los intercambios de números de teléfono y correos electrónicos, de los ocasionales encuentros sexuales con hombres que no tenían nada mejor que hacer ni mejor mujer con la que acostarse, aunque persistieran, uno tras otro, en reeditar el torpe andamiaje de esa ficción donde ella era algo especial y querían volver a verla. Se cansó también de recordarlo a él, que no la recordaba, que a saber dónde andaría ahora, y con cuánta barriga y cuánta calva y cuántos hijos o nietos. Se cansó de todo. Especialmente se cansó de aquella jaula de cristal que ella misma se había construido y había llenado con figuritas, reproducciones de cuadros, discos compactos, recuerdos estúpidos como caracolas y piedras recogidas a la orilla del mar, fotos de viajes anuales a sitios exóticos que no lograban mitigar la soledad y el aislamiento, imperceptibles si uno no era ella. Fue por eso por lo que se metió en la cama, cerró los ojos y se borró a sí misma del mundo. Así la encontró, cuando al fin la echó en falta, su hijo. Tumbada. En silencio. Inmóvil. Inmutable. Otros dirán que renunció a la vida. Explicaciones, cada uno tendrá la suya. Ella sólo descansaba.