En algún momento abandonó su dieta habitual y comenzó a alimentarse exclusivamente de recuerdos. Desayunaba canciones de Manzanero o Silvio Rodríguez. Almorzaba el olor de las manos de su madre o el tacto del cabello de Pablo una de aquellas tardes del verano en que hicieron por primera vez el amor. Cenaba cualquier cosa: domingos de excursiones campestres, la orla de su hermana menor, la tarde en que, al salir con Roberto del cine, comenzó a llover a cántaros y se refugiaron en la biblioteca pública.
Tardó poco en adelgazar y adquirir la apariencia cadavérica de quien se alimenta sólo de fantasmas. Aun así pasaba de largo ante mercados y restaurantes, desoyendo sus, para ella, vanos cantos de sirena.
Fue aislándose. Dejó de merendar con sus amigas, de ir a comer a casa de su madre, de salir de cena con su amante, que, desconcertado, no entendía por qué ella no respondía a sus llamadas.
Preciso es reconocerlo: se ahorraba un dineral. Pero con frecuencia se quedaba con hambre y pasaba las noches desvelada, masticando aquellos besos de su época de la universidad o lamiendo de su propia piel el salitre de unas vacaciones en Formentera.
Comenzó a sentirse mal. Terribles cefaleas, accesos de llanto, indescriptibles ardores de vientre.
Un jueves, para intentar distraerse del sufrimiento, abrió su álbum de fotos e intentó revivir primeras comuniones, cumpleaños, días del padre, orlas y entregas de diplomas, vacaciones con Roberto, fiestas con Pablo. Conocía bien todas aquellas instantáneas. Pero ya no eran las mismas. En éstas de ahora, se daba una extraña circunstancia: ella no aparecía con la edad que tenía en los momentos en que fueron tomadas. Ni siquiera con la de ahora, sino con una edad que aún no había cumplido. En las fotos, aparentaba tener unos setenta años. Era una anciana flaquísima, de pelo blanco, rostro tremendamente arrugado, labios secos y fruncidos en un mohín de hastío, ojos invariablemente tristes. Una vieja triste y sola que, a lo largo de los años, se había alimentado única y exclusivamente de recuerdos.
Al reconocerse en ella, comprendió.
Sacó del congelador un estofado que había sobrevivido a su no tan lejana etapa de omnívora y, mientras el microondas lo resucitaba, arrojó el álbum de fotos a la basura y marcó en su teléfono el número de su amante. Ese día no le apetecía cenar sola.
Me ha encantado, genial la angustia que va creando hasta que por fin se libera y manda los recuerdos obsesivos y castrantes a la mierda, me ha hecho sonreir al final!!!
Me parece regio este cuento malevo, pibe.
Curioso cuento. Real. Me gustaría hacer unas pequeñas reflexiones (con el permiso de todos):
¿Cuántos de nosotros no vivimos anclados en nuestros recuerdos que siempre nos parecen mejor que la vida actual que se pueda llevar? Craso error. No hay nada mejor que el presente. EL tiempo siempre borra todo lo negativo, y si ves esas fotos de épocas felices o rememoras esos recuerdos que permanecen en tu memoria, no te engañes.
No observaras que discutiste porque se te olvido la cámara y al final no hiciste las fotos más preciadas; o que cada vez que te llamaba tu amante, pensabas: «jo, el pesado de…, pero bueno, voy a darle otra oportunidad»; o cuando hiciste la primera vez el amor y no sentiste lo que todos decían de maravilloso; o cuando escuchabas a Silvio y siempre te emocionabas…¿es que no hay canciones alegres?; o cuando dormías con alguien a tu lado y lo único que sentías eran sus ronquidos; o cuando día a día te levantabas y te estrujabas los sesos para pensar que preparabas hoy para comer; o cuando tu madre (a la que tanto echas en falta) te recriminaba tu comportamiento, o…una lista interminable de ensoñaciones con las que podríamos seguir hasta el infinito.
Sin embargo, siempre nos gustan los finales de otra forma, esos que idealizamos en nuestro corazoncito. Si no los conseguimos, nos derrumbamos e inventamos historias preciosas como éstas, en las que la Soledad (amiga fiel de muchos de nosotros) se mastica con dificultad, es imposible de “tragar” porque nos “añulga”, y finalmente acabamos no comiendo, adelgazando, aislándonos…convirtiéndonos en cadáveres “vivos”…
Gracias, Eduardo, Dulce.
Lunática: Está bien tener recuerdos, pero todo tiene su sitio, ¿verdad? No puede uno dejar que la nostalgia lo devore.
¿Qué alma sensible no está cargada de recuerdos y nostalgias?…Solo hay que saber colocarlas en los cajones adecuados para que sepas donde guardarlas y también encontrarlas.