Soñar con Dickens

7 02 2012

Lo que sigue no es ficción, pero lo escribo desde el mismo asombro que invade al personaje de un cuento fantástico y preguntándome si acaso Cortázar tenía razón y son ciertos esos azares, esa invasión de la magia en los hechos cotidianos que hacen que la realidad se vuelva del revés (o, más bien, ponga las cosas en su sitio).

Lo cierto es que anoche tuve un sueño agradable. Mi pareja, que es más joven y preparada que yo, y, por tanto, domina el inglés perfectamente (yo lo leo a duras penas y lo hablo como si masticara cristales molidos), hacía en público una lectura de A Tale of Two Cities. Se da la circunstancia de que leía directamente un ejemplar que es de mi propiedad, una edición de Chapman & Hall, Ld., de 1895, con ilustraciones de Phiz, un volumen querido que me fue obsequiado por Ginés Cedrés hace unos meses.

Eso no tiene nada de especial. Suelo soñar frecuentemente con que mi pareja hace cosas hermosas  (en mis sueños, ella remonta cometas, descubre remedios para pandemias o cuida a cachorritos; siempre hace cosas de esas que salvan el mundo). Lo extraño, lo fabuloso, lo que me hace dudar de que no haya babas del diablo que forman una tela de araña a lo largo y ancho del tiempo y el espacio, es que, después de soñarla leyendo aquello de «Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos…» (en mi sueño debía de ser algo así como It was the best of times, it was the worst of times…), me he sentado al ordenador con mi café matinal y los amigos de la red se han encargado de informarme de que precisamente hoy es el bicentenario de Dickens.

Justamente en las últimas fiestas estuvimos hablando sobre él y su universo, a propósito de Canción de Navidad, y yo presumí ante ella de mi ejemplar ilustrado por Lisbeth Zwerger y se lo mostré, contándole que quizá Dickens no era el más genial de los escritores, que en su momento se le criticó por su sentimentalismo y su tendencia a los estereotipos y que, sin embargo, su imaginario continuaba vigente y nos seguía interesando, emocionando y aun fascinando. Hablamos de cómo lo leía Derek Jacobi en Más allá de la vida (película que yo amo y que a ella le produce somnolencia), de la extracción social de Dickens, de su autodidactismo, su ironía y su eficiencia narrativa, de cómo supo escribir las obras que el público deseaba leer, pero también de cómo sus ficciones constantemente denunciaban la explotación infantil, el hambre y los privilegios de los poderosos, hallando siempre, sin embargo, algo bueno en el fondo del ser humano, algo que había que cuidar y hacer crecer para que el mundo fuera un poco menos injusto.

Hoy, al margen de sus grandes obras (también sueño a veces con Oliver Twist pidiendo más gachas), guardo un recuerdo pequeño, pero cariñoso, para los cuentos que firmó como «Boz«. Aún los conservo, en un viejo ejemplar de la Colección Austral. Creo que fue lo primero de Dickens que leí (también fueron, al parecer, de los primeros cuentos que publicó) y lo hice en una pequeña casa del barrio proletario en el que me crié, cuando a los 12 o 13 años ya estaba comenzando a descubrir que la literatura no puede salvarnos del hambre, pero nos protege del frío.








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