Aniversario del nacimiento de Borges. Necesidad de recordarlo o, más bien, excusa para recordarlo, para hablar de él y, sobre todo, de su obra.
Quizá, lo más apropiado, sería remitir al lector a Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso, al texto «Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges», que allí figura. Siempre me ha parecido la mejor introducción al universo borgeano. De hecho, esa fue la primera referencia interesante sobre el argentino a la cual tuve acceso. Ocurrió cuando leí ese libro a los catorce años. Así que, poco después, cuando me cayó en las manos el ejemplar de Ficciones que aún conservo, creía saber a lo que me enfrentaba. Pero no lo sabía. Por eficaz (y eficiente) que fuera aquel artículo de Monterroso, se quedaba corto, como se quedará esta entrada, como se quedará todo aquello que intente contar lo que es Borges y, sobre todo, lo que implica su obra.
Cuando comencé a leer a Borges, estaba de moda criticarlo por su postura ante la Junta Militar, por su conservadurismo. Nadie recordaba su solitario activismo en la época de Perón, que lo hizo caer en desgracia, con amenazas de muerte y cargos ridiculizadores incluidos. Sin embargo, no me costó olvidar su figura pública, su tendencia a lo burgués, como tampoco me cuesta hacerlo cuando leo a Sándor Márai, a Delibes o a Flaubert, porque cuando un autor es realmente grande, el lector olvida todo lo que no es libro.
Borges es un ensayista capaz de intrigarnos como un narrador, un narrador con el ritmo de un poeta, un poeta con la capacidad para atisbar lo trascendental en lo cotidiano que solo puede tener el mejor de los ensayistas.
Ese autor, lector voraz de enciclopedias, a quien le fueron concedidos a un tiempo los libros y la noche, que dijo asombro donde otros dicen solamente costumbre (máxima que me impongo a mí mismo cada vez que me siento a escribir ficción), que no había leído a Vargas Llosa y que, al parecer, opinaba de Cien años de soledad que con cincuenta hubiera bastado, figura siempre entre aquellos a quienes no puedo leer sin fascinación. Y entre aquellos a cuya relectura recurro, cuando la actualidad del panorama editorial me hace temer que eso que denominamos «buena literatura» no exista. Borges (Ficciones, El Aleph, Historia de la eternidad, Historia universal de la infamia, El hacedor o Luna de enfrente, da igual el libro siempre que sea de Borges) me reconcilia indefectiblemente con la literatura. Por varios motivos. El primero es, simplemente, técnico: la sencillez de su sintaxis, la elegante exactitud de su prosa, su morosidad para adjetivos y adverbios, o su habilidad para incluir siempre los más asombrosos («nadie lo vio venir en la unánime noche»). El segundo, su habilidad para construir argumentos perfectos, maravillosos edificios cuya estructura solo se ve muy a posteriori, expurgando de ellas todo aquello que no sea esencial a la trama e internándose en lo fantástico con verosimilitud pasmosa. En tercer lugar, su talento para convocar los temas más caros al humán moderno: el tiempo y la eternidad, los límites del conocimiento y la imposibilidad de aprehender el Absoluto, la contraposición entre azar y destino, la identidad y su relación con lo colectivo.
Y, todo esto, a través de (o sumido en un universo de) palabra escrita. Igual que Monterroso me acercó a Borges, Borges me acercó Buzzati y a Homero, a Stevenson y a Melville, a los Presocráticos y a Chesterton, a Kafka y a Las mil y una noches. Autores y libros a los que se (y me) acercaba reivindicando en ellos la pura fruición, el mero placer, el simple y casi indescriptible gozo de la literatura.