No hablo de las bibliotecas públicas o pertenecientes a centros culturales o educativos. Esas disponen de unos seres generalmente malhumorados que se pasan la vida pidiéndote silencio y que, cuando les hablas, parece que te escuchan, pero en realidad están preguntándose qué harán hoy para almorzar o pensando en paradisíacas playas de las Islas Griegas. Me refiero a las otras, esas que tiene cada uno en casa. Esas, ¿cómo mantenerlas en orden?
No es frecuente, pero de vez en cuando ocurre. Finaliza tu temporada de exámenes o acabas una serie de artículos o terminas de escribir una novela o, simplemente, sacan de la parrilla el programa de televisión para el que trabajabas. Entonces toca recoger todos esos libros que has ido sacando y utilizando para preparar exámenes, redactar artículos, escribir novelas o, simplemente, buscar ideas con las que alimentar esa tonelada de guiones que antes debías entregar cada semana. Toca recogerlos y ponerlos en su sitio. Y es en esos momentos, cuando te replanteas el orden.
Hay quien ordena su biblioteca por temas. Esas personas lo pasarán fatal cuando les toca ubicar los Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau o el Tristram Shandy. Y ni quiero imaginar cómo lo pasarán cuando les toque ubicar El Quijote. También hay quien opta por atender al género (literario). Los imagino con sus ejemplares de Crimen, de las Iluminaciones o de Un bárbaro en Asia, con cara de tontos delante del anaquel, pensando en la seria posibilidad de mudarse a algún país frío, donde aún haya estufas de carbón que sea necesario alimentar.
No quiero ni siquiera mencionar las deficiencias de otros criterios, como el del tamaño, el color o el número de página, más arbitrarios, pero no menos inútiles que el de la nacionalidad del autor (¿qué hacer con Danilo Kis, con Vladimir Nabokov?) o la lengua en la que fueron escritos originalmente (Beckett, por ejemplo, incluiría dos categorías).
Por mi parte, hace años que mi amigo y censor Antonio Becerra (en una noche en que vaciamos, según recuerdo, tres cuartos de botella de Pernod) me dio un consejo que, hasta el día de hoy, he seguido a rajatabla: la literatura se ordena por estricto orden alfabético del primer apellido del autor. Punto.
Pero hace poco, en la última ocasión en que me tocó convertir mi salón (que hace las veces de biblioteca, cuarto de trabajo, comedor, sala de ver la tele, escuchar música o, si hay suerte y con quién, lugar de inicio de juegos amorosos) en un lugar habitable, recogiendo los volúmenes que pululaban por rincones inapropiados, tras haber sido extraídos de los anaqueles para su consulta o tras haber sido adquiridos (mediante compra, préstamo, robo u obsequio) en los últimos meses, di en la cuenta de una curiosa coincidencia. A causa del azar alfabético, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath no sólo compartían estantería, sino que se unían, así, muy amiguitas, contratapa contra tapa, en una Antología Poética de la primera y un ejemplar de Ariel de la segunda. Ya alguna vez me había llamado la atención cómo el alfabeto, mi incontinencia como comprador y/o mis lagunas bibliófilas hacían que Juan Marsé quedara junto a José Luis Martín Vigil, Poe tentarrujando lascivamente a Ezra Pound o Voltaire rozándose con Kurt Vonnegut. No obstante, las coincidencias biográficas de Pizarnik y Plath (ambas poetas hasta la médula; ambas desequilibradas; ambas suicidas) me llamaron la atención sobre cómo el alfabeto imita a la vida.
Una persona importante para mí me sugirió entonces un nuevo modo de ordenar mi biblioteca: el orden biográfico. Tras meditar sobre las ventajas e inconvenientes del nuevo sistema y tras mucho reflexionar (copa de vino en mano) sobre las circunstancias comunes en las peripecias vitales de muchos escritores, comencé a pensar en las posibles categorías, de las cuales paso a exponer las más importantes.
Yo soy muy sencilla ordenando, a la vitsa siempre los libros que más me han marcado, los que sé que quiero releer, los que me gusta leer sus cantos simplemente para recordar lo que sentí al leerlos.