
Al imbécil del apartamento vecino se le había ocurrido poner el aparato de música a todo volumen, como si a alguien, salvo a él, pudieran interesarle lo más mínimo los requiebros del canchanchán de turno en esta temporada, enviándole poemas manuscritos y canciones de grupos de bachata a la chica que había tenido el buen gusto de mandarlo a freír un huevo.
Desperté al horror de la resaca. Mientras intentaba recuperarme y encontrar lo que quedaba de mi hígado a los pies de la cama, la náusea (no tenía otro nombre) y la canción (por denominarla de alguna manera) se aliaron en la tarea de desorientarme lo suficiente como para que me fuera imposible localizar mi maltrecho órgano hepático. No obstante, logré dar con las pantuflas y, tras varios intentos, embutí en ellas aquellos pies que horas antes habían pisado los más infectos garitos de la ciudad.
Acababa de refrescarme la cara en el baño (tras vomitar diversas sustancias, algunas de las cuales no recordaba haber consumido) cuando el imbécil se puso tontorrón y cambió de disco. En el instante en que Luis Miguel comenzó a desgañitarse, destrozando uno de mis boleros favoritos, recordé aquello que solía decir mi ex mujer: “¿Por qué será que todos los horteras son sordos?”.
Desde hacía dos años, soportaba con relativa resignación los arrebatos musicales (por asignarles algún adjetivo) del imbécil, un adolescente de ropas deportivas y ademanes chulescos que parecía tener la sensibilidad de un mandril y la inteligencia de una mesa camilla, y con quien no había cruzado más de dos o tres palabras (las suyas eran más bien gruñidos),
Preparé café soportando uno de esos reggeatones que incitan a ver en todo hombre un enemigo y en toda mujer una potencial esclava sexual; lo tomé padeciendo una balada en la que una solista femenina (indistinguible de otras quinientas solistas femeninas) acababa con los restos de una melodía en la que ya quedaba poco que salvar en el mismo instante en que fue concebida. No era sólo que la chica no pusiera una nota en su sitio, sino que encima pretendía ser profunda.
A estas alturas del partido, dudaba entre echar abajo la puerta de mi vecino y hacerle tragar uno por uno sus discos o clavarle un tenedor en cada oído, teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, no parecían resultarle de demasiada utilidad. Opté, sin embargo, por una respuesta tácita. Volví las columnas del mini componente hacia la pared odiosa y cargué en aquél un CD de Eugen Jochum dirigiendo a la Ópera Alemana de Berlín en una versión del Carmina Burana de Orff, confiando en que al escuchar O Fortuna, el imbécil comprendiera que, si él podía oírme, yo a él también.
Sin embargo, cuando iba a pulsar el botón de reproducción, en el apartamento de al lado se hizo un silencio y recé para que la pesadilla terminara de pronto. Y lo hizo. Pero no porque se instaurara la calma. Lo que ocurrió fue que de pronto comenzó a oírse un bajo continuo bastante familiar para mí y, de pronto, unos violines atacaron mi aire favorito: el segundo movimiento de la Suite Orquestal nº 3, de Johann Sebastian Bach.
La sorpresa me inmovilizó unos segundos ante el aparato de música. Después, con la carátula del disco de Jochum aún en la mano, volví al sofá y encendí, con fruición, un cigarrillo. El humo azulado ascendía hacia la pared, como si intentara disimuladamente que la melodía de Bach se dejase acariciar y, justo entonces, sentí que el imbécil era mi hermano, que algo, una seda de araña, un mutuo haz de luz, nos enlazaba con un vínculo inescrutable, pero indisoluble.
Finalizó el aire de Bach y el imbécil pinchó un tema de Hip Hop, pero no me importó. A un hermano se le perdona todo.
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