Hoy volví a verlo. Habitualmente, nuestros encuentros —tan casuales como inevitables, tan breves como incómodos— tienen lugar en conciertos al aire libre, ferias de artesanía o fiestas de Carnaval. Esta vez, en cambio, la cosa ocurrió en una librería. Yo ya estaba allí cuando él entró. Me encontraba frente a la estantería donde un libro de Carver se resistía a mi apetito y vi por el rabillo del ojo cómo me descubría, cómo mostraba la eterna sonrisa ante el reconocimiento, cómo alzaba los brazos con gesto afable, dirigiéndose hacia mí para aferrar mi mano con su diestra, mientras con la zurda me palmeaba el hombro. Lo qué pasó, los ya, coño, cuánto tiempo, dieron paso a los cómo estás, los cómo va la cosa, los ya ves, siempre lo mismo ¿y tú?, los sobreviviendo que no es poco, los con la que está cayendo.
Durante un buen rato jugamos a ser esos dos viejos amigos que no somos, a recordar otros amigos comunes que nunca tuvimos y parrandas legendarias que no nos corrimos juntos, a sentir nostalgia de un pasado que jamás existió. Finalmente, la incomodidad impuso sus silencios, buscó excusas para que cada uno pudiera irse libremente a lo suyo: él continuó hacia la sección de novela histórica; yo compré sin ganas ese libro de Carver que me entristecerá como siempre me entristecen todos sus libros. La despedida fue breve: un mero saludo con la mano antes de que yo saliera del establecimiento, dejándolo perdido entre la historia y la ficción.
Antes, tras estos encuentros, me sentía terriblemente mal por no saber cómo se llama mi supuesto amigo, tan supuestamente cordial, tan supuestamente contento de haberme encontrado en medio de los océanos del azar; ahora ya no experimento esa sensación, porque estoy absolutamente seguro de que él tampoco recuerda mi nombre.
Los dos, a fin de cuentas, somos lo mismo: hipócritas bienintencionados que evitan darle un disgusto a alguien a quien ni siquiera conocen, como si eso fuera algo parecido a estrangular a un gatito, a abofetear a un anciano, a escupir en el pan.
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