El nuevo exilio

24 07 2012

Aunque en público he declarado en alguna ocasión que un filólogo es a un escritor lo que un ginecólogo a un buen amante –opinión que ha provocado la irritación de más de un miope bienpensante que no ha captado la broma–, quienes me conocen bien saben que nunca he menospreciado la importancia de esa disciplina. Por eso a nadie le extañará que muchos de mis mejores amigos sean filólogos (algunos de ellos son, además, escritores), con quienes comparto afinidades y aversiones, gustos y disgustos.

Uno de estos amigos, acaso el más íntimo, se va mañana de este país. Se formó en profundidad, con un esfuerzo y una dedicación que para sí quisieran muchos de los que tanto defienden la cultura de la meritocracia; trabajó mucho tiempo como investigador y profesor; se doctoró con una impecable tesis doctoral, de esas que sí son útiles para los lectores, porque supuso la visibilización de la obra de un autor que es pieza clave de nuestra tradición literaria; emprendió o participó en multitud de proyectos editoriales y literarios, tan eficaces como fecundos; divulgó y defendió nuestra tradición literaria (la canaria) en lugares como México, Portugal, República Dominicana o China y, en nuestro ámbito, ayudó a divulgar a autores canarios imprescindibles que el canon ha ninguneado injustamente.

Sin embargo, ante la imposibilidad de desarrollar aquí su trabajo con dignidad, mi amigo ha decidido que ya no puede continuar. Toma otro rumbo. Se va, no porque sea especialmente aventurero o porque quiera ver mundo, sino porque no le queda otra. En definitiva, se va a otra universidad, en otro país cuyas autoridades sí creen que otro mundo es posible.

No es el único caso que conozco. Por poner otro ejemplo inmediato, otra buena amiga también se va definitivamente. Ella es más joven, pero de expediente igualmente brillante, también doctorada con una tesis interesante y útil, pero se cansó hace tiempo de no encontrar trabajo en su campo en este país en el que se formó y ha sido acogida por otra universidad de otro país que sí la valora.

Escribo esto con dolor e indignación. Dolor porque se alejan dos buenos amigos. Indignación porque son dos casos más (y conozco muchos) de profesionales de valía que se ven condenados a marcharse.

Últimamente se habla mucho (y con razón) de la fuga de cerebros. Nuestros investigadores,  nuestros ingenieros, nuestros arquitectos, nuestros médicos se van. Se nota menos, porque ellos no crean tecnología, no diseñan edificios, no descubren adelantos científicos, no curan enfermedades físicas, pero también se van nuestros filósofos, nuestros humanistas, nuestros filólogos. Se nota menos ahora. En el futuro sí se notará, porque las carencias y las enfermedades espirituales tardan más tiempo en evidenciarse, aunque sus defectos sean devastadores para cualquier sociedad.

Por supuesto, me alegro de que esos profesionales, educados en un sistema imperfecto, aunque razonable, encuentren al menos en el extranjero, empresas y universidades que les valoren como se merecen. Pero me entristece este país que pierde capital humano gota a gota, día a día, ante el beneplácito de unas autoridades que no solo no ofrecen otra posibilidad a quienes podrían suponer un oasis de futuro en medio de estos momentos dramáticos, sino que, incluso, parecen animarles a hacerlo, hablando de flexibilidad o aconsejándoles, sin ningún pudor, que tomen, como nuestros abuelos, la maleta.

Me alegro por ellos, repito, pero lo lamento por esta sociedad que ya no volverá a conocer otra generación como esta (ya que se dispone a hacer desaparecer el sistema educativo que la posibilitó).

Si examino la historia de este país, solo se me ocurre un momento me recuerda a este: el éxodo de intelectuales que huían de la Guerra Civil y de la dictadura franquista. Antes de que algún iluminado comience a llamarme demagogo, advertiré que, por supuesto, soy perfectamente consciente de que ahora mismo en este país no hay una guerra ni nada que se le parezca; que lo que hay es una crisis económica (dramática, brutal y muy peligrosa, ya que está siendo aprovechada para recortar nuestros derechos y libertades) pero , en el fondo, el resultado para nuestra sociedad es el mismo: muchas mentes brillantes se van y se llevan en sus maletas aquello que el día de mañana seguramente nos hará falta y no tendremos.

Me produce una inmensa lástima que mis amigos tengan que partir. Pero aún más lástima me produce este país.





Zazie, Queneau, el verano

20 07 2012

Ya empieza el verano y apetece leer libros divertidos, de esos que podemos llevarnos a la playa y disfrutar como si fuéramos niños chicos. Así que hoy te traigo una virguería escrita en 1959: Zazie en el metro, de Raymond Queneau, una de las novelas más delirantes, golfas y divertidas que he leído, llena de absurdo, surrealismo y juegos de conceptos y de lenguaje. Quizá por esto último, porque juega muchísimo con la lengua (en este caso la francesa), pocos se han atrevido a traducirla. De hecho, la traducción que te traigo hoy, la que publica Marbot Ediciones, contiene la que hizo Sánchez Dragó en 1978.

Zazie en el metro, de Raymond Queneau, Barcelona, Marbot Ediciones, 211 páginas.

El argumento es el siguiente: Zazie viene a París a pasar el fin de semana con su tío Gabriel, mientras su madre se va a pasarlo con su “maromo”. Ocurre que Zazie no es una niña cualquiera. Para empezar, es completamente ingobernable. Y, en segundo lugar, viene empeñada en viajar en metro y comprarse unos bluyins en el Mercado de las Pulgas. Lo que ocurre es que hay una huelga en el metro y la pequeña rebelde se escapará a cada momento, haciendo que Gabriel, su mujer y sus amigos se pasen casi todo el tiempo persiguiéndola por París, donde Zazie se meterá en muchísimos líos. Llena de personajes y situaciones delirantes (un momento magnífico es ese en el que Zazie descubre que su tío Gabriel, un hombretón descomunal, se pinta las uñas antes de ir al trabajo), y de diálogos que nos hacen soltar la carcajada, sobre todo cuando Zazie, que gasta un desparpajo y una malcriadez a prueba de colegio de monjas, se dedica a hacer preguntas incómodas y a resaltar el absurdo de las cosas cotidianas que a los adultos les parecen normales, con una muletilla recurrente como respuesta: “me la suda”. Una novela deliciosa políticamente incorrecta; aunque el personaje central sea una niña, no se trata de un libro precisamente infantil; yo lo recomendaría para lectores mayores de quince años.

De Raymond Queneau ya hemos hablado, por sus Ejercicios de estilo, donde demostraba su maestría contando la misma historia de 99 formas diferentes. Nació en 1903 y falleció en 1976 y su biografía es la de los movimientos más interesantes del Siglo XX francés: formó parte del movimiento surrealista y de esa golfada genial que es la Patafísica, fue director de la Enciclopedia de la Pléiade y fundador del Taller de Literatura Experimental, la Oulipo, vinculada a autores como Georges Perec.

Zazie en el metro es un libro muy célebre: en Francia se vendió como rosquillas en los años 60 y se sigue leyendo mucho hoy por cualquiera que tenga su biblioteca bien amueblada. Dio pie a la primera película de Louis Malle, bastante floja, por desgracia, porque no logró captar los múltiples gags y los juegos conceptuales que hay en el libro, intentando sustituirlos por un slapstick y un humor blanco que no funcionan y la hacen eterna. Pero, al fin y al cabo, era su primera película y Zazie en el metro es, al fin y al cabo, una de esas obras maestras que es muy difícil adaptar.

Así pues, para esta semana en que necesitamos tanto reírnos, te propongo viajar a París en ese caluroso verano en el que los metros hacen huelga, con Zazie, con Gabriel, con Marceline, con su amigo taxista y todos los personajes deliciosos que les rodean en esta novela absurda, tierna y divertidísima: Zazie en el metro, de Raymond Queneau, que ha vuelto a editar ahora Marbot Ediciones (con frescas ilustraciones de Miguel Gallardo y el añadido de algunos pasajes descartados de las primeras versiones, traducidos por Ramón Vilà Vernis), 211 páginas de literatura brillante, deliciosa e imprescindible para leer a carcajada limpia.





Tú dirás lo que quieras

19 07 2012

Puedes decir que no va a servir de nada, que va a dar igual. Puedes decir que los funcionarios no funcionan, que los sindicatos solo miran por los intereses de los suyos o preguntar dónde estaban cuando tú estabas en las barricadas, corriendo delante de los grises o los marrón. Puedes decir que es cosa de perroflautas, que siempre es lo mismo, que alguien sacará rédito de los esfuerzos de los ilusos que vayan hoy; hacer preguntas capciosas (¿Y después, qué?), llamar desinformados e ignorantes a quienes apoyen esta movilización o pensar que se trata de unos pobres infelices.

Puedes pensar (hay muchos que aún lo piensan) que la culpa es solo de Zapatero, que los anteriores gobiernos dejaron llenas las arcas, saneada la economía, el Estado en perfecto orden; también puedes pensar que la culpa es solo de Merkel, de los mercados, del inmenso Leviathán del sistema, que por su culpa nos hacen esta trastada, sin preguntarte quién le permite que nos la haga.

Puedes escribir (mañana, pasado, hoy mismo) tu columna, dándotelas de entendido en politología, en economía o en historia, desenvolviendo un discurso que combine la Realpolitik con la falacia, defendiendo la le-ga-li-dad, la de-mo-cra-cia, cuidándote mucho de mencionar que las leyes siempre van por detrás de la sociedad y que lo que tú llamas democracia no es más que la democracia liberal, una de sus modalidades (hay otras, pero mejor ignorarlo), y que ese adjetivo tiene más que ver con el capitalismo que con el libertarismo. De hecho, en esa misma columna, podrás adoptar esa actitud de pirrónico desencantado, de progresista convertido en escéptico, de lúcido analista certero y apolítico que te ha hecho célebre entre los lectores de tu periódico.

Puedes hacer todas esas cosas y algunas más: burlarte del rojerío, soltar, poniendo cara de entendido, que «el caso de España no es el de Islandia» (en estos asuntos, creo, el tamaño no es tan importante como la identidad de los depredadores), argumentar que «hemos vivido por encima de nuestras posibilidades» (aunque yo diría que nos han estafado por encima de nuestras posibilidades), que el partido gobernante está legitimado para tomar medidas (aunque estas supongan vender el Estado que deben gobernar y hacer desaparecer los derechos, que no privilegios, de aquellos en quienes reside realmente la soberanía), o actualizar ciertos mitos: el parado vago, el funcionario que se pasa la vida tomando café, los intelectuales y artistas que viven de subvenciones, los estudiantes incompetentes que este país no se puede permitir o el gasto excesivo que supone «mantener» a todos esos que, por lo visto, viven de la sopa boba.

Puedes hacer todo esto. Tienes todo el derecho del mundo a hacerlo. Puede que hasta tengas la obligación, porque hay que ganarse el sueldo, los parabienes, las invitaciones a cenas y todas las demás prebendas que, si eres listo, obtienes. El amo, ya se sabe, es poderoso y puede ofenderse si no le sirves bien.

Lo que no puedes impedir es que hoy, 19 de julio de 2012, gran parte de la ciudadanía de este país salga a la calle para protestar por unas medidas injustas, por el saqueo de este país y el desmoronamiento de un Estado (tú dirás «del bienestar», porque para eso sí tienes adjetivos; yo lo llamo Estado) que varias generaciones se esforzaron por construir y defender y el cual desean que puedan disfrutar también sus hijos.





Entre Rajoy y Thoureau

13 07 2012

Ya es oficial: ha llegado la troica (cambia uno de los tres cerditos, pero el olor a porqueriza es el mismo), el partido que consiguió su mayoría absoluta beneficiándose del malestar de los ciudadanos ante los recortes en el Estado del Bienestar la utiliza como si tuviera el poder de una Junta Militar para acabar con todos los derechos que esa misma ciudadanía ha ido conquistando a lo largo de décadas de paciencia, traicionando a quienes le votaron (los pensionistas cuyos derechos pisotean, los parados que confiaban en que un cambio sería positivo para su situación, los pequeños y medianos empresarios que no podrán “absorber” el IVA en el precio de sus productos, como hace el Tío Amancio), incumpliendo, por tanto, punto por punto, el programa que lo llevó al poder y llamando reforma a la contrarreforma, incentivo a la asfixia, solidaridad a la caridad, incompetencia al dolor. Solo quien no sabe lo que es intentar sobrevivir con quinientos euros al mes y rezar para que surja algún trabajo que hacer antes de que esa limosna se acabe, es capaz de aplaudir cuando se anuncia la reducción del subsidio por desempleo a partir del sexto mes. Ha levantado, por cierto, un gran revuelo Andrea Fabra, con su “que se jodan”, que solo puede surgir, en esa situación, de alguien que ya nació con el riñón bien cubierto y cuya sospechosa progenie colecciona billetes de lotería premiados. Pero quizá Fabra es solo una anécdota, una cifra más de la prepotencia, del absoluto desinterés por el bienestar de aquellas personas que le proporcionaron su escaño con sus votos.

Quienes deberían oponerse a esta elite de la ignominia no son mucho mejores que ellos. Quizá podría decirse que incluso forman parte de ella. El discurso del líder de la oposición en esa misma sesión parlamentaria en la que se anunciaba el finiquito al estado social fue tan cariñoso con el presidente del Gobierno que llegué a temer que un violinista atacara un vals mientras ambos danzaban en la cámara.

España ha perdido su soberanía. Los artífices de este desmoronamiento del Estado han sido, precisamente, aquellos que han presumido siempre de su soberanismo, de su patriotismo. Ahora han demostrado que su soberanismo solo era soberbia, que su patriotismo no era más que patrioterismo.

Los hombres y mujeres de gris (o de azul o de magenta o de cualquier otro color que sirva para representar la indiferencia ante el sufrimiento ajeno) se defienden diciendo que ellos no tienen la culpa, que han heredado esta situación (situación que ellos mismos originaron en su anterior etapa alternante en el Gobierno, cuando comenzaron a vender la administración al mejor postor, mientras nos metían en guerras que no eran las nuestras y alimentaban esa burbuja que hace ya un par de años que estalló en la cara de todos), que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades (supongo que se referirán a las obras faraónicas de sus administraciones territoriales, porque no noté nunca esa actitud en mi casa o en las de mis vecinos), que las entidades financieras les habían engañado (cosa difícil de creer, porque esas entidades fueron dirigidas por algunos correligionarios suyos) o, en suma, que estamos mal acostumbrados, que es necesario recortar privilegios. Por supuesto, lo que ellos llaman Estado del Bienestar, otros lo llamamos, simplemente, Estado; lo que ellos llaman privilegios, otros (los que hemos trabajado como burros y cotizado religiosamente, sin hacer trampas ni guardar dinero debajo del colchón de paraísos fiscales), lo llamamos, simplemente, derechos.

Otra de sus líneas de defensa consiste en tildar de demagogo a todo aquel que señala sus injusticias, sus contradicciones, mientras ellos mismos practican la demagogia con profusión, declarando que también se quedarán sin paga extra de Navidad (como si no supiéramos todos lo que cobran), o intentando resucitar a los hombres del saco de la democracia, verbigracia, el terrorismo de ETA, sobre la cual no paran de hablar últimamente en un patético intento de crear una cortina de humo que caiga sobre todo y todos, cohesionando a la ciudadanía frente a un enemigo que no sean ellos.

El bloqueo informativo, por otra parte, adquiere alarmantes tintes orwellianos. Solo en la red, algunos medios humildes consiguen informarnos de lo que realmente ocurre. La precariedad laboral de los profesionales de la comunicación les obliga a pensárselo dos veces cuando tienen que dar una noticia que no conviene al entorno de los propietarios de los medios para los que trabajan. El pluralismo político en las parrillas de TDT, como escuché decir hace unos meses a un conferenciante, se reduce a la posibilidad de elegir entre conservadores, neoliberales, falangistas o requetés. El último reducto de objetividad informativa que quedaba, el de los telediarios de la cadena cuyos directivos más recientes habían entendido que no servían al Gobierno, sino al Estado, se han convertido, en muy poco tiempo, en el NODO y obvian los abucheos del pueblo contra el falso heroísmo o la escenificación de los encierros de San Fermín que agentes de la UIP representan en el ocaso madrileño, ejerciendo de astados.

Así ve las cosas el maestro Morgan.

Ante esta situación queda la rabia, la impotencia, la indignación, la pregunta por las soluciones, por qué puedo hacer yo para luchar contra esta involución democrática (sí, no se llama “dolorosa obligación” o “paquete de medidas impuestas por la situación”; se llama involución democrática e injusticia y vergüenza y elitismo y profunda insolidaridad de poderosos ineptos), si yo soy solo una persona y además no violenta, una persona de bien. Releo a Henry David Thoureau y se me ocurre que una buena forma de comenzar a decirle a este Gobierno (y a esta oposición meliflua) que ya basta es desobedecer. Amigos cercanos me dicen, no sin cordura, que lo único que conseguiré será crearme problemas, que yo solo no seré capaz de cambiar nada. Entonces recuerdo algo que me ocurrió hace casi veinte años, cuando me negué en rotundo a ponerme un uniforme militar o a cumplir una prestación social que el Gobierno de entonces planteaba como castigo. Recuerdo que en esa época muchas personas me dijeron lo mismo, que yo solo era uno, que un individuo no puede enfrentarse él solo a un Estado. Pero ocurrió que no fui solo uno, que fuimos miles los que nos negamos a obedecer a unas leyes que consideramos injustas (la sociedad, ya se sabe, siempre se adelanta en el progreso a la leyes).

Por supuesto, a los desobedientes se nos etiquetará rápidamente: irresponsables, antisistema, perroflautas, indignados, incontrolados o delincuentes. Cuidarán mucho de no llamarnos por la denominación que nos corresponde, porque eso sería tener que reconocer que, por una vez, hemos asumido nuestra responsabilidad en la defensa de nuestros derechos, esos que nuestros gobernantes, títeres del poder económico, pisotean con cinismo rayano en la desfachatez; que, por una vez, hemos dejado de ser súbditos para convertirnos en ciudadanos.





Novelas que ganan por knockout: el ángel de Raúl Argemí

6 07 2012

El 22 de mayo de 1976, Billy Joiner, un portero del Mustang Ranch, dejó seco de un tiro a Oscar Natalio Ringo Bonavena ante el famoso burdel de Reno, Nevada.

Ringo Bonavena ya era tremendamente popular y polémico antes de su asesinato. Grande y torpón, de golpes desmañados y lentos pero imparables, había librado 68 combates, ganando 58 de ellos (44 por knockout) y quienes lograron derrotarle fueron púgiles como Floyd Patterson, Joe Frazer o el gran Muhammad Ali, a quien le aguantó 15 asaltos antes del KO técnico, e incluso llegó a derribar en el noveno. Pero también había protagonizado duelos mediáticos (eso que los promotores llaman “calentar la pelea”), aparecido en programas televisivos de humor, grabado discos de música ligera.

Sin embargo, cuando Joiner le atravesó el corazón de un balazo delante del puticlub, este boxeador nacido en un barrio humilde de Buenos Aires ingresó definitivamente en la leyenda. Es esta leyenda (y no la biografía real de la cual surge) la que Raúl Argemí cuenta en El ángel de Ringo Bonavena, en cuya nota preliminar nos advierte que “cuenta cuánto tuvo que ver con su ángel de la guarda, un ángel tan duro como él”.

El ángel de Ringo Bonavena, de Raúl Argemí, Barcelona, Edebé, 284 páginas.

Efectivamente, esta novela no está protagonizada exclusivamente por Ringo Bonavena, sino también (y sobre todo) por Ángel, el ángel de la guarda del boxeador, un arcángel pendenciero a quien Tatá Dios, en esa estancia que es el paraíso imaginado por Argemí, encarga la tarea de hacer que un niño que va a nacer en una familia humilde y populosa del barrio de La Quema, llegue a ser boxeador y a llamarse Ringo (Tatá Dios, que todo lo sabe, ya sabe que aparecerán Los Beatles, ya sabe que le gustarán, ya sabe que su favorito será Ringo Star).

Junto a Oscarcito, el futuro Ringo, crecerá el ángel, a quien la Minga, la madre de Oscarcito, alimentará tanto y con tanto énfasis que acabará haciéndose corpóreo y convirtiéndose en un miembro más de la familia, merced a la tácita solidaridad de los pobres. Y junto al niño crecerá, alentando y encauzando su carrera de boxeador, compartiendo (y a veces hurtando) el protagonismo al personaje que origina la novela, debido a su actitud ante el sexo, la violencia, la comida, la amistad o la lealtad, esas cosas que puntual o constantemente, conforman la existencia de cualquiera.

Cualquier lector informado sabe que la relación entre el boxeo y la literatura ha sido eminentemente benéfica: ha producido novelas y cuentos estupendos de firmas como Jack London, Norman Mailer, Ignacio Aldecoa, Julio Cortázar o Ernest Hemingway; lúcidos ensayos de la talla del sorprendente Del boxeo, de Joyce Carol Oates; incluso algún libro de poemas, como El último gancho de Kid Fracaso, de Pedro Flores.

Sin embargo, El ángel de Ringo Bonavena, pese a beneficiarse de esa fructífera combinación, va mucho más allá que la novela sobre perdedores, la metáfora de la vida como contienda que se esconde en esta exaltación del dolor que es el boxeo. Precisamente porque Argemí elige la narración mítico-fantástica antes que la realista y hace que observemos una época convulsa del mundo contemporáneo (desde los años cuarenta hasta mediados de los setenta del siglo pasado) a través de los ojos de un ángel que no entiende bien en qué consiste eso de “estar vivo” y se ve obligado a aprender la vida con el método poco científico del ensayo y el error.

El Ángel de Ringo Bonavena es una novela llena de verdad y reflexión. No obstante, también constituye un texto ágil, ameno, bien estructurado y con una composición que oculta perfectamente esa estructura, lo cual hace que el lector olvide rápidamente el alarde técnico y se abandone a la fruición que toda buena ficción debe ofrecerle (aspecto, por desgracia, tan descuidado por muchos autores), haciéndole reír y emocionarse, sorprenderse y sentirse cómplice en la peripecia de unos personajes a quienes, inevitablemente, sentirá como hermanos y seguirá a través de esas décadas marcadas por hechos históricos y personajes de la cultura pop que aún nos siguen influyendo.

De Raúl Argemí ya hemos hablado en otras ocasiones. Es ese escritor de La Plata que participó en la lucha armada contra la Junta Militar argentina, que pasó diez años en prisiones inmundas y, tras la amnistía, vivió en Río Negro (Patagonia), donde empezó a escribir y publicar las novelas que, desde el año 2000, publica en Barcelona, títulos como El gordo, el francés y el ratón Pérez, Penúltimo nombre de guerra, La última caravana o Retrato de familia con muerta.

Argemí es eso que no podemos llamar a todos los escritores: un narrador de casta. No solo sabe elegir buenas historias, sino que, además, las cuenta como nadie, otorgándoles profundidad y ligereza al mismo tiempo, manejando con sabiduría todas las herramientas (y los trucos) de un oficio que a veces pensamos (erróneamente) que puede llegar a ejercer cualquiera. Lo demuestra una vez más con esta novela que se lee fácilmente (quienes entienden algo de esto saben que cuando un texto se lee con tanta facilidad es porque ha resultado muy difícil escribirlo, porque la complejidad de un texto narrativo no debe estar en su superficie, sino en la multiplicidad de sus significados) y contribuye a prolongar su ranking novelístico, en el cual ha librado ya unos cuantos combates sin besar jamás la lona y ganando siempre por knockout.

Así pues, para esta semana, te invito a viajar al barrio de La Quema, a Nueva York, al Paraíso y a Reno con Ringo Bonavena y, sobre todo, con El ángel de Ringo Bonavena, de Raúl Argemí, publicada en Barcelona por Edebé, 284 páginas, 66 rounds y un epílogo que, entre tanta novedad efímera, te reconciliarán con la literatura.








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