El jazz en el patio trasero

15 07 2010

Esta es una entrada indignada y requiere de ciertas explicaciones previas. Por eso será algo más larga de lo habitual. Quedan avisados navegantes y personas que llevan prisa.

Puede que se refiera a algo aparentemente poco importante, pero que es un peligroso síntoma de una forma de entender la cultura que me parece no solo obsoleta, sino injusta.

Si vives en Canarias, ya lo sabes: la semana pasada comenzó el XIX Festival Internacional Canarias Jazz & Más Heineken, o, como lo denominamos por acá, el Festival de Jazz (menos exacto, pero más corto).

Para los desinformados, o los olvidadizos: es un festival que nació de forma bastante humilde y que ha ido creciendo hasta estar incluido en los circuitos internacionales. Por él (gracias a él), han pasado por las Islas figuras señeras como Stanley Jordan, Eliane Elías, Joe Zawinnull, Bill Evans, Tete Montoliú, Kurt Elling, Danilo Pérez y Herbie Hancock o los más jóvenes Brad Mehldau, Claudia Acuña y Joshua Redman, por nombrar únicamente a unos cuantos al azar y de memoria, pues diecinueve años dan para mucho. Además, y esto es importante, durante esos días las actuaciones de los foráneos se combinan con las de estupendos músicos de aquí. Sí, las Islas serán pequeñitas, pero tienen una casta de intérpretes que ya la quisieran otros: Polo Ortí, José Carlos Machado, Kike Perdomo, David Quevedo, José Carlos Cejudo o tres de los más jóvenes, que conocieron el jazz precisamente gracias a esta cita anual: Charlie Moreno (un bajista sencillamente espectacular), Yul Ballesteros (guitarrista excelente, cuyo primer disco contaba ya con la colaboración de Joe Magnarelli y Dave Santoro, además de la aparición de Dave Samuels y Josh Dion) y Ricardo Curto (un pianista que, por cierto, ayer compartía escenario con Christian Scott Quintet y dio un impecable concierto con Javier Presa y Eduardo Fernández-Villamil).

Por si precisas más información: la mayor parte de las actuaciones del Festival son al aire libre o a precios bastante razonables y se complementan con seminarios impartidos por algunos de los músicos que nos visitan, contacto del cual nuestros intérpretes jóvenes salen muy beneficiados.

Año a año, festival a festival, concierto a concierto, los canarios nos hemos aficionado al jazz, hemos afianzado nuestros conocimientos acerca de él, nos hemos cultivado en este tipo de música (y eso supone, me atrevería a decir, cultivarnos en uno de los grandes legados culturales del Siglo XX).

A todo esto hay que añadir algo que posiblemente le interese a los políticos locales: este festival nos pasea por todo el mundo, ya que nos sitúa en la agenda de los grandes intérpretes internacionales.

Personalmente, me enorgullezco de que este encuentro se celebre aquí y presumo de él cuando amigos de fuera me preguntan por la vida cultural de mi ciudad, igual que presumo del Festival de Música de Canarias, el Festival de Ópera, el Festival de Teatro y Danza o las pasadas representaciones del Don Juan Tenorio en Vegueta. A otras muchas personas les ocurre lo mismo: están contentas y orgullosas de que en Las Palmas de Gran Canaria la cultura se encuentre en constante ebullición. El propio Ayuntamiento ostenta en sus campañas de promoción el estandarte de “Ciudad de Festivales”. Sin embargo, ayer comprobé que no todos los festivales que se celebran en la ciudad parecen enorgullecer igualmente a esta institución. Lo comprobé cuando asistí al concierto en la plaza Tenor Stagno. Ahora mismo, aunque seas de Las Palmas de Gran Canaria, puede que te estés preguntando dónde queda exactamente eso. Te lo explico rápidamente: es la explanada (en estos días circundada de obras) resultante de la ampliación del Teatro Pérez Galdós, esto es, el patio de atrás.

En los últimos años, las veladas al aire libre del Festival venían celebrándose en la plaza de Santa Ana. ¿Inconvenientes? La verdad, no se me ocurre ninguno. Ni siquiera puede alegarse aquello de los desórdenes públicos y los “juerguistas meones”, ya que en estos eventos del Festival, normalmente se reúne un público abundante, pero bastante cívico y razonable.  ¿Ventajas? Un espacio abierto, estéticamente inmejorable (la Catedral al fondo, iluminada, el barrio colombino rodeando el lugar), alejamiento de los chiringuitos con respecto de la zona de audición (en el Festival se sirven bebidas no alcohólicas o de baja graduación a precios moderados), gran capacidad, pocas molestias para los vecinos (porque, sencillamente, hay pocos vecinos y los conciertos comienzan y, sobre todo, acaban a horas razonables).

No obstante, al parecer, se ha decidido que el lugar idóneo para las actuaciones es ese patio de atrás, esa explanada que me resisto a denominar “plaza”. ¿Inconvenientes? Poca capacidad, molestias para los vecinos (que aquí son bastantes), tráfico cercano, enclaustramiento, confusión entre el espacio destinado al consumo de bebidas (repito, de baja graduación) y los asientos para el público. A todo esto, hay que añadir que los conciertos en esta ubicación comienzan a las 22:00, esto es, las diez de la noche, y no a las nueve, como sucede habitualmente en otros municipios y supongo (no puedo suponer otra cosa) que esto se debe a la obligación de respetar los horarios del Teatro Pérez Galdós (que en estos días ofrece El Holandés Errante). Si estoy en lo cierto, esto supone una humillación más a los aficionados al jazz. Me encanta Wagner (que me guste el jazz no excluye la posibilidad de que también ame la denominada “música culta”) y me llena de satisfacción vivir en una isla cuya filarmónica es capaz de hacer frente a esa partitura concreta. Pero también deseaba escuchar a Christian Scott Quintet, porque anoche era miércoles y los aficionados al jazz (como los aficionados a la ópera) también trabajamos y no podemos permitirnos trasnochar.  Me queda hablar de las ventajas de la plaza de Stagno. Haré un esfuerzo y aportaré alguna: está cerca de las paradas de guagua y de taxi, de los cajeros automáticos y de una tienda de ropa.

Ahora en serio: soy hombre de izquierdas. De mucho más a la izquierda que el PSOE. Sin embargo, voté por don Jerónimo Saavedra para que fuera alcalde de esta ciudad. Lo hice porque siempre me había parecido un hombre inteligente, culto, progresista, democrático, razonable (esto es: enemigo de arbitrariedades). Pensé, en su momento, que eso le vendría bien a esta ciudad, en la que observo cada día cómo la sociedad civil responde y se implica en cada actividad cultural que se convoca con una participación digna de un ágora ateniense (sé que alguien podría intentar negarme esto, pero suelo tener confianza en lo que veo con mis propios ojos). Cuando el Festival de Jazz (relegado durante años al parque Santa Catalina) volvió a trasladarse a la plaza de Santa Ana, pensé que se trataba, sencillamente, de un acto de justicia. Sin embargo, observo con tristeza (con franca desilusión) que, ahora que han finalizado la mayor parte de las obras de nuestra plaza más emblemática, ahora que la mayor parte de sus accesos están despejados y las Casas Consistoriales lucen con todo su esplendor, el ayuntamiento decide desterrar el jazz “al patio de atrás”.  Cualquier alcalde progresista se enorgullecería (creo) de tener un espectáculo de esta envergadura ante sus Casas Consistoriales, de permitir que se celebre con todo el fasto posible un evento que no solo divierte, sino que interesa y forma a jóvenes músicos que luego pasearán el nombre de su ciudad por el mundo entero, como ahora lo hacen Moreno, Ballesteros y Curto.

No acabo de entender los motivos de este traslado del Festival Internacional Canarias Jazz & Más Heineken al patio trasero de nuestro templo de la ópera. Absurdos, se me ocurren unos cuantos. Por ejemplo, que se pretenda que Vegueta esté vetada a los eventos laicos o que la Sociedad Protectora de Animales haya denunciado al Festival porque los perros de la plaza de Santa Ana prefieren la música folklórica y no quieren que se les obligue a escuchar música contemporánea. Plausibles (que no razonables), solamente se me ocurre uno, pero me resisto a creerlo, porque me entristece y me decepciona: que esta Ciudad de Festivales entiende que no todos tienen la misma categoría.





Bibliotecas, borregos y totalitarismos

13 07 2010

Un amigo que reside en otra isla y que está implicado, con otras muchas personas, en la apertura de una biblioteca para la cual solamente falta la colaboración (no económica, sino inmobiliaria) de un ayuntamiento que, hasta ahora, no ha hecho más que remolonear en este asunto (porque, al parecer, no le parece «interesante») me ha hecho preguntarme por qué me parecen importantes las bibliotecas. Por una vez, y sin que sirva de precedente, me he puesto a pensar y el resultado es el texto que transcribo a continuación.

La biblioteca, de Maria Helena Vieira da Silva

La biblioteca, de Maria Helena Vieira da Silva

Borges imaginó el universo con forma de biblioteca. Lo hizo en La biblioteca de Babel, uno de sus muchos cuentos inolvidables, donde se nos describe una biblioteca compuesta de “un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio”. Esta hermosa metáfora borgeana (cuya arquitectura homenajeará Umberto Eco en El nombre de la rosa) no es exacta para quienes pensamos que el universo es caos. El hexágono es una forma geométrica demasiado perfecta. Prefiero pensar en la biblioteca humana que nos propone Ray Bradbury en Fahrenheit 451. En esa novela de 1953 se nos describe un mundo futuro en el que los inconscientes ciudadanos (ajenos a que sus autoridades están a punto de iniciar una guerra nuclear) viven pendientes de enormes pantallas caseras de televisión mediante las cuales interactúan con una programación completamente superficial, carente de todo contenido (elaborando este resumen brutal, se me ocurre que ese mundo se parece alarmantemente al nuestro). En esa sociedad los libros están prohibidos (como sabe todo dictador, los libros son peligrosos, porque hacen pensar) y la ley castiga severamente a quienes los imprimen, distribuyen, leen o almacenan. Las bibliotecas clandestinas son pasto de las llamas (el título de la novela hace referencia a la temperatura a la que arde el papel) en incendios que provocan, paradójicamente, los bomberos, y sus poseedores y mantenedores son perseguidos con toda la burocrática eficiencia de los estados policiales. Tras huir de la ciudad, el protagonista (un bombero que ha sido denunciado por almacenar y leer libros), se une finalmente a un grupo de hombres y mujeres que se han exiliado para salvaguardar los libros, en espera de tiempos mejores. Su plan es sencillo y genial: cada uno de ellos ha memorizado un libro y su misión es recordarlo y traspasar este recuerdo a un miembro de la siguiente generación, para que, tras el inminente holocausto nuclear (el fin de ese régimen analfabeto), cuando puedan volver a imprimirse libros, el patrimonio inmaterial de su contenido se conserve intacto. Esto es: cada uno de los miembros del grupo es un libro; su grupo es una biblioteca; la supervivencia de una sociedad justa implica la supervivencia de estos individuos, la cual implica la supervivencia de los libros, imprescindible para la democracia.

Frente a la probablemente infinita (y, por tanto, probablemente abominable) de La biblioteca de Babel (ese cuento estupendo que siempre me produjo un verdadero terror metafísico), esta biblioteca de Bradbury me resulta más amable, más conmovedora. En primer lugar, de modo intuitivo, estético, porque en ella no interviene la geometría. Pero, sobre todo, por el hecho de que son los seres humanos quienes la sustentan, quienes la hacen posible y la perpetúan. La biblioteca de Babel podría subsistir sin los hombres; la de Bradbury no. Y es que existe un hecho bastante evidente que, sin embargo, los poderes públicos suelen olvidar: una biblioteca sin lectores no es más que un almacén de libros.

Cuando yo era niño, las bibliotecas eran (o así me lo hicieron creer) lugares casi sagrados, míticos y solitarios, donde el saber silencioso acumulaba polvo en las estanterías y donde utilizar la palabra era casi un sacrilegio. Las bibliotecas de hoy, por suerte, son bulliciosas. Me complazco en comprobar que las bibliotecas son lugares llenos de vida, donde estudiantes y usuarios de Internet se cruzan con ociosos que leen la prensa y aficionados al cine que rebuscan en las mediatecas. Cualquier persona seria se indignará porque me parezca bien este hecho (algunos de los necios más grandes que conozco son tenidos por personas muy serias), pero eso indicará que no se ha parado a pensar en que todas esos usuarios, aparentemente interesados en asuntos extra-literarios, realizan sus actividades en compañía de libros: los ven, los frecuentan, los huelen y los rozan y, tal y como afirma la sabiduría popular, “el roce hace el cariño”. En las bibliotecas continúa existiendo la función, evidentemente primordial, de servir como lugar de conservación de libros, para que podamos leerlos, consultarlos o tomarlos en préstamo. Pero, además, la oferta se ha ampliado con múltiples actividades que agrupan a ciudadanos de todas las edades y capas sociales en torno a actividades de narración oral, clubes de lectura, talleres creativos, competiciones de juegos de mesa, exposiciones, conferencias y mesas redondas. O simplemente, son puntos de reunión. Ya que la vida bulle allí, allí se producen diarios encuentros. El lector que quiera hacer la prueba puede visitar cualquier biblioteca. Será testigo, como lo soy yo cada día, de cómo los adolescentes se hacen la corte con el pretexto del estudio, de cómo se encuentran viejos amigos que no se veían hacía años, o de cómo padres y madres jóvenes acuden a ellas acompañados de sus hijos. Las bibliotecas de hoy están vivas. Más vivas que nunca. Son un eminente centro de la vida civil. Y ello es debido a que la sociedad las reclama y las usa. Son los miembros de la sociedad civil (y no los poderes públicos) los que hacen que existan las bibliotecas tal y como cualquier amante de la difusión cultural las entiende. Los poderes públicos, sin embargo, cumplen una función (quizá debería decir la función, pues es, en mi opinión, esta su condición de existencia) imprescindible: garantizar la existencia de las infraestructuras necesarias para que toda esta vida sea posible. Y, así como he comprobado con alegría cómo por toda nuestra geografía se extiende una estupenda red de bibliotecas dependientes de todo tipo de instituciones (y gestionadas, por cierto, por personas cuya labor es inestimable, con una pasión a prueba de sueldos mínimos e inestabilidades laborales), también he comprobado con tristeza, cercana a la vergüenza ajena, que existen municipios y zonas que todavía no cuentan con su propia biblioteca. Porque nadie se ha preocupado de ello, porque se está más interesado en el bienestar económico que social, o porque se entiende el sector de la gestión pública de la cultura como algo más cercano a las actividades de “Ocio y Festejos” que como lo que realmente es: algo intangible, que no hace demasiado ruido (o, al menos, no tanto como unos voladores o un macro-concierto del último canchanchán de moda en esta temporada) pero cuya presencia es indispensable si se pretende vivir en una democracia sana en la cual sus miembros estén no solamente informados sino también formados, para que cuenten con un patrimonio intangible que les proporcione los parámetros necesarios para pensar por sí mismos y contribuir así al desarrollo y perpetuación de ese mismo patrimonio con su participación activa. A nadie se le escapa (mucho menos al totalitarismo del pensamiento único) que sin todo esto los ciudadanos no serían ciudadanos, sino simples borregos manejados a sus anchas por los poderes económicos y políticos.

No imagino el universo como una biblioteca, porque, como ya dije, la imagen que tengo del universo es caos. Pero todas aquellas herramientas que concibo para intentar poner algo de orden que me ayude a transitar por ese caos están contenidas en los libros. Por eso no concibo un mundo sin libros. Y, por supuesto, lo que jamás concebiré, es una sociedad justa (una sociedad madura, una sociedad con presente y con futuro) sin bibliotecas. Cuando recuerdo a Bradbury y su novela, un resorte que está en mi educación o en mi memoria sentimental o, simplemente en mi sentido de la estética (o de la ética), me lleva ineluctablemente a pensar que cada vez que alguien, por acción o por omisión, impide o, simplemente, obstaculiza la posibilidad de existencia de una biblioteca, está dando, consciente o inconscientemente, un decidido paso hacia el totalitarismo.





Euforias

12 07 2010

No es fácil convertirse en un hombre digno. Pero aún más difícil es continuar siéndolo. Siempre se consideró una persona razonable y cabal. Civilizada. Poco a poco, gracias a años de lecturas y de intercambio de ideas con personas inteligentes e informadas, había logrado dejar atrás su educación machista y patriarcal, convirtiéndose en un individuo tolerante, amigo del diálogo y amante de la justicia y la igualdad. Humanista convencido, detestaba las banderas, los uniformes, los nacionalismos, la violencia, la xenofobia, el conservadurismo, las reacciones manejadas por el mercantilismo deshumanizado. Pero aquel domingo, dos semanas después de haber cumplido los cuarenta y tres años, se dejó llevar por medios de comunicación, amigos y familiares, incluida su mujer, aficionada al fútbol, y se sentó ante el televisor, acompañado de sus íntimos y armado con cervezas y paquetes de papas fritas, para ver el partido de la final. Jugada a jugada, falta a falta, tarjeta amarilla a tarjeta amarilla, se fue contagiando de toda aquella euforia futbolística que acompañaba a la selección nacional en esa jornada histórica. Aquel domingo no había crisis, no había diferencias políticas, no había interpretaciones de la realidad social o geopolítica. Había simplemente, un sentimiento único (él jamás lo hubiera llamado “pensamiento”) hermanando a todos en una ola exultante que llegó a su punto álgido cuando el equipo de su país (ahora, de repente, se había convertido en ciudadano de aquel país del cual, racionalmente, se sentía únicamente súbdito) marcó el gol de la victoria.  Cuando, afónicos y ebrios, su mujer y él se retiraron a casa, sentía en su interior que algo había cambiado, pero no sabía de qué se trataba exactamente. Era como si hubiera crecido físicamente, como si fuera más alto, más ancho, más pesado. Tardaron en dormirse, comentando en la cama los momentos principales del encuentro, elogiando la deportividad de los jugadores, discutiendo la oportunidad perdida de algún delantero, la ambigüedad de alguna de las sanciones arbitrales.

Se despertó a las ocho de la mañana de un lunes en el que los informativos no hablaban de otra cosa que del triunfo. Su mujer, como acostumbraba, ya se había ido al trabajo. Él disponía de algunas horas más. Sin embargo, no volvió a dormirse. Se quedó en la cama sintiéndose grande y pesado (más grande y pesado aun que la noche anterior) y, sintiendo picor en el pecho, se llevó la mano allí para rascárselo. Entonces fue cuando vio que su mano ya no era su mano, sino una zarpa. Incluso en la semipenumbra del dormitorio, velado por la persiana, vio aquel miembro descomunal e hirsuto, con grandes y negrísimas uñas. De un salto, se levantó y observó en el espejo de la alcoba su cara en la que los rasgos originales se habían deformado hasta componer aquella terrible máscara de ojos sanguinolentos y labios groseros enmarcando unos temibles dientes amarillos. Percibió, al mismo tiempo, un hedor nauseabundo que emanaba (reconoció con terror) de su propio cuerpo. Se quedó allí parado unos momentos más, observando fijamente a esa bestia abominable que era él mismo. Finalmente, comprendió, tantos años de esfuerzo no habían servido de nada; había bastado con dejarse arrastrar una sola vez para que todo se fuera al garete. Había ocurrido y se trataba, probablemente, de algo irremediable: se había convertido en un ogro. Renunció a decir algo en voz alta para comprobar si podría reconocer su propia voz. Simplemente, eructó.





El Laboratorio Creativo de Anroart

12 07 2010

El pasado 8 de julio finalizó la primera edición del Taller de Literatura Anroart (TLA para los amigos). Hasta esa fecha y desde el pasado mes de octubre, una veintena larga de personas de ambos sexos y de todas las edades, se reunieron semanalmente durante dos horas (y trabajaron de forma individual muchas horas más) en este taller teórico-práctico de introducción a la narrativa.

Algunos de ellos son escritores en germen o autores clandestinos; otros ya han hecho sus primeras incursiones en el mundo literario, mediante volúmenes colectivos o premios de diversa índole. Pero a todos les une la misma curiosidad, el mismo afán formativo, la misma inquietud: la de crear mundos de ficción que se parezcan sospechosamente a este que transitamos juntos día a día.

Al hilo de mis peroratas interminables (y de algunas charlas interesantes, realizadas por profesionales de valía en sus respectivos campos) reflexionaron sobre algunos de los aspectos esenciales de la narrativa analizando textos eminentes, extrayendo las técnicas que les confieren singularidad y aplicándolas a sus propios trabajos.

El proyecto del TLA surgió el año pasado por estas fechas, de una conversación entre Jorge Alberto Liria, director de Anroart Ediciones y de quien esto escribe, en la que hablamos de dos necesidades importantes y complementarias:  la de proporcionar a los nuevos autores técnicas útiles para aumentar la calidad de sus originales y la de establecer un taller estable que permitiera profundizar en la materia que yo trato habitualmente en los talleres que imparto en otros foros.

El resultado de esa conversación fue un taller de ocho meses de duración, concebido como un curso de introducción a la escritura narrativa, siempre asumiendo una perspectiva no académica. Ese mismo taller que acaba ahora y en el cual se han tocado temas esenciales a partir de obras de importancia capital, desde el Poema de Gilgamesh a Veinticuatro horas en la vida de una mujer, pasando por El extranjero, Ficciones o La espuma de los días. Los aspectos estructurales del cuento y la novela (puntos de vista, desarrollo de conflictos, diseño de personajes, tratamiento del tiempo y del espacio, composición) se han combinado con algunos recursos que es imprescindible dominar (el diálogo, el monólogo, la organización argumental) y con diversas técnicas útiles (la prolepsis y la analepsis, la muñeca rusa y el cuento-receta, el Logo Rallye y el binomio fantástico), además de reflexionar sobre las especificidades técnicas de diversos subgéneros muy populares en la actualidad, como la novela negra o la novela histórica y todo ello complementado, además, por los seminarios ofrecidos por Sergio Hernández, Aitor Guezuraga, Ángeles Jurado, Nayra Pérez, Santiago Gil y Jorge Alberto Liria, sobre orto-tipografía, escritura cinematográfica, escritura en blog, poesía hispánica, periodismo literario y edición.

Ahora, al finalizar esta primera edición del TLA (esta experiencia piloto que no era más que el primer paso de un viaje que esperemos sea largo), hemos decidido no sólo que se trataba de algo útil, sino que además vale la pena continuar y ampliar la oferta. Por eso estamos trabajando en una programación más amplia y en un proyecto de más largo recorrido, que tenga como espina dorsal el TLA, pero englobe algunas otras materias: el Laboratorio Creativo Anroart. En breve inauguraremos un sitio web desde el cual informaremos de la programación de la próxima temporada y de las actividades previstas para el verano. Pero puedo adelantarte ya que la matrícula para la edición 2010-2011 del TLA se abrirá en la primera semana de septiembre.

Ha sido un curso de pequeñas satisfacciones semanales, de grandes sorpresas y de mucho aprendizaje, tanto para los participantes en el taller como para quien lo impartió. Sí, porque lo más importante de esta actividad ha sido, precisamente, la participación, el esfuerzo y la dedicación de quienes han hecho posible que este Laboratorio Creativo de Anroart (que aún no se llamaba así pero ya era lo que será) comenzara con tan buen pie. Desde aquí quiero expresar mi agradecimiento a todas y cada una de esas personas (incluidas las cinco que por motivos laborales o personales no pudieron finalizar la temporada). A quienes sí pudieron, aprovecho para decirles que nos veremos, espero, muy pronto, en el taller avanzado que comenzará en octubre, para continuar diciendo asombro donde los demás dicen solamente costumbre (conseguí llegar al final de esta entrada sin citar a Cortázar, pero ya saben que es difícil no citar a Borges).








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