Para el comando de Casa Celeste
Su ingenuidad casi despierta mi ternura. Vienen (como vienen tantos otros) a disfrutar del paisaje de malpaís, a ascender al territorio imposible creado por la erupción, a llenarse los ojos de viento, de luz, de colores que van desde el amarillo más amarillo al negro más negro. Pero antes (seguramente cuando llegan en su coche alquilado ya han estado en otros lugares hermosos de la isla), deciden salirse del camino, hacerse un hueco en el círculo de rocas y comer el bocadillo antes de iniciar el ascenso. Una guía turística, que regresa al autocar con su grupo de la excursión al volcán, les advierte: no deben hacerlo, es peligroso; ellos no hacen caso (nunca hacen caso) porque son jóvenes y están bien informados y reciclan y no comen atún de lata y conocen la forma de no representar un peligro para la naturaleza: son de la capital, el mundo es hermoso y seguro porque han logrado arañar unos días para tomarse unos días de descanso y venir a recorrer la telaraña innumerable de las sendas de la isla.
Así que abren su nevera portátil, sacan sus bocadillos, sus cervezas, su fruta; comienzan a consumirlos mientras recuerdan lo que han hecho ya en esos días y planean lo que van a hacer por la tarde, cuando desciendan de esa montaña a la que no saben que no llegarán a ascender, porque nosotros nos hemos reunido ya, bajo las rocas que hay a su lado y hemos trazado una estrategia. Como casi siempre, me toca salir el primero. Lo hago por su izquierda y me aproximo al círculo donde están cayendo las migas. La primera en verme es una chica de pelo negro que abre mucho sus ojos negros y avisa a los demás de mi presencia. Los otros admiran mis colores, se asombran primero (y se ríen después) de mi absoluta falta de timidez, de cómo me acerco a la reunión y empiezo a atrapar, aquí y allá, las migas. Nunca han visto un lagarto tan descarado. Normalmente, para ellos, somos una aparición fugaz, una sombra que se oculta entre las matas o bajo las piedras en cuanto se adivina la cercanía humana. Pero yo muestro sin rubor ni temor este cuerpo pardo y enteco, esta cabecita de un azul irisado, el muñón de la cola amputada en lance reciente. El primer paso ya ha está dado. Han centrado su atención en mí. Por supuesto, aunque a la chica de pelo negro le dé asco, explican que soy totalmente inofensivo, que el lagarto come esto y aquello y que no hace aquesto y lo otro y lo de más allá, como cuenta uno de ellos, el que ha sacado su cámara de fotos. El que está a su lado, desoyendo los consejos de dos de las chicas, arranca migas de pan y me las tiende. Algunos de los otros han ido surgiendo ya a mis espaldas. Los excursionistas lo constatan y ven con alborozo cómo se acercan también. No saben lo que ocurre a sus espaldas. No saben que dentro de un instante, cuando estemos seguros de que ya no podrán escapar, les demostraremos que no están en la capital, que este es nuestro territorio. No saben que el autocar ya se ha ido, que los cuatro o cinco extranjeros (ellos sí respetaron el camino; ellos no se pararon aquí a comer su bocadillo y beber su cerveza) han iniciado ya el ascenso y no podrán oír sus gritos.
Eso pasa por no seguir el caminiiito…. jejeje gran texto para un gran momento:) gracias
Inocentes lagartitos. Hacerles coger una indigestión es de malas personas. Alguien debería poner un letrero por allí: «Peligro. Se comen gente», algo discreto.
Esos no eran simples lagartos; eran perenquenes guanches reivindicativos.