Constancia del odio

11 07 2011

Esos dos hombres se odian. Precisa, constante, indudablemente, pasan cada minuto de cada hora de cada día alimentándose los desprecios, los rencores, los escupitajos en el nombre. No solo se odian en la oficina en la que se ven obligados a compartir con repugnancia el aire, sino también durante el resto del día, mientras se dedican a su descanso, a su ocio, a sus obligaciones familiares, a sus respectivas aficiones. La única pero regular tregua en ese aborrecimiento preciso e inalterable que constituye su existencia es un momento perdido en la madrugada, un segundo devorado por las profundidades del sueño, un insecto nocturno aplastado por la árida lucidez de la vigilia; ese instante en que ambos -cada uno en su propio lecho y su propio ensueño, pero siempre cada noche, siempre con similar pasión, siempre en el mismo segundo- se funden en la unión exacta y minuciosa de un beso.








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