Sobre mi mesa hay un ejemplar de La civilización del espectáculo (Madrid, Alfaguara, 2012), el nuevo y exitoso ensayo de Mario Vargas Llosa (agotó dos ediciones en solo un mes).
Por supuesto, Mario Vargas Llosa no necesita presentación. Es un novelista excelente, uno de los últimos representantes vivos de una importantísima e innovadora generación de autores, muchos de ellos imprescindibles, que revolucionaron la narrativa contemporánea. Ningún lector podrá olvidar fácilmente Conversación en la catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor o La ciudad y los perros, cuyo cincuentenario, por cierto, acaba de conmemorar la Real Academia Española con una edición exquisita, donde el texto revisado por el autor se hace acompañar por estupendos estudios de José María Valverde y Víctor García de la Concha, entre otros (un buen amigo acaba de regalarme ese libro, que viene a reemplazar a mi viejo ejemplar de Seix Barral, extraviado en alguna de mis muchas mudanzas). Su palmarés es extenso y, posiblemente, inigualable: Premio Cervantes, Premio Príncipe de Asturias, Grinzane Cavour y, sobre todo, Premio Nobel de Literatura. Sus seguidores y lectores (no siempre coinciden ambas condiciones en las mismas personas, ya que, además, se trata de una figura muy mediática, que despierta filias y fobias a cada entrevista) son legión.

En La civilización del espectáculo, Vargas Llosa parte de la inquietante idea de que la cultura está a punto de desaparecer y sostiene la tesis fundamental de que la democratización de la cultura, con la consecuente desactivación o desaparición de la elite cultural, supondrá el fin de la cultura (en el sentido en que él la entiende, añade el autor, con una frecuencia que hace que esa frase se me antoje un escudo).
Habla Vargas Llosa de algunos de los males de la cultura contemporánea: la desaparición del rigor crítico, la frivolización del arte, la identificación entre precio y valor de los productos culturales, propia de las sociedad capitalista (que, sin embargo, defiende a ultranza). Suscribo punto por punto su preocupación en torno a esos asuntos. De hecho, recuerdo haber atacado, por ejemplo, el ready made de Marcel Duchamp en los mismos términos que Vargas Llosa. Eso sí, no por escrito, sino en largas polémicas adobadas por la conversación de algunos amigos y la presencia persistente del alcohol, siempre en ese ámbito de intimidad en el cual puede arrojarse cualquier reflexión, por arbitraria que fuese.

Y esa es la fuente de la mayor parte de las deficiencias que el lector informado no podrá obviar en La civilización del espectáculo: la arbitrariedad. Claro está, nadie pretenderá objetividad por parte de un autor; ahí está esa verdad de Perogrullo que ya argüía Gracián: el autor es un sujeto y, por tanto, está condenado a ser subjetivo. Sin embargo, siempre he pensado que todo ensayista está obligado a la persecución (al menos como ideal), de cierto rigor, de cierta seriedad en su argumentación, jugando limpiamente a ese juego de la reflexión en la partida que juega con su inevitable lector.
Para empezar, en su ensayo, para fijar la noción de “cultura” sobre la cual reflexionará, Vargas Llosa parte de una bibliografía que confronta a T. S. Eliot, George Steiner, Guy Debord, Lipovetski-Serroy y, por último, Frédéric Martel, que firmó el polémico Cultura Mainstream (texto que, dado el catálogo de banalidades que presenta, sospecho será muy útil a quien quiera escribir un ensayo contra y no sobre el estado actual de la cultura). Como lector, detecto ausencias notables en esa bibliografía (en el caso de que se busque algo de seriedad y rigor en la investigación). De entre ellas, para no cansar al lector con una nómina de textos canónicos, me referiré solamente a una sorprendente: la de El mito de la cultura, del profesor Gustavo Bueno; libro que no ha pasado precisamente desapercibido y autor de quien no se puede decir que sea poco conocido. Una ausencia notable por cuanto, en algunas ocasiones, las tesis de Bueno le hubieran resultado útiles a Vargas Llosa como apoyo a sus argumentos.

En general, La civilización del espectáculo supone una decidida vindicación de lo que el autor entiende por “cultura tradicional”, en la cual la alta cultura es custodiada por una exclusiva y reducida elite, mientras que el resto de la ciudadanía, incapaz de valorar apropiadamente los productos de aquella, se conformará con el consumo de una llamada “cultura popular”. Según esta imagen estratificada del hecho cultural, los verdaderos productos de la alta cultura son los que esa elite atesora herméticamente; de hecho, la difusión masiva de estos, su consumo por parte del pueblo, incapaz de disfrutar realmente de ellos, acabará anulando sus condiciones de posibilidad. Anclado en su optimismo con respecto a la democracia liberal, Vargas Llosa sortea los problemas de clase, sosteniendo que esa elite viene “conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada” (ob. cit., p. 73). Obviaré este aspecto de la cuestión (sobre el que cualquier sociólogo o, incluso, un trabajador social, un maestro o un profesor de instituto podrían orientar a nuestro autor mejor que yo) y pasaré a otros, acaso, menos ideológicos: la escasa perspectiva histórica y la forma en que se hurta en la argumentación de Vargas el mecanismo de constante y mutua retroalimentación de ambos ámbitos (siguiendo a Vargas, he estado a punto de denominarlos “estamentos”) de la cultura.
Empezando por ese último, parece ignorar el autor la interrelación entre el canon y lo popular: muchos productos y géneros artísticos y literarios de raíz popular pasan, si sus méritos y el tiempo (ese juez implacable) lo permiten a formar parte del canon. Si, siguiendo al autor de La casa verde, todo producto cultural de origen popular resulta espurio, indigno de la alta cultura, ¿qué habríamos de hacer con el romancero, con la novela picaresca, con Shakespeare, con Rabelais, con el propio Cervantes o con las obras de Víctor Hugo, de Galdós, con la novela del XIX en general, que, o bien nacieron del pueblo o se convirtieron rápidamente en productos culturales de gran consumo por parte del pueblo en su momento? Podría argüirse que lo que se entendía por “consumo masivo” en la Edad Media, el Renacimiento o el Siglo XIX no es lo mismo que entendemos hoy; cuestión cuantitativa, en mi opinión, pero no de proporciones.
Y, al mismo tiempo que los productos culturales que tienen que ver con lo popular pasan, si lo merecen, a formar parte de ese canon que la elite intelectual acepta como válido, muchas de las manifestaciones de la alta cultura pueden pasar perfectamente a convertirse en productos de consumo masivo, sin que por ello pierdan ni un ápice de su validez. Creer lo contrario se me antoja una directa incursión en el territorio del mito, ese pantano fabuloso donde uno podría llegar a pensar, por ejemplo, que las letras de un ejemplar de La peste se borrarán si un camionero intenta leerlos o que mi nuevo y flamante ejemplar de La ciudad y los perros se convertirá en un montón de cenizas si se lo presto a mi vecina, cajera de un supermercado.
Los sentidos de una obra literaria o artística no son unívocos (Gadamer dixit) y sus distintos niveles de significado podrán ser aprehendidos en diferentes grados dependiendo de su lector o espectador, pero eso no invalida la pertinencia de la posibilidad de acercarlas a la ciudadanía; es más, las consecuencias de ese acercamiento son, en general, socialmente benéficas y ello contribuye a la “formación del espíritu” (que a Vargas tanto parece preocuparle) de forma, en mi opinión, bastante más eficaz y razonable que la religión, tal y como él propone. Nunca ha sido nociva la difusión de la cultura, salvo para quienes intentaban proteger sus privilegios de clase.
En cuanto a la perspectiva histórica (o la inexistencia de ella en La civilización del espectáculo) bastará con recordar las invectivas en contra de la aparición del cinematógrafo, de la fotografía o de la invención del tipo móvil. Se me ocurre, por ejemplo, que a los copistas que habían dedicado su vida a transcribir el saber de su época, de forma esforzada y artesanal, no debió de sentarles demasiado bien la popularización de la imprenta. Análogamente, en las páginas finales, Vargas Llosa muestra su desorientación acerca de la tecnología del libro digital, tomando como punto de partida un artículo (todo hay que decirlo: demasiado optimista) de Jorge Volpi.
Pero no acaban aquí los aspectos problemáticos de La civilización del espectáculo. Por el contrario, este ensayo presenta serios defectos formales desde el punto de vista de la argumentación. Y un defecto formal, en ese terreno, evidencia la debilidad del fondo. Entre otras cosas, Vargas utiliza con frecuencia la generalización apresurada: como algunos blogueros manejan mal la sintaxis, todos lo harán; como los blockbusters son de baja calidad, todo el cine actual es de baja calidad; como la educación sexual hace que se pierda el “misterio” en torno al sexo, los jóvenes se sentirán inducidos (conclusión sorprendente) “a buscar el placer en otra parte, probablemente en el alcohol, la violencia y las drogas”, (ob. cit., p. 116). También hace, en algunos pasajes, una presentación grotesca de las ideas que critica. Esto resulta muy llamativo en el capítulo que dedica a los filósofos de la posmodernidad, Deleuze, Guattari o Foucault, a quienes ataca apoyándose en Gertrude Himmelfarb (¿?) y, en el caso del autor de Las palabras y las cosas, utilizando, en algún momento, un argumento ad hominem de muy mal gusto, en mi opinión.
No profundizaré (este texto ya es suficientemente largo) en otros problemas del ensayo en cuestión, como, sin ir más lejos, su etnocentrismo, que se evidencia (para muestra, basta con un botón) en la doble vara de medir que utiliza para referirse a las relaciones entre religión y educación, asunto en el cual el autor opina (muy razonablemente, creo) que el velo islámico no tiene cabida en la escuela laica, para, casi al mismo tiempo, hacer una defensa de la obligatoriedad (por motivos culturales, arguye) de la religión como asignatura en esa misma escuela laica.
Tampoco traeré aquí a colación la evidente paradoja de este ataque furibundo a la cultura masiva por parte de alguien que forma parte evidente del fenómeno, en su calidad de autor tremendamente popular y cuyos artículos periodísticos y declaraciones a los mass media surcan, fulgurantes, todos los cables de fibra óptica que atraviesan el mundo. Ni haré notar que apelar a la tradición supone la mera remisión a un mito como criterio de validez. Ni siquiera diré que alguien de la altura intelectual de Vargas Llosa debería entender que la existencia de una cultura de masas (siempre las hubo, solo que con otros soportes tecnológicos) no excluye la posibilidad de la existencia de una elite cultural (también las hubo siempre; también él mismo forma parte de la actual). En ese sentido, el maestro puede estar tranquilo: la cultura cambiará de soportes, pero continuará existiendo, porque nuestro ámbito de existencia, como individuos y como especie, no puede prescindir de ese animal monstruosamente complejo que es nuestro universo simbólico.
Lo que haré, simplemente, en cuanto acabe esta entrada (desacostumbradamente larga), será reflexionar sobre cómo podría explicar a un grupo de internos de un centro penitenciario o a un aula de estudiantes de enseñanza media en claro riesgo de exclusión social, ávidos de acercarse a la literatura y a la cultura (acaso porque las emociones que estas despiertan en ellos pueden salvarles como seres humanos) que es peligroso para la cultura que sus productos sean divulgados masivamente; que estos solo tienen sentido si existen para el consumo de unos pocos, entre los cuales, supongo, ellos no tienen derecho a contarse.
PS: Por aquello de que lo urgente se impone a lo importante, no había leído, antes de escribir esta entrada, la reseña que escribió sobre el mismo libro el amigo Rubén Benítez Florido. Hoy, tras hacerlo, añado aquí el enlace, para quien quiera contrastar el mío con otro punto de vista, costumbre generalmente sana.
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