Aunque en público he declarado en alguna ocasión que un filólogo es a un escritor lo que un ginecólogo a un buen amante –opinión que ha provocado la irritación de más de un miope bienpensante que no ha captado la broma–, quienes me conocen bien saben que nunca he menospreciado la importancia de esa disciplina. Por eso a nadie le extañará que muchos de mis mejores amigos sean filólogos (algunos de ellos son, además, escritores), con quienes comparto afinidades y aversiones, gustos y disgustos.
Uno de estos amigos, acaso el más íntimo, se va mañana de este país. Se formó en profundidad, con un esfuerzo y una dedicación que para sí quisieran muchos de los que tanto defienden la cultura de la meritocracia; trabajó mucho tiempo como investigador y profesor; se doctoró con una impecable tesis doctoral, de esas que sí son útiles para los lectores, porque supuso la visibilización de la obra de un autor que es pieza clave de nuestra tradición literaria; emprendió o participó en multitud de proyectos editoriales y literarios, tan eficaces como fecundos; divulgó y defendió nuestra tradición literaria (la canaria) en lugares como México, Portugal, República Dominicana o China y, en nuestro ámbito, ayudó a divulgar a autores canarios imprescindibles que el canon ha ninguneado injustamente.
Sin embargo, ante la imposibilidad de desarrollar aquí su trabajo con dignidad, mi amigo ha decidido que ya no puede continuar. Toma otro rumbo. Se va, no porque sea especialmente aventurero o porque quiera ver mundo, sino porque no le queda otra. En definitiva, se va a otra universidad, en otro país cuyas autoridades sí creen que otro mundo es posible.
No es el único caso que conozco. Por poner otro ejemplo inmediato, otra buena amiga también se va definitivamente. Ella es más joven, pero de expediente igualmente brillante, también doctorada con una tesis interesante y útil, pero se cansó hace tiempo de no encontrar trabajo en su campo en este país en el que se formó y ha sido acogida por otra universidad de otro país que sí la valora.
Escribo esto con dolor e indignación. Dolor porque se alejan dos buenos amigos. Indignación porque son dos casos más (y conozco muchos) de profesionales de valía que se ven condenados a marcharse.
Últimamente se habla mucho (y con razón) de la fuga de cerebros. Nuestros investigadores, nuestros ingenieros, nuestros arquitectos, nuestros médicos se van. Se nota menos, porque ellos no crean tecnología, no diseñan edificios, no descubren adelantos científicos, no curan enfermedades físicas, pero también se van nuestros filósofos, nuestros humanistas, nuestros filólogos. Se nota menos ahora. En el futuro sí se notará, porque las carencias y las enfermedades espirituales tardan más tiempo en evidenciarse, aunque sus defectos sean devastadores para cualquier sociedad.
Por supuesto, me alegro de que esos profesionales, educados en un sistema imperfecto, aunque razonable, encuentren al menos en el extranjero, empresas y universidades que les valoren como se merecen. Pero me entristece este país que pierde capital humano gota a gota, día a día, ante el beneplácito de unas autoridades que no solo no ofrecen otra posibilidad a quienes podrían suponer un oasis de futuro en medio de estos momentos dramáticos, sino que, incluso, parecen animarles a hacerlo, hablando de flexibilidad o aconsejándoles, sin ningún pudor, que tomen, como nuestros abuelos, la maleta.
Me alegro por ellos, repito, pero lo lamento por esta sociedad que ya no volverá a conocer otra generación como esta (ya que se dispone a hacer desaparecer el sistema educativo que la posibilitó).
Si examino la historia de este país, solo se me ocurre un momento me recuerda a este: el éxodo de intelectuales que huían de la Guerra Civil y de la dictadura franquista. Antes de que algún iluminado comience a llamarme demagogo, advertiré que, por supuesto, soy perfectamente consciente de que ahora mismo en este país no hay una guerra ni nada que se le parezca; que lo que hay es una crisis económica (dramática, brutal y muy peligrosa, ya que está siendo aprovechada para recortar nuestros derechos y libertades) pero , en el fondo, el resultado para nuestra sociedad es el mismo: muchas mentes brillantes se van y se llevan en sus maletas aquello que el día de mañana seguramente nos hará falta y no tendremos.
Me produce una inmensa lástima que mis amigos tengan que partir. Pero aún más lástima me produce este país.