Nada del otro mundo

29 07 2008
  
Lo que le ocurrió a R es tan vulgar que casi ni merece ser contado. Simplemente, su mujer le dijo que ya no le deseaba. Que el amor, si alguna vez existió, había muerto hacía mucho.
R durmió esa noche en el sofá y, al día siguiente, la miró preparar las maletas. Ya nos pondremos de acuerdo acerca de los detalles, la oyó decir. R, hombre civilizado, le deseó mucha suerte y le dio un abrazo antes de irse al trabajo.
Cuando llegó a la oficina, su jefe lo llamó a su despacho. R, que se temía lo peor (los rumores eran incesantes en los últimos días), se sentó ante su sonrisa cordial que intentaba mostrar una empatía inexistente y escuchó sus razones, sus Si por mí fuera, sus Los de arriba me están machacando y sus Pero en cuanto podamos, volveremos a contar contigo antes de recibir de sus manos un sobre. Aceptó el apretón de manos, la palmada en la espalda, el acompañamiento a la puerta,  los gestos de oficiosa solidaridad de los, ahora ya, ex compañeros. 
Al salir de la asesoría en la que le prepararon el papeleo fue al bar al que era asiduo. Comprobó que hoy, como siempre, le resultaba completamente indiferente a la camarera, a quien deseaba en secreto desde hacía meses. Al fin y al cabo, él no era más que un cuarentón bastante desmejorado y gris. Por no tener, no tenía ni buena conversación. ¿De qué hubiera podido hablarle a ella, tan viva en sus veintisiete años de carnes prietas que se movían de un lado a otro por el local?
Volvió a casa y dejó funcionar la televisión hasta que anocheció.  A la hora de encender las luces no las encendió. Bajó el volumen del televisor y se quedó allí, con el rostro iluminado apenas por la pantalla, cuyos contenidos no lograban atraer su atención pero de la cual no podía apartar los ojos, quizá por miedo a verse a sí mismo.
Su mujer lo había abandonado. No tenía hijos. Sus padres habían muerto hacía años. Su hermana vivía a miles de kilómetros y sólo llamaba en los cumpleaños y las fiestas. Podría conseguir otro trabajo, pero sería igual de monótono y le interesaría tan poco como le había interesado el anterior. Ni siquiera tenía una vocación secreta. Nunca había querido ser pintor, ni escritor, ni músico, ni futbolista, ni actor, ni cantante. Fue al cuarto de baño, abrió el botiquín y sacó las grageas. Si las tomaba todas, junto con un vaso de whisky, ocurriría rápida y limpiamente.
Volvió al salón, puso las grageas ante él en un plato y se sirvió un J&B con agua. Después tomó papel y bolígrafo y se sentó. Pensaba escribir una nota, pero, se le ocurrió, ¿a quién?
Casi sonrió al pensarlo. Tomó un trago de whisky y cogió las píldoras y, justo cuando iba a llevárselas a la boca, escuchó el jadeo. Debía de tratarse de su vecina, la joven del piso contiguo. No era la primera vez que la escuchaba gozar, probablemente en brazos de aquellos universitarios que entraban y salían constantemente de su casa. Su placer era ruidoso y cálido. En alguna ocasión, su mujer y él la habían escuchado juntos y habían pasado de la molestia a la excitación. Ahora, R sólo sintió una extraña sombra de felicidad, mezclada con un dejo de envidia.
Fue al baño y arrojó las grageas por el retrete. Luego, nuevamente en el salón, se bebió el whisky de un trago y meditó un momento antes de escribir su nota, con una sonrisa traviesa pintada en el rostro:
Motivos para vivir
En este mismo instante, en algún lugar del mundo, hay alguien sintiendo un orgasmo.
Después apagó la tele, pegó con cinta adhesiva la nota a la pantalla, se arregló un poco, cogió las llaves, se metió la cartera en el bolsillo, salió a la calle.




Verdad

27 07 2008

Le regalaron una máquina de la verdad. Cabía en un bolsillo. Cuando su micrófono captaba una mentira en el tono de voz del interlocutor, la máquina emitía un zumbido. La probó charlando con su mejor amigo, con su mujer y con sus padres, a lo largo de un día sorprendente, lleno de descubrimientos que quizá hubiese preferido no haber hecho jamás. Al anochecer se sorprendió a sí mismo merodeando por los muelles, reflexionando sobre sus nuevos conocimientos: que su amigo le soportaba más por costumbre que por afecto, que su mujer ya no le amaba, que nunca fue un hijo deseado. Se preguntó qué podría hacer con aquellos descubrimientos y, cuando al fin dio con una respuesta, se acercó al borde y arrojó el detector de mentiras con toda la fuerza posible. El artefacto se hundió con un Plop y produjo unas ondas efímeras que se extinguieron casi al mismo tiempo que el sonido. Ahora sólo le faltaba ejercitarse en la ardua disciplina del olvido.





El remedio

27 07 2008

 

No fue un homicidio. Todo ocurrió de repente, mientras recomenzaba una vez más aquella labor de costura con la que intentaba, sin lograrlo, olvidarle. Él se había ido, pero su memoria seguía ahí, en su interior, abrasándole el pecho. En ese instante, una idea le cruzó, como un relámpago, la mente: la única forma de curarse era extirparlo de su corazón. No tenía ningún bisturí a mano. Utilizó las tijeras.  





La palabra dada

5 07 2008

Foto: Gradocaine

X obsequia a Y una palabra de afecto. Es una palabra exacta y bella, elegante y sobria mas no exenta de cierto lirismo. X la aprendió en la infancia, entre juegos de patio y lecciones de matemáticas y la guardó en un lugar privilegiado de su memoria, dándole a lo largo de su vida el uso justamente suficiente para que sobreviviese en buen estado, pero con morosidad, como si temiese gastarla, como si utilizarla demasiado pudiese agotarla, banalizarla o volverla superflua. Nunca supo bien por qué. No obstante, ahora, al regalársela a Y, X comprende que ha conservado esta palabra durante todos estos años únicamente para Y, para este preciso instante en que Y, entre el rubor y la sonrisa, recibe este regalo de belleza indefinible aunque innegable.

Por su parte, Y toma la palabra, la acaricia apenas con sus oídos, la paladea lentamente y la guarda con profunda fruición, casi con la minuciosa codicia de tiempos de estraperlo, elogiando a X su buen gusto y agradeciéndole de todo corazón el hermoso presente.

Cuando se despiden a la puerta del café donde ha tenido lugar el encuentro, X observa con entusiasmo cómo Y se aleja, su andar ensimismado, su gesto placentero. Espera hasta que Y desaparece en la boca del metro y se encamina, a su vez, hacia su casa, pensando con ilusión en que hoy por fin ha caído uno de los muchos velos que existen entre ambos, gracias a esa palabra que el azar o el destino le empujaron a conservar hace tanto tanto tanto tiempo.

En el metro, con una dulce sonrisa en los labios, Y musita la palabra recibida de X. La repite varias veces para fijarla en su mente de forma indeleble. Es una palabra flor, una palabra amanecer, una palabra ternura. Debe recordarla en cada una de sus sílabas, cada uno de los sutiles sonidos concurrentes en ella, porque faltan aún varios días para que Z llegue a la ciudad y teme olvidarla.








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