
Renoir. Las Lavanderas
Siempre me pareció poderosamente cautivadora la imagen de las lavanderas en el río, sus cuerpos arrodillados en la orilla remojando, restregando, retorciendo. Yo bajaba cada mañana a la ribera a observar sus evoluciones de ninfas rurales ignorantes de sí mismas, ajenas a la espectacular belleza que se extendía desde sus grupas a sus manos laboriosas, para subir luego a los escotes que alguna gota de agua tenía el privilegio de salpicar antes de descender por el valle existente entre sus pechos. Ese fue durante años mi pasatiempo favorito, hasta que un mal día la mayor de ellas se percató de mi presencia y me arrojó al rostro un frasco de lejía. No creo que esa fuera su intención, pero el líquido alcanzó mis cuencas, dañándome irreparablemente las pupilas. Desde entonces, mi pasión por las lavanderas no es la misma. No es que hayan dejado de parecerme una hermosa estampa, pero ya no paso las horas muertas espiando sus evoluciones. No sé. Quizá, sencillamente, lo que ocurre es que las miro con otros ojos.