
Las pruebas, aun circunstanciales, no dejan lugar a dudas. Los restos de la anciana aparecieron carbonizados en el interior de un horno para cocer el pan, situado en la parte trasera de su vivienda, sita, a su vez, en un claro del espeso bosque. Aquélla apareció revuelta, con las ropas de los armarios en desorden y los cajones abiertos, de los cuales faltaban las alhajas de la señora. Interrogados varios testigos (un guarda forestal, dos leñadores, un pato), ha podido establecerse que los sospechosos regresaron a la aldea hacia el atardecer del día de autos, procedentes precisamente de esa zona. Especialmente clarificador resultó el testimonio del pato, que fue utilizado por ellos para cruzar el río. Localizada la vivienda que los menores comparten con su progenitor, efectuado el registro correspondiente y halladas en su poder las joyas de la víctima (con lo cual el robo quedaba establecido como el móvil más plausible), procedimos a la detención de los sospechosos, así como de su padre, en calidad de posible cómplice o, en todo caso, encubridor del crimen.
Al comienzo de los interrogatorios, estas dos perversiones de la naturaleza disfrazadas de dulces infantes, pretendieron que creyéramos una historia increíble. Decían que, a instancias de su madrastra (recientemente fallecida), su padre los había abandonado a su suerte en el bosque y, atraídos por el aspecto culinario de la vivienda de la anciana (quien, en su ficción psicópata, asume el rol de una bruja antropófaga), fueron capturados por ella. Según ellos, la buena mujer pretendía engordarlos para comérselos. Ya en este punto de sus declaraciones, mi indignación fue tal que procedí a incomunicarlos e inicié interrogatorios por separado, como resultado de lo cual, finalmente, fueron efectuadas las confesiones que figuran en mi informe.
Contrastando las dos versiones, hemos logrado averiguar algunos hechos esclarecedores: que, abandonados, en efecto, los menores a su suerte en el bosque, llegaron a la casa de la víctima, quien, movida por la misericordia, les dio cobijo y alimento, y los cuidó durante varios días hasta que pudiera darse aviso a la autoridad competente, a la sazón el guarda forestal que hace su ronda por el aislado paraje una vez cada quince días; que, viendo que la anciana se hallaba débil e indefensa y que atesoraba piedras preciosas, oro, perlas y demás objetos valiosos, además de cierta cantidad de dinero en metálico, movidos por la codicia, decidieron matarla para despojarla de esas propiedades; que, aprovechando un momento de distracción y vulnerabilidad (cuando la víctima encendía el horno para cocer el pan) la niña, golpeándola a traición, la arrojó al interior del horno y cerró la puerta, con el resultado de la muerte por asfixia y combustión de su benefactora; que, tras desvalijar la vivienda, los asesinos huyeron a esconderse a la casa de su padre, obligando a un pobre pato inocente a que les ayudara a cruzar el río que de ésta los separaba.
Existiendo, pues, claros indicios de allanamiento, robo y asesinato con las agravantes de premeditación y alevosía, tal y como las pruebas, informes periciales, declaraciones y demás diligencias atestiguan, he ordenado el traslado al Juez Instructor, quien, con toda seguridad, hará buen uso de estos datos. En cuanto al padre, continúa siendo interrogado en nuestras dependencias, ya que, además, podría haber incurrido, por sus acciones previas, en delitos contra la infancia y el menor en las personas de los dos pequeños delincuentes.
Como ve, el asunto es sórdido y escabroso. Yo no me había enfrentado a cosa semejante en toda mi carrera como agente de la Ley. Quizá lo peor del caso sea que la ingratitud, la impiedad, el desprecio por las más mínimas normas de conducta, la iniquidad, en fin, en términos absolutos, hayan venido a habitar entre nosotros precisamente en las personas de esos dos pequeños, aparentemente tiernos e inocentes, lo cual viene a probar que la abyección más absoluta puede esconderse incluso en los seres más bellos.
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