Quedas despedido, 2011

30 12 2011

Adoptemos por un momento el discurso empresarial:

Querido 2011, te agradecemos tus muchos servicios, pero quedas despedido.

Ha sido intenso. Ha sido largo. Cuando ya solo le quedan horas, aún podría depararnos alguna sorpresa.

En 2011 el humo desapareció definitivamente de los bares y una biblioteca pudo ser derruida; celebramos a Tomás Morales, pero también tuvimos que explicar a un político la diferencia entre un físico y un poeta; descubrimos que  a quienes nos gobiernan la cultura les importa exactamente tres pepinos, aunque también hemos tenido que repensar qué es exactamente eso de «la cultura»; en el jardín de la primavera árabe crecieron flores de plomo y un viejito nos hizo despertar, y aunque sí, en efecto, abrimos los ojos, aún los tenemos llenos de legañas. La palabra de moda ha sido «crisis»; la menos usada, «libertad» (probablemente porque cuando a la gente le dan a elegir entre ser libre y comer caliente, suele acabar eligiendo lo segundo). No obstante, hemos aprendido algunas cosas en los últimos meses del año: lo que cobra un rey, lo que cuesta conformar a los mercados, lo que puede llegar a ganar un duque haciendo el timo de la estampita a costa de niños afectados de parálisis cerebral o lo fácil que parece ser pasarle un sobre con dinero a un ministro en una gasolinera.

Pero también hubo cosas buenas. Nos encontramos en la calle, nos dimos la mano y volvimos a vernos los rostros. Y quizá estemos desaprendiendo muchas cosas que dábamos por sabidas; quizá estemos comenzando a descubrir que para ser felices no necesitamos tantas cosas, sino más ideas y más personas que las formulen.

Nos dejaron algunos amigos (el último fue Sergio Correa, que se nos fue demasiado pronto), pero también llegaron algunos nuevos.

En mi balance personal, de este año me quedan algunos buenos recuerdos: unos días en Bruselas junto con esos cronopios de ACB, una visita a los amigos de Mistério en representación de Eladio Monroy (ese jodido ingrato no quiso acompañarme), la amistad con la banda negrocriminal de .38 (en especial con Ricardo Bosque, capo di capi), las visitas a colegios e institutos, compartiendo con profesores y alumnado una visión lúdica y desacralizadora de la literatura, las horas de trabajo con los talleristas del Laboratorio y alguna juerga con los Dirty Dozen. Hay muchos más, como la constatación de que los amigos (y también los enemigos, siempre necesarios) continúan publicando libros, prolongando eso que llamamos «literatura canaria» porque algún nombre hay que ponerle a ese ansia por entender el mundo desde aquí y mediante la palabra.

Y sí, el mundo es cada vez más gris (o más azul) cuando uno lee la prensa, pero basta con abrir la ventana y mirar a la calle para darse cuenta de que esa monocromía no es más que apariencia.





El palacio transparente

29 12 2011

Un rey tiene la siguiente pesadilla: las paredes de su palacio se vuelven transparentes y sus súbditos se reúnen para mirar a través de ellas. Al principio llegan a los alrededores de palacio mendigos de todos los barrios de la capital; luego de la región entera y, más tarde, de todas y cada una de las provincias del reino, incluidas las más alejadas de la metrópoli. En algún momento del sueño, la multitud de zarrapastrosos comienza a expresar su parecer acerca de cómo se hallan dispuestas las estancias, cómo están decoradas, cuánto habrán costado los innumerables objetos de valor que el palacio alberga. Finalmente, alguien pregunta quién habrá pagado todo eso y el eco de esa pregunta se propaga por entre el gentío. El rey, desde sus aposentos, observa en los rostros de la canalla un gesto de extraña lucidez, justo antes de que se desencadene en ellos la ira.

El rey despierta bañado en un sudor frío. Ha amanecido ya, pero la reina aún duerme. Durante unos instantes, el monarca se deja tentar por la idea de continuar acostado y buscar nuevamente el sueño. Sin embargo, prefiere levantarse, beber un trago de agua, acercarse a la ventana para tomar aire fresco y despejarse. Entonces los ve. Son miles, quizá decenas de miles. Miran fija y silenciosamente hacia el palacio. Se encuentran unidos por el hambre, por los harapos, por la ineluctable solidaridad de los hombres que comparten un sueño. Parecen tranquilos, pero el rey sabe que esa calma es solo un preámbulo a la rabia. Alarmado,  llama inútilmente a su guardia, que no acudirá.





Lugares comunes: El héroe confuso

27 12 2011

Gilgamesh está confuso: al ser testigo de la muerte de su amigo Enkidu acaba descubriendo su propia mortalidad. “La pena ha entrado en mi corazón”, dice.

Puede optar por permitir que todo siga como hasta ahora o por intentar hacer algo. Por supuesto, elige la acción y sale a buscar a Uta-napishti, quien posee el secreto de la inmortalidad. Así, Gilgamesh gastará un tiempo precioso (un tiempo de plenitud que podría haber empleado en amar y disfrutar de los placeres de la existencia) en encontrar al sabio en los confines de la Tierra y, después, en hallar la Planta de los Latidos, la cual, finalmente, le será arrebatada por una sierpe, haciéndole regresar a Uruk la Cercada exclamando: “¡Ojalá hubiera regresado y dejado la barca en la orilla!”. El viaje ha sido inútil; la elección, equivocada. Gilgamesh descubre su error (el último error que viene a coronar una vida de errores), descubre que hubiera sido mejor quedarse en Uruk y no desperdiciar sus mejores años en una entelequia. Y, sin embargo, si Gilgamesh no hubiera experimentado esa confusión ante el hecho de la muerte, si no se hubiera visto en la encrucijada entre partir o no hacer nada, si no hubiera optado por el viaje, su epopeya se habría truncado justo antes de comunicarle (y comunicarnos) su sentido último.

Los escritores menos diestros suelen dejar a su Gilgamesh en casa; sus héroes no experimentan la confusión, no sufren, no se enfrentan a encrucijadas ni se ven obligados a elegir. Así, olvidan el consejo de Vonnegut, que propone que a los personajes les ocurran cosas horribles, para que el lector sepa de qué pasta están hechos.

De la confusión, del contraste entre su percepción y la realidad, esto es, de la oposición entre cómo los personajes creen que es y cómo es realmente el mundo, provienen muchos de los grandes argumentos de la novela moderna y contemporánea. Don Quijote, Raskolnikov, Leopold Bloom, Mistress Dalloway, Peter Kien.

Da igual el ejemplo; cualquiera nos servirá para ilustrar esto: el héroe, en algún momento, descubrirá la verdad del viejo adagio según el cual las cosas no son lo que parecen y, consecuentemente, habrá de elegir entre continuar viviendo en un mundo de sombras o zambullirse en la realidad, esa realidad que es dolor, pero también lucidez, experiencia, la vida total en toda su indescriptible policromía, en ocasiones insoportable.

Pero a esta lucidez final no se llega sin la previa confusión, sin esa pena que entra en el corazón cuando el propio mundo, el estado de cosas inicial, se tambalea. Así, los héroes salen a desfacer entuertos, a cometer un crimen, a recorrer Dublín, a comprar unas flores o a deambular por la ciudad con una biblioteca a cuestas. Da igual adónde vayan y, tal vez, más les convendría quedarse en casa, pero, al fin, todo héroe que se precie sale a buscar a Uta-napishti, a rebelarse contra una realidad que jamás podrá burlar, aunque valga la pena intentarlo.





Bossa nova

26 12 2011

Jan Gossaert: La metamorfosis de Hermafrodito y Salmacis

Si un hombre baja al centro de la ciudad y recorre una larga avenida que desemboca en los edificios más anónimos. Si una mujer sigue a cierta distancia sus pasos, oculta por la marea de automóviles y peatones de la soleada tarde de un jueves, apretando contra su cadera el bolso de piel que pende de su hombro. Si el hombre llega al portal de un edificio de apartamentos, abre con su propia llave y entra en el ascensor y pulsa con seguridad, casi automáticamente, el botón del tercer piso. Si la mujer se planta ante el mismo portal, preguntándose cómo hará para colarse en el edificio. Si entonces, cuando la mujer duda ante los pulsadores de los porteros automáticos, sale del edificio un señor de edad que, cortésmente, le cede el paso. Si la mujer entra en el ascensor, pulsa el botón del tercero con el índice de una mano que tiembla y se deja elevar mientras siente en el centro del pecho un vacío profundo, una esponja de aire sucio que la oprime. Si llega, finalmente, ante una puerta, esa puerta que ella ya sabía que estaría allí, esa puerta cuya letra lleva anotada en un papel que hay en su bolso, junto con la calle y el número del edificio y el número del piso, por la mano amiga que la ha puesto al día. Si en lugar de llamar al timbre acerca la cabeza, pega el oído a la puerta para escuchar y, en efecto, escucha al otro lado la música suave, probablemente bossa nova, y la voz reconocible del hombre a quien sigue y las risas y la otra voz, la voz algo aflautada de esa persona que aún no tiene rostro pero que lo tendrá, y será un rostro más joven, más hermoso, más apetecible que el suyo propio, todo lo cual lo hace, aun antes de verlo, abominable. Si al fin la mujer se decide a llamar a la puerta. Y si la puerta, tras unos momentos de duda, se abre y la mujer se enfrenta a ese rostro, que es un rostro de hombre, de hombre más joven que el hombre a quien ella ha seguido hasta esa puerta, un rostro desde el cual la miran unos ojos llenos de curiosidad que se torna incertidumbre cuando ella se queda helada, sin poder responder a la pregunta, sencilla y lógica, dada las circunstancias. Si ella se queda allí, parada, percibiendo la sequedad de sus labios que no pueden responder a esa pregunta, no pueden decir quién es ella y qué es lo que desea porque acaso ni siquiera ella misma lo sabe ya. Si del interior del apartamento surge una vaharada de música pensada para gozo de amantes, si ahora el rostro del hombre a quien la mujer ha seguido asoma también y reconoce a la mujer y comprende que ya no hay marcha atrás, que la verdad y el dolor se han adueñado del aire, si ya todo está perdido o todo está ganado en esa partida en la que ha apostado su vida y la de la mujer y la del otro hombre, si lo sabe cuando la mano temblorosa de la mujer se introduce en su bolso. Si la mujer ha vuelto a sacar la mano del bolso y ahora en ella hay un revólver.





Felicitación navideña extraña

23 12 2011

Se me ha ocurrido que, en vez de desearte felices fiestas con una de esas animaciones insoportables, podría regalarte una canción. Si, desearte felices fiestas a ti, que me aguantas todo el año y te pasas por aquí para leer estos cuentos, estas propuestas de lectura o los resultados de los cabreo que me agarro con los malos. Así que, simplemente, haz clic aquí.

Elijo felicitarte así porque tu bandeja de correo entrante estará atestada de felicitaciones navideñas. Por otro lado, no soy muy de villancicos. Esta me parece una canción hermosa, llena de poesía y de verdad.

Sí, ya sé que está cayendo la que está cayendo, que la crisis y demás hombres del saco nos pisan los talones, pero guarda siempre un par de minutos para la belleza y ¡quiérete, carajo! Y quiere también a los demás; sonríele a la vida para que la vida te sonría a ti.

Los malos morirán pronto. Las obras de los buenos son inmortales.





Movimiento perpetuo, un rayo que no cesa

23 12 2011

El 21 de diciembre de este año hubiera cumplido noventa el más grande de los escritores pequeños, Augusto Monterroso. Sé que hubiera sido mucho mejor esperar al centenario, que es un número más redondo, pero, qué quieres que te diga, no me apetecía esperar diez años para hablar de él.

Así que lo que traigo hoy, para estas fechas tan entrañables y tan sagradas, es un libro irónico, desacralizador y lleno de verdad: Movimiento perpetuo.

Movimiento perpetuo es uno de esos libros miscelánea, una suerte de almanaque en el que se alternan cuentos, microrrelatos, pequeños ensayos y citas literarias con un nexo de unión: las moscas. Sí, las moscas, con su movimiento perpetuo funcionan como leitmotiv de este libro, que se abre diciendo:

Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. (…) Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres.

A partir de aquí, nos vamos a encontrar esos miniensayos y esos cuentos, alternados con citas de la literatura universal (desde Cervantes a, por ejemplo, Pablo Neruda) que prueban que prácticamente todos los autores importantes las han mencionado en alguna ocasión. Pero, claro, esto no es más que una broma, una excusa para hablar, precisamente, de aquellos otros dos temas, el amor y la muerte, con todas sus variantes temáticas, en textos breves, irónicos, humorísticos o lúcidamente pesimistas. En este libro hay cuentos memorables, como “Homenaje a Masoch” o “Las criadas”, pero también textos ensayísticos como “Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges”, “Estatura y poesía” (en el que defiende la teoría de que todos los grandes poetas son bajitos, con la excepción de Julio Cortázar), “Onís es asesino” (que trata sobre los palindromas, esas frases que pueden leerse igual al revés y al derecho, y de los cuales Monterroso confiesa que solo logró componer uno: “Acá, caca”) o, el más divertido, en mi opinión: “Cómo me deshice de quinientos libros”. Todos empujados por ese afán de eficiencia narrativa, de parquedad en la expresión, de rapidez y tendencia al silencio (cuando la palabra no puede mejorarlo).

Y es que Monterroso (guatemalteco, pero exiliado en México) se hizo famoso por eso: su tendencia a la brevedad, al humor inteligente, a la lucidez de las sátiras latinas. Su primer libro, de 1959, se tituló Obras completas (y otros cuentos). Fue ahí donde apareció su cuento más célebre, El dinosaurio, que consta de una sola frase: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Diez años más tarde, apareció La oveja negra y demás fábulas, que era, sorprendentemente, eso: un libro de fábulas, escrito, por cierto, en un español tan exacto que, incluso, un profesor de la UNAM se permitió traducirlo al latín. Hay en ese libro monos que querían ser escritores satíricos, cucarachas soñadoras, moscas que sueñan que son águilas y rayos que caen dos veces en el mismo sitio. Luego, en 1972 publicó el libro que nos ocupa hoy, Movimiento perpetuo. En su bibliografía solo hay una novela, Lo demás es silencio, pero también muy breve y muy poco parecida a lo que entendemos convencionalmente como novela. Y un libro de memorias que es una de las más deliciosas autobiografías que he leído: Los buscadores de oro. LTambién ensayó el diario, en un libro estupendo que ningún aspirante a escritor (pero tampoco ningún buscador de la lucidez literaria) debería perderse: La letra e.

En resumen, entre ensayos, libros de entrevistas y textos narrativos, publicó 11 libros. Y todos muy breves.

Hoy, a casi nueve años de su fallecimiento, la obra de Monterroso continúa siendo relámpago de lucidez, rayo que no cesa de iluminar la realidad desde la ficción, abriendo siempre nuevos senderos en esta última para que podamos continuar intentando sobrevivir entre los absurdos de la primera. Un verdadero clásico.

Monterroso (junto con Arreola, Aub, Cortázar y algunos otros) fue uno de los que pusieron en el mapa literaria a la minificción. Ahora tiene imitadores a mansalva, e imitadores de sus imitadores, esto es: gente que lo imita sin haberlo leído y sin darse cuenta de que está siguiendo los pasos de un verdadero genio. Así que, para esta semana, y, muy especialmente, para esos microrrelatistas neófitos que inundan la red, los programas de radio y de televisión con sus minificciones sin saber lo que es realmente un microrrelato: Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso, disponible, entre otras editoriales, en Punto de Lectura, 156 páginas para leer rápido y pensar (esta vez sí) muy, pero que muy despacio.





Perry, o los rústicos 2.0

20 12 2011

Que a la cabecita de un candidato republicano estadounidense le falte un hervor no es ninguna novedad. Ejemplos hay bastantes a lo largo de la Historia (no es que los demócratas anden muy sobrados de inteligencia, pero suelen tener la suficiente como para disimular sus prejuicios).

Pero de vez en cuando, surge un nuevo héroe (como diría un guionista de cómic) que supera todas las expectativas y demuestra cada vez que abre la boquita lo que ya sabemos todos: que un neoliberal es lo más parecido a un cazurro con un ipad debajo del brazo, una especie de rústico 2.0 (con todos mis respetos para cazurros y rústicos) que no solo no se permite a sí mismo ser feliz, sino que se empeña en que otros no puedan serlo.

Perry señalando la pira donde, al parecer, arderán todos los sodomitas

El botón que sirve de muestra en esta oportunidad es el amigo Rick Perry, Gobernador de Texas, que no solo es homófobo sino que, en lugar de intentar disimularlo, dedicó un spot enterito de su campaña a atacar a los homosexuales que sirven en el Ejército (otra cosa sería preguntarse por la salud mental de quien elige esa carrera, pero ese ya es otro tema, esas son otras preguntas). No contento con airear sus decimonónicos prejuicios, el amigo Perry, contestando a la pregunta de por qué negaba la libertad a quien solo estaba luchando por sus derechos, ha demostrado que la racionalidad se le acaba pronto cuando habla de estos temas, porque se ha retratado diciendo que tiene que ver con su fe, que hay muchos pecados y la homosexualidad es uno de ellos (consultado mi catecismo, son diecisiete, contando con los capitales; no me parecen tantos). Esto es, la fe religiosa de este señor es la que determina sus actitudes políticas. Para decirlo de forma más concreta: una cosa tan íntima, tan personal y tan irracional (pienso en Miguel de Unamuno, pensador cristiano cuya angustia existencial está íntimamente relacionada con la escisión entre la razón y la fe) como las creencias religiosas de este señor es la que determina sus posturas acerca de la mejor forma de gobierno. Todo lo cual me hace pensar que la diferencia entre Rick Perry y, por ejemplo, un Bin Laden cualquiera estriba, principalmente, en sus hábitos de aseo.

Quien había hecho la pregunta a Perry era Rebeca Green, una chica de 14 años, abiertamente bisexual. Ante tal respuesta, concluyó diciendo que nadie debería decir a los demás a quién debe o no amar.

Aún conservo mi capacidad de asombro. Me asombra que aún haya personas (en sociedades que presumen de democráticas) que piensen que el ejercicio de sus libertades consiste en limitar las libertades de los demás. Y me asombra aún más que una adolescente exprese más sabiduría, coherencia e inteligencia que un señor de 61 años, que gobierna el Estado de Texas y que presenta su candidatura a las elecciones primarias. Pero lo que más me asombra es que haya personas que voten a individuos como este, que no son capaces de captar la diferencia entre una constitución y una Biblia.





Noche de la Luz: un paseo literario-musical

20 12 2011

Sí, la crisis seguirá, Rajoy seguirá buscando sus 16 millones y medio (ay, mi cabecita), en Oriente próximo continuarán los desmanes de las bestias con uniforme, puede que Kim Yong-un sea peor que Kim Yong-il y hasta puede que, nuevamente, no te toque el Gordo en la Lotería de Navidad. Además, para colmo de males, hace frío.

Pero este jueves, 22 de diciembre, nos olvidaremos de todo eso durante un rato, con un paseo por la Villa Mariana, lleno de música y literatura. Organizada por la Concejalía de Cultura, la Noche de la luz dará comienzo a las 18:00 horas, en el Convento del Císter y finalizará aproximadamente una hora y media más tarde, en la Casa de la Cultura. Entre uno y otro momento, habrá actuaciones musicales, lectura de cuentos navideños aptos para todos los públicos y alguna que otra sorpresa culinaria. En resumen: un paseo literario-musical por el Casco de Teror a lo largo del cual celebraremos la Navidad, vela en mano, con textos clásicos y melodías populares.

La música correrá a cargo de la Parranda de Teror, los Medianeros de Gran Canaria, Los Paperos, Jacaranda, la Coral Cantabile y el Coro Infantil de la Escuela Municipal de Música de Teror «Candidito». A mí me tocará hacer de guía, leer esos cuentos (algunos serios; otros no tanto) y disfrutar como un enano de esas actuaciones y, por supuesto, de tu compañía.

Así que ya sabes: si este jueves por la tarde andas por Gran Canaria buscando algo que te ayude a  olvidar las malas noticias y, de paso, entrar en calor, acércate por las Medianías, súbete a Teror y acompáñanos en esta Noche de la Luz, un paseo navideño donde habrá diversión y calor humano, que es la mejor forma de combatir el frío.

A las 18:00, en el Convento del Císter.

Las velas las ponemos nosotros.





No sea tonto: ponga un canario en su biblioteca*

15 12 2011

Mi querido amigo /querida amiga:

Usted, que descubrió con ojo avezado el realismo mágico antes que nadie y maneja con facilidad varias generaciones narrativas, no sólo peruanas, argentinas y mexicanas, sino también cubanas, venezolanas, paraguayas, brasileñas.

Usted, persona de hábitos sibaritas, que ha mostrado a sus amigos y amigas las excelencias de escritores de lugares como Armenia, Congo Belga, Albania, Bosnia, Turquía y Eslovaquia.

Usted, lector o lectora perfectamente al día, que ya leía a los autores suecos antes de que llegara Larsson, que ya había asistido a la edificación de los pilares de la tierra antes de que se implantara su marina franquicia catalana y ya sabía de todos los secretos vaticanos antes de que el cine los expusiera al vulgo.

¿Va a dejar pasar la oportunidad de ser el primero o la primera entre los suyos en descubrir el nuevo fenómeno literario periférico? ¿Va a permitir que sea ese compañero de oficina estirado, esa vecina “moderna”, ese cuñado pedante, o esa primita resabiada quienes le descubran a estos nuevos e interesantísimos autores?

Piense que en este mundo global, en el que todo lo excéntrico parece tan céntrico y tan explorado, en el que parecen no quedar ya flores salvajes, existe aún una literatura periférica por descubrir, la cual, sin embargo, resulta intelectualmente asequible a su idioma y su cultura sin dejar de ser un producto genuinamente exótico. Me refiero (si está bien informado, lo habrá adivinado ya), a la literatura canaria.

Repare en las evidentes ventajas: alejamiento de la Metrópoli pero cercanía intelectual; africanidad pero en español; referentes americanos pero giros léxicos mucho más familiares para el lector ibérico; crisol de culturas, pero sin necesidad de viajar a Nueva York (carísimo), en caso de querer visitar el escenario de su novela preferida. Y, en cuanto a la moda sueca, recuerde que los canarios fueron los primeros españoles en plantar su semilla en el frío norte (Muchas veces, en sentido literal. Una demanda colectiva de paternidad en los años ochenta lo demuestra).

Y una vez pensado todo esto, no piense más y ponga a un canario en su biblioteca.

Después podrá hablar de la prosa recia de González Déniz, del rico universo de Antolín Dávila, de los deliciosos bocados narrativos de Dolores Campos-Herrero, de los grises ambientes de González Ascanio y las elegantes ficciones de José Manuel Brito.

Podrá hablar, también, de temas de candente actualidad: del polémico asunto de la memoria histórica, con las novelas de Miguel Ángel Sosa Machín como excusa; del pequeño drama de las anónimas víctimas de la crisis, haciendo lo propio con las de Santiago Gil.

Podrá hacer sonreír a sus amistades con los juegos naif de Juan Carlos de Sancho. O presumir de haber constatado primero que nadie la valía de relatistas y microrrelatistas, como la joven Ángeles Jurado o la todavía más joven Judith Bosch.

Si es amante de intrigas y violencias, tiene varios escritores negros entre los que elegir: algunos autóctonos, como Correa o Ravelo; otros afincados hace años en las Islas, como Lozano o Carlos Álvarez (no confundir con el cantante lírico).

Incluso dispone usted de varios ejemplares de canarios afincados en grandes ciudades, como Sabas Martín o José Carlos Cataño (una de cuyas novelas tiene como ganancia secundaria proporcionar un tema originalísimo de conversación, olvidado entre nosotros desde Leopoldo Azancot: el erotismo y el judaísmo).

Y la poesía… Ah, la poesía. Canarias, por si usted desconoce el dato, es tradicional territorio de poetas. Puede empezar por los más jóvenes: Pedro Flores, Tina Suárez, Federico J. Silva, Alicia Llarena, Verónica García, Silvia Rodríguez (no confundir con el cantautor), Cecilia Domínguez, Marcos Hormiga… Son tantos y tan interesantes que usted podrá hablar de uno cada día sin repetirse en mucho tiempo.

Imagínese en medio de esa reunión social en la que ya hace rato que corren el vino y la cerveza, captando la atención de todos al decir: “Recuerdo un poema de un poeta de Lanzarote que…”. Se convertirá enseguida en el centro de interés de sus potenciales amantes y en la envidia de sus rivales amorosos.

Pero, ya que será el primero o la primera en descubrirlos, aproveche su ventaja. Usted, que cuando apareció Mankell olisqueó enseguida a Sjöwall-Wahlöö, no pierda el tiempo y encuentre cuanto antes a los Millares y los Padorno y los de La Torre, a Arozarena y a Isaac de Vega, a Agustín Espinosa y García Cabrera, a Alonso Quesada y Domingo Rivero.

En esta tarea (puede que algo laboriosa, pero de indudable provecho) podrá ayudarse de utilísimos estudios de Jorge Rodríguez Padrón, Eugenio Padorno, Oswaldo Guerra, Antonio Becerra o Nilo Palenzuela, entre otros, sin olvidar a la decana de los estudiosos de la literatura canaria: doña María Rosa Alonso.

Piense en cómo presumirá de haber llegado antes que nadie a los protagonistas de la nueva ola canaria; en la soltura con la que transmitirá sus conocimientos acerca del mestizaje cultural, de la influencia del paisaje en la poética insular; piense en el asombro que despertará al decir a los neófitos: “Pero si los tenías ahí, ante tus narices: justo enfrente de África. Y no los conocías”.

No espere más. Ponga a un canario en su biblioteca.

Quizá al principio le cueste un poco y tenga que dirigirle la palabra a su librero o librera de confianza, porque tal vez (pequeñas desventajas de ser un pionero) hasta dentro de un tiempo no figuren en mesa de novedades. Mucho menos en supermercados, aeropuertos o en esa cadena de negocios que llevan nombre de maniobra textil (o de gesto insultante, si usted quiere) y apellido de gentilicio británico. Esos sitios, como bien sabe, van siempre en el furgón de cola de la cultura, a remolque de lo que ya otros han descubierto. No sea vulgar. Usted tiene demasiada clase para eso. Acuda a los sitios donde re-al-men-te están los libros y solicite a alguno de los autores mencionados en este aviso (que es también advertencia) o a otros canarios que su librero acaso ya conozca.

Porque sí, ya varios editores (ellos no son tontos) han puesto los ojos en diversos canarios y los han fichado. Y, por otro lado, desde hace tiempo los distribuidores (ellos tampoco son miopes) hacen llegar regularmente a cualquier rincón de España los libros de las editoriales canarias (sí, las hay: alguna tienen incluso luz eléctrica y teléfono).

Así pues, no espere más. Que cuando Babelia o El cultural lleguen, usted lleve ya un buen  rato ahí. Conviértase en un precursor, en un pionero, en un experto. No deje que se le eche encima lo irremediable y le coja despistado lo que ya se veía venir.

No dude un instante más. Ponga a un canario en su biblioteca. Hágalo hoy y enorgullézcase mañana. No sea esta vez de los últimos en enterarse.  Hágalo sin demora. Comparta, además, este mensaje entre personas de su círculo más íntimo. No se lo envíe a todas: sólo a aquellas que lo merecen. Se lo aseguro: se lo agradecerán.

Sin otro particular que comunicarle y esperando que la información proporcionada le sea de utilidad, aprovecha para enviarle un cordial saludo:

Bernardo Betancor

(Becario Adjunto a la Cátedra de Pirobiología y Concatenaciones Diversas de la Universidad de Patafísica de San Expósito).

*Nota para el lector canario: Este texto pertenece a una entrada antigua que, en su momento, tuvo bastante éxito. Ahora, dado que Ceremonias ha renacido de sus cenizas en WordPress tras la desaparición de Canariblogs (plataforma que, al menos los isleños, echaremos de menos). Vuelvo a colgarlo, pensando especialmente, como en la ocasión anterior, en el público peninsular, que también tiene derecho a enterarse de dónde está lo bueno. Lo reproduzco sin añadir ni quitar ni una coma, con todos sus defectos. Por supuesto (y también como la vez anterior), faltan nombres, porque la memoria es injusta y el espacio es limitado. En su momento, por ejemplo, olvidé mencionar a Álamo de la Rosa, a Galloway, a Marcos Arvelo y a Melini. En esta ocasión, omito los de las autoras y autores cuyos títulos han aparecido en los últimos meses: Antonio Cabrera, Javier Hernández, Noel Olivares, Rayco Cruz o Nisa Arce, entre otros. Si uno pretendiera, como mínimo, mencionar a todos aquellos y aquellas que lo merecen, este post sería interminable.





En el limbo de los nombres

13 12 2011

Hoy volví a verlo. Habitualmente, nuestros encuentros —tan casuales como inevitables, tan breves como incómodos— tienen lugar en conciertos al aire libre, ferias de artesanía o fiestas de Carnaval. Esta vez, en cambio, la cosa ocurrió en una librería. Yo ya estaba allí cuando él entró. Me encontraba frente a la estantería donde un libro de Carver se resistía a mi apetito y vi por el rabillo del ojo cómo me descubría, cómo mostraba la eterna sonrisa ante el reconocimiento, cómo alzaba los brazos con gesto afable, dirigiéndose hacia mí para aferrar mi mano con su diestra, mientras con la zurda me palmeaba el hombro. Lo qué pasó, los ya, coño, cuánto tiempo, dieron paso a los cómo estás, los cómo va la cosa, los ya ves, siempre lo mismo ¿y tú?, los sobreviviendo que no es poco, los con la que está cayendo.

Durante un buen rato jugamos a ser esos dos viejos amigos que no somos, a recordar otros amigos comunes que nunca tuvimos y parrandas legendarias que no nos corrimos juntos, a sentir nostalgia de un pasado que jamás existió. Finalmente, la incomodidad impuso sus silencios, buscó excusas para que cada uno pudiera irse libremente a lo suyo: él continuó hacia la sección de novela histórica; yo compré sin ganas ese libro de Carver que me entristecerá como siempre me entristecen todos sus libros. La despedida fue breve: un mero saludo con la mano antes de que yo saliera del establecimiento, dejándolo perdido entre la historia y la ficción.

Antes, tras estos encuentros, me sentía terriblemente mal por no saber cómo se llama mi supuesto amigo, tan supuestamente cordial, tan supuestamente contento de haberme encontrado en medio de los océanos del azar; ahora ya no experimento esa sensación, porque estoy absolutamente seguro de que él tampoco recuerda mi nombre.

Los dos, a fin de cuentas, somos lo mismo: hipócritas bienintencionados que evitan darle un disgusto a alguien a quien ni siquiera conocen, como si eso fuera algo parecido a estrangular a un gatito, a abofetear a un anciano, a escupir en el pan.








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