El coleccionista, un libro para el desasosiego

29 09 2012

Hoy tenía pensado traerte sexo y violencia explícitos, pero como violencia ya hemos visto bastante esta semana he elegido un libro que tiene poca violencia explícita, aunque eso no lo hace menos desasosegante. Se trata del primero de John Fowles: El coleccionista, publicado inicialmente en 1963 y que, dicen los que saben, inaugura esa variante del suspense que es el psichothriller o el thriller psicológico. Es todo un clásico contemporáneo y acaba de rescatarlo Sexto Piso, en una nueva traducción de Andrés Barba.

El coleccionista, de John Fowles, Barcelona, Sexto Piso, 292 páginas.

El argumento es el siguiente: Freddy Cleg es un muchacho retraído, de condición social humilde, que trabaja como oficinista en una oficina municipal. Es muy solitario y siente un secreto amor (aparentemente platónico pero en realidad enfermizo) por Miranda Grey, una joven estudiante de arte a quien jamás le ha dirigido la palabra. Un día, a Freddy le sonríe la suerte y gana en las quinielas más de 70000 libras, así que deja de trabajar y se va del pueblo. Pero sigue obsesionado con Miranda. Cualquier lector razonable pensará que, con la vida resuelta, este muchacho tendrá más seguridad en sí mismo y quizá pueda dejar atrás sus complejos y acercarse a Miranda. Pero Freddy tiene un problema con la comunicación, con el control de las emociones y, sobre todo, con la empatía. Su solución es construir una vivienda subterránea, amueblarla de la mejor forma posible, meter en ella libros de arte, enseres y un considerable guardarropa y raptar a Miranda. Sus fines no son explícita (o inmediatamente) sexuales. Lo que pretende este infeliz (quien, en un primer momento, inspira más piedad que horror) es que Miranda acabe enamorándose de él.

A partir del rapto, en la supuestamente confortable prisión, se establecerá un duelo dialéctico, emocional y hasta intelectual entre estos dos personajes que se intercambian a cada momento sus papeles de víctima y verdugo y que están condenados a no poder comunicarse, no solo por las circunstancias, sino porque sus visiones del mundo son incompatibles.

Fowles compone la novela de manera muy inteligente. El relato, fluido y sin aspavientos, con un ritmo firme cuyo punto fuerte es la postergación, se nos presenta dividido en cuatro partes, de las cuales tres están contadas por el personaje de Freddy. Pero la segunda, que abarca casi la mitad del texto, es un diario que Miranda escribe en secreto, en el sótano donde Freddy la retiene. Mostrando ambos puntos de vista, fijando el foco de atención en lo que cada uno de ellos considera importante y, sobre todo, en lo que omiten, Fowles crea una atmósfera opresiva y claustrofóbica, manejando muy sabiamente el suspense y haciendo que no podamos dejar de leer a lo largo de esta historia que, en mi opinión, no solo trata sobre el control, las parafilias y la psicopatía, sino también (y no en segundo término) sobre la soledad, la incomunicación y el egoísmo.

 

John Fowles nació en Essex en 1926 y falleció en 2005, tras pasar 17 años sufriendo los efectos de un apoplejía. En su juventud fue profesor de lenguas en Francia y en Grecia. Pero a partir de 1963, el triunfo de El coleccionista le permitió dedicarse plenamente a la escritura. Además de esta novela, firmó otra muy célebre, también llevada al cine: La mujer del teniente francés. ¿Recuerdas aquella película de Karel Reisz, con guión de Harold Pinter?

Eggar y Stamp en la película William Wyler

En cuanto a la adaptación de El coleccionista, es una de las últimas películas del gran William Wyler, con un joven y perturbador Terence Stamp y una tremendamente expresiva Samantha Eggar. Seguro que la has visto, porque tuvo, como el libro de Fowles, un enorme éxito e, igualmente, fue convertida por el tiempo en un título de culto.

Eso en cuanto a versiones reconocidas, porque, si afinamos un poco, El coleccionista viene a ser la madre de muchísimas historias desasosegantes que nos han contado el teatro, el cine y la literatura. Piensa en Átame, en Palabras encadenadas o en una de las más recientes: Mientras duermes.

Así pues, para esta semana, la propuesta de La buena letra es un libro fundacional y una novela inolvidable: El coleccionista, de John Fowles, recién rescatada en Barcelona por Sexto Piso Editorial, 292 páginas de suspense, inteligencia y sensibilidad.

(Si quieres escuchar el podcast de esta semana y averiguar, además, cómo y por qué desrecomendamos Eva Luna, de Isabel Allende, pincha aquí).





25 de septiembre: cuando un voto no es un cheque en blanco

25 09 2012

Un profesor de Historia de la Ética me dijo en cierta ocasión que, por propia lógica, la sociedad siempre va por delante de las leyes. Cuando surgen antinomias evidentes entre una y otra esfera y la ley se queda demasiado atrás, los individuos, para comportarse como ciudadanos, deben trascender la esfera privada y trabajar solidariamente para propiciar los cambios que acorten esa distancia.

En 1989, quienes hicieron caer los ladrillos que levantaban un muro de vergüenza en la RDA fueron etiquetados en los primeros momentos como grupos de incontrolados, agentes extranjeros y hasta fascistas por el aparato de propaganda de Honecker. Hoy son héroes de las libertades democráticas. Es solo un ejemplo. La Historia es populosa en momentos en los que una reunión de ciudadanos hizo avanzar a sus regímenes de gobierno hacia la democracia o hacia democracias más avanzadas.

Hoy, en España, la legalidad vigente se ha quedado atrás. La forma específica que adoptó nuestra democracia en su momento va quedando obsoleta, pues la legalidad que funda y, a su vez, la desarrolla se ha mostrado (como mínimo) permeable a oscuros intereses económicos que no tienen nada que ver con la democracia o la justicia y ha propiciado una pérdida de soberanía inédita hasta ahora, y un ataque (que no es el primero, pero no parece ser el último) a los derechos (que no privilegios) que a lo largo de 34 años la ciudadanía española fue conquistando.

Esa soberanía parece querer decir basta, pero, sobre todo, que este modelo de democracia es insuficiente, que es necesaria una verdadera regeneración democrática en este país y que ya no confía en que esta puede venir de la mano del bipartidismo inmovilista, de la sumisión ante los poderes económicos y de supuestos reformistas que traicionan sus propios programas, arrasando con un tornado de involucionismo todo aquello que es necesario y justo en cualquier Estado social y democrático de Derecho que propugne como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, tal y como dice la Constitución.

Los ciudadanos que se dirigen hoy hacia Madrid (esos mismos cuyos autocares están siendo detenidos por la Policía, registrados o desviados a Getafe), no son violentos neonazis ni agresivos extremistas de izquierda. No pretenden asaltar el Congreso ni dar golpe de Estado alguno. No llevan armas ni tienen como objetivo quemar contenedores o cazar a los leones que hay a las puertas de la Cámara Baja.

Estoy seguro de que entre ellos no faltarán quienes sostengan posturas más o menos radicales. De hecho, lo mismo ocurre en algunos partidos políticos, porque nadie puede evitar que se le cuele en el grupo una oveja negra, ¿verdad, señor Rajoy? Pero, en su conjunto, lo que están queriendo decir a sus Señorías es que un voto no es un cheque en blanco para acabar con la democracia.

Ante esta situación caben, creo, dos posturas. La primera: asumir con normalidad democrática la existencia de esa reivindicación, escucharla y trabajar para paliar los errores que originan ese descontento. La segunda: sacar a la policía a la calle, crispar los ánimos hostigando a las asambleas pacíficas y públicas, demonizar a los manifestantes desde los medios de comunicación afines (cuyas informaciones de estos días abarcan el amplio arco que va desde el bloqueo informativo al mero insulto, pasando por los titulares manipulados o las noticias inventadas), compararlos con militares golpistas, con grupúsculos estalinistas y organizaciones neonazis.

El primer camino no es sencillo: requiere de ciertas dosis de tolerancia, humildad, esfuerzo y valentía. El segundo no es difícil: para tomarlo solo es necesario tener micrófonos, policías y el cinismo suficiente.

El Gobierno y la oposición han tomado el segundo. Salvo la de satanistas y la de francmasones, han utilizado todas las etiquetas que han podido recordar para descalificar a quienes acudirán a la convocatoria, sin privarse de apelar a las herramientas del miedo y la amenaza de la disuasión coercitiva.

Lo que no han hecho en ningún momento es reconocer que algo deben de estar haciendo muy mal para que el pueblo se eche a la calle en esta iniciativa sin precedentes. Y, sobre todo, lo que no han hecho es reconocer que quienes van hoy hacia Madrid (y quienes se reunirán en otras capitales de España, ante los símbolos de la legalidad vigente y obsoleta) no son fascistas, neonazis, terroristas, bolcheviques ni golpistas, sino ciudadanos y ciudadanas de este país que desean que la democracia avance.





El miedo del energúmeno

24 09 2012

Todos conocemos a algún energúmeno. Los hay de ambos sexos, de todas las edades y de todos los signos políticos. Son esos polemistas que, en cuanto comienzan a olerse que no tienen razón, que carecen de argumentos para defender su postura y sus adversarios dialécticos pueden demostrarlo, comienzan a alzar la voz, a hacer comparaciones abusivas, a apelar al argumentum ad hominem o, simplemente, a amenazar. No lo hacen porque sus convicciones tengan bases sólidas y sin fisuras sino exactamente por lo contrario: porque tienen miedo de que descubramos que los principios que parecen sustentarlas no son más que humo. Y un energúmeno que tiene que enfrentarse a sus propios errores está perdido, porque entender a los demás, darles la razón cuando la tienen, aprender y mejorar son habilidades que no están entre sus puntos fuertes. Digamos que, aunque suela negarlo, el energúmeno (sobre todo el energúmeno hispánico) no tiene su territorio natural en el reino de lo razonable.

La Sección Primera del Capítulo II del Título Primero de la Constitución Española recoge el artículo 21, que dice:

1. Se reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas. El ejercicio de este derecho no necesitará autorización previa”.

2. En los casos de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones se dará comunicación previa a la autoridad, que solo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes.

Me niego a creer que Cristina Cifuentes, una persona a quien supongo preparada, desconoce ese artículo que figura en la parte dogmática de ese texto que a veces parece estar ahí solo para echárselo en cara a nacionalistas, independentistas, secesionistas y demás familia.

Hace unos días publiqué en este mismo sitio una entrada en la que se hablaba de las nuevas caras del fascismo de toda la vida, esas que usurpan el lugar del centrismo reformista (que es otra cosa muy diferente y bastante más respetable). Y, justo este fin de semana, ocurría esto: agentes de policía volvían a interrumpir una reunión pacífica y sin armas de ciudadanos que, tranquilamente sentados en la hierba de un parque, debatían sobre la organización de una protesta civil que, sin saltarse las reglas de la normalidad democrática, pretende expresar el descontento de la ciudadanía con respecto a las políticas de nuestros dirigentes. Se dirá lo que se quiera, pero, por lo que se ve en el vídeo, estas personas no parecen demasiado peligrosas, ni están alterando el orden público, poniendo en peligro a personas y bienes. Pero, aún así, la policía irrumpe en la reunión, interrumpiéndola. Y es la segunda vez que ocurre en fechas recientes; la semana pasada actuaciones similares dieron como resultado la imputación de ocho personas.

Mientras la Delegación del Gobierno, interpretando un revival descafeinado de la Brigada Político Social de antaño y presumiendo de tener una lista de supuestos activistas supuestamente peligrosos, utiliza a la policía para perseguir a ciudadanos que ejercen sus responsabilidades como tales, en la madrugada de este sábado cientos de vándalos (de verdaderos vándalos, de los peligrosos, los que queman contenedores y coches y lanzan botellazos indiscriminadamente) pudieron hacer impunemente de las suyas en Madrid, porque los efectivos de la UIP que hubieran podido servir de refuerzo estaban ocupados en custodiar un edificio vacío que será rodeado por una manifestación pacífica que solo tendrá lugar tres días más tarde.

Y tras este fin de semana en el cual la Delegación del Gobierno en Madrid pisotea los derechos fundamentales al tiempo que demuestra que su ineptitud pone en grave peligro la seguridad ciudadana, la secretaria de organización del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, compara la protesta prevista para mañana con el intento de golpe de estado del 23F.

Ineptitudes aparte, cualquier observador medianamente razonable podrá constatar que las maniobras antidemocráticas de Cifuentes y la analogía abusiva de Cospedal son muestras de un sentimiento que parecen compartir: el miedo. Ese miedo de los energúmenos que alzan la voz, utilizan la falacia o amenazan con el uso de la fuerza, porque no tienen razón y, sencilla y tristemente, lo saben.

Post scriptum:  Cuando me disponía a colgar esta entrada, Cristina Cifuentes ha dado un paso más. Según los noticiarios, ha afirmado que tras la convocatoria se esconden grupos neonazis. Puede que mañana a estas horas hable de francmasones o de sectas satánicas. La misma delegada que demuestra generosa permisividad con los manifestantes ultraderechistas tilda ahora de neonazis a los manifestantes de Rodea el Congreso y amenaza con detenciones. Quizá su miedo a verse en evidencia sea ya terror.





Para invocar a los espíritus

22 09 2012

En estos días se ha estado hablando mucho de aquello que se llamaba el espíritu de la Transición. No sé a ti, pero a mí me de un poco de repelús eso de que los jefes de estado y de gobierno invoquen a los espíritus. Así que me he puesto a pensar en algún libro que hablara sobre ese espíritu y esa época. Y me acordé de Cuentas pendientes, una novela de Juan Madrid, la quinta de la serie protagonizada por Toni Romano.

Cuentas pendientes, de Juan Madrid, Barcelona, Zeta, 196 páginas.

Antonio Carpintero, alias Toni Romano es un expolicía de origen humilde, hijo de una asistenta y un limpiabotas, que ya en Un beso de amigo, la primera de la serie, está trabajando para una empresa de impagados, persiguiendo morosos y cobrando deudas.

Al principio de Cuentas pendientes nos encontramos a Toni en paro (o sea, que ya en la primera página nos damos cuenta de que esto de la crisis no es tan nuevo), con la luz cortada por falta de pago y buscando por aquí y por allá a alguien que le dé trabajo o se deje dar un sablazo. No tarda en entrar en contacto con antiguos miembros de la Brigada Político Social que ahora se dedican a la seguridad privada. Le encargan un trabajo (llevar un fajo de billetes a un técnico municipal) que se niegan a pagarle según lo convenido. Intentando cobrar, Romano se va a meter en un asunto muy turbio en el transcurso del cual van a salir a flote cadáveres del pasado e, incluso, algún cadáver nuevo que la policía va a colgarle a él.

Por el camino, aparecen un sinfín de personajes y subtramas: polis corruptos, chaperos,  garitos ilegales, peristas, antiguas cabareteras, empresarios y políticos sin escrúpulos, el Madrid más castizo mezclado con la gente moderna que iba al Libertad 8.

Ese Madrid, esa España en la que los fascistas supieron reciclarse y disfrazarse de demócratas, en la que junto con la democracia entraban los nuevos modos del capitalismo, es la que retrata Juan Madrid en las novelas de la serie en general y en esta en particular, de forma descarnada, con un humor muy negro y con un lenguaje brutal, rápido y eficacísimo.

Con la excusa de la Transición hubiera podido traerte igualmente alguna novela negra de Francisco González Ledesma, Andreu Martín, Jorge Martínez Reverte o Vázquez Montalbán (a quien, por cierto, está dedicada Cuentas pendientes), porque si hay una tendencia narrativa que destaque en ese momento en España esa es, precisamente, la novela negra, con su carga de ácido realismo social. Leer los textos que median entre Yo maté a Kennedy (Vázquez Montalbán) y Una novela de barrio (González Ledesma) es leer la Transición, desde sus esperanzas iniciales al hedor a putrefacción que despide el cadáver de la supuesta postmodernidad.

Juan Madrid (Fuente: http://www.revistaprotesis.com

Juan Madrid, que es historiador y ha ejercido como periodista, es uno de los autores más sobresalientes, junto a los ya mencionados.

Su bibliografía es larga como esperanza de pobre: quince títulos independientes (entre novelas y libros de relatos), una decena de libros infantiles y juveniles y las ocho novelas de la serie de Toni Romano. También hay que destacar las catorce novelas de Brigada Central, aquella serie en la que Flores era aún el Gitano, y no ese señor que ahora anuncia sonotones. Estas novelas se publicaron en bolsillo en su momento, pero entre el 2010 y el 2011 aparecieron revisadas y agrupadas en un trilogía: Flores, el GitanoAsunto de rutina y El hombre del reloj.

Me dejo para el final algo que le va a gustar a Francisco Melo Junior: la novela inmediatamente anterior a Cuentas pendientes es, ni más ni menos, Días contados, que tiene una adaptación magnífica dirigida por Imanol Uribe y producida por Andrés Santana.

El nombre de Juan Madrid está muy vinculado al cine. Actualmente, imparte cursos en la Escuela Internacional de Cine y TV en San Antonio de los Baños e incluso se atrevió a dirigir él mismo la adaptación de una de sus novelas, Tanger.

Así pues, invocado por las fuerzas vivas de la patria el espíritu de la Transición, lo que propongo para esta semana en La buena letra es Cuentas pendientes, de Juan Madrid, publicada en Barcelona por Zeta Ediciones, 196 páginas de excelente novela negra para recordar de qué polvos vinieron estos lodos, mientras nos lo pasamos pipa con las aventuras y desventuras de Toni Romano.

 (Si te perdiste el programa de ayer y quieres escucharlo, averiguando de paso qué libro desrecomendamos y destruimos en directo, pincha aquí).





El fascismo ya no es lo que era

16 09 2012

Monroy visto por Montecruz.

Hoy, echando el café en el Casablanca, le dije a Monroy que darle hacia atrás al reloj treinta y cinco años tiene sus peligros, sobre todo cuando hace treinta y cinco años estábamos saliendo (teóricamente) de una dictadura de otros cuarenta y todo cristo aprovechaba para reivindicar (pasándose, en muchas ocasiones, de la raya) los derechos que habían sido silenciados durante todo aquel tiempo. Eran tiempos de nacionalismos e independentismos radicales (enfrentados al no menos peligroso nacionalismo español) y de generaluchos que conspiraban contra otros oficiales que defendían la democracia (sí, todo hay que decirlo, ahí estaban también los miembros de la UMD).

La cosa es que reconocer a un facha es fácil: es el tipo de la camisa azul (o que la llevó hasta hacía poco), que llama Alzamiento al Golpe de Estado del 18 de julio de 1936, Cruzada a la Guerra Civil y sindiós a la II República. Se les llena la boca hablando del oro de Moscú y de la gloriosa División Azul. Cubren con un manto de reconciliación nacional a los miles y miles de ejecutados, desaparecidos, encarcelados, exiliados o purgados mediante los más variados procedimientos (desde la condena a la miseria al aceite de ricino). Aunque van de machotes por la vida, en realidad les da miedo casi todo: una mujer que decide por sí misma, un condón, un homosexual, un euskaldún o un historiador bastan para hacer que tiemblen los cimientos de todo su mundo y se apresuren a proclamar que esas y otras normalidades van contra la patria, la moral, el derecho, la tradición y/o la mismísima naturaleza (ya han descubierto que apelar directamente a Dios no era excesivamente popular, ahora que creer en Dios ya no era obligatorio).

«Pero esos fachas aprendieron», me contestó Monroy. Según él, ellos y sus hijos (naturales o espirituales) hace años que aprendieron a aparentar tolerancia (para que los demás fueran tolerantes con ellos), a fingir que solo les movía el deseo de paz y buena convivencia, a simular que el pasado no existe, que la tabula rasa es posible. Aprendieron a introducirse subrepticiamente en partidos democráticos de corte centrista, democristiano o, incluso, nacionalista (sí, porque si del cielo te caen limones habrá que hacer limonada y, en el fondo, la diferencia entre ser nacionalista español o serlo catalán, vasco o canario es una mera cuestión de grados, no de acceso personal al poder), cuando no a liderar movimientos que se declaran apolíticos o que se apresuran a decir que «ellos no son ni de derechas ni de izquierdas». Aprendieron también cómo funciona la propaganda, que el control de los medios de comunicación de masas era mucho más útil que el control de los ejércitos, porque una palabra puede ser más útil que una bala, y encima resulta siempre más rentable. Así, se tatuaron en las meninges el manual de falacias completo y se hicieron expertos en el argumentum ad hominem, la petición de principio, la generalización abusiva.

Le digo que siempre han estado ahí, que jamás cambiaron y que, aprovechando el asunto de la crisis, aprovechando el descontento, salen de sus cuevas, afilando sus sables. “Mira, si no, ese teniente coronel retirado, el amigo Francisco Alamán”.

Al oír esto, me mira aguantándose la risa.

—Coño, Ravelo, tú pareces gilipollas. Eso de los militares no va a ningún lado. Los que me dan miedo son los otros: los que se disfrazan de centristas, de reformistas, de liberales y, al final, no son más que la misma mierda de siempre. Ese teniente coronel está más pasado de época que las cintas del Fary. El problema no es la vieja guardia. Esos no engañan a nadie. El problema son los que aprendieron y los hijos de los que aprendieron, los que se pasan la vida con la constitución en la mano para defender la “indisoluble unidad” y la corona, pero la pisotean para todo lo demás; los que, cuando se habla de defender a las minorías, solo piensan en la minoría privilegiada; los que, en materia de educación, cuando dicen “excelencia” piensan en “elites”, y no precisamente intelectuales; los que claman por la laicidad siempre que afecte a los musulmanes y no a los católicos; los que aprovechan la indignación de la gente para colarle la cadena perpetua y hacerse con un código legal que les permita reprimir a todo aquel que les toque los humildes. Esos son los que me dan miedo. A un militar cabreado, se le quita la pistola y se le manda al calabozo. Pero ¿a un facha involucionista disfrazado de centrista reformista, qué puedes hacerle? ¿Eh? ¿Qué vas a hacer contra estos, que son los realmente peligrosos?

Me quedo un momento en silencio, pensando. Se cansa de esperar y está a punto de sacudirme por los hombros.

—Pero, melón, ¿todavía no lo sabes? Desobedecer.





Nuestra maquiavélica señora

15 09 2012

Una primicia: La Señora. Beatriz de Bobadilla, señora de Gomera y Fierro, la nueva novela de Carlos Álvarez, tan calentita y tan recién salida del horno que aún ni siquiera ha sido presentada en sociedad.

De hecho, es tan reciente que aún no existen imágenes promocionales de la portada, así que me llevé a La Señora de paseo y salió esto:

La Señora. Beatriz de Bobadilla, Señora de Gomera y Fierro, de Carlos Álvarez. Hora Antes Editorial, 421 páginas.

La Señora es una novela histórica en torno a Beatriz de Bobadilla y Ossorio, una de las mujeres más singulares y controvertidas de su época, llamada en la corte de los Reyes Católicos La cazadora, porque era hija del cazador del Rey, y en la Gomera La Dama Sangrienta, por la crueldad de la que hizo gala en algunas ocasiones. Beatriz de Bobadilla, que estuvo casada con Hernán Peraza y con Alonso Fernández de Lugo, pero a quien también se atribuyeron relaciones con Cristóbal Colón o el mismísimo Fernando el Católico. De hecho, parece ser que Isabel la Católica la hizo casarse con Hernán Peraza, señor de Gomera y Fierro (que estaba en la Corte para explicar la muerte de Juan Rejón a manos de sus hombres) fue para alejarla del rey de Aragón, porque parece que Fernando, tratándose de mujeres, no es que fuera muy católico que digamos.

En torno a la biografía de esta mujer polémica, hermosa e inteligente, pero también muy cruel en el gobierno de la Gomera, Álvarez nos hace asistir a acontecimientos cruciales de esa época. En ese momento, la figura de Beatriz de Bobadilla está en todos lados: en la rebelión de los gomeros (recuerda a Iballa, a Hautacuperche, a Ajejiles); en la represión de ese levantamiento, crudelísima, por parte de Pedro de Vera; en la conquista de La Palma y Tenerife, que cofinanció e, incluso, en los viajes de Colón a las Indias, ya que en eso jugó, al parecer, un papel crucial.

A estos sucesos históricos vamos asistiendo a través de un argumento central: el de las intrigas en torno al sostenimiento del señorío sobre Gomera y Fierro, que en realidad, muerto Hernán Peraza, corresponde a su hijo, pero que ella defiende a toda costa frente a la familia de los Herrera y los Peraza, quienes mandan en Lanzarote y Fuerteventura y quieren despojarla de todos sus poderes, legalmente o por la fuerza.

Así que tenemos Historia, envenenamientos, intrigas, amores y guerras, además de viajes por todo el Archipiélago, por Berbería y diferentes lugares de la Península, ya que los personajes se mueven en ocasiones siguiendo a la Corte y pasan por Sevilla, Medina del Campo, Santa Fe o Granada.

Y, junto a personajes reales (los Reyes Católicos, Antonio de Lebrixa, los Peraza o Alonso Fernández de Lugo) hay otros que van a compartir protagonismo con Beatriz y que son, en mi opinión, quienes ponen la sal al asunto: como Martín Ralón, un preceptor traído de la Península a través del cual vamos a vivir el asombro que debían sentir quienes llegaban aquí en esa época; Bernardo, un joven escribiente canario que va a vivir la experiencia contraria, la de ir a la Corte después de haber pasado toda la vida en la Gomera o Severiana, una anciana gomera que conserva la sabiduría de los aborígenes y hace a medias de curandera, a medias de consejera de todo el que se le pone por delante.

Aunque es muy conocido por sus novelas negras (Si le digo le engaño, que es del año pasado, sigue ganando lectores), La Señora no es la primera novela histórica de Carlos Álvarez, que, allá por el año 2000 obtuvo el Premio Benito Pérez Armas por La pluma del Arcángel, una novela cortita y divertidísima sobre la llegada del inquisidor Fernán Ximénez a Gran Canaria en el Siglo XVI.

En La Señora se nos va unos añitos hacia atrás, a finales del XV, el argumento es muchísimo más complejo y abarca un periodo más amplio. Pero la verdad es que el libro se lee de un tirón y, mientras aprendemos o recordamos muchas cosas sobre nuestros orígenes, nos lo pasamos pipa con esta historia de intrigas, batallas y traiciones en la que se nos cuenta la conquista de Canarias y también cómo Canarias conquistó a quienes vinieron a dominarla, porque acabaron todos ligados para siempre a ellas. Muy útil, además, para foráneos que quieran aprender algo más sobre las Islas, sobre su historia y algunas de sus costumbres. Así pues, la recomendación de esta semana es esta (y recuerden que fuimos los primeros en mencionarla): La Señora. Beatriz de Bobadilla, Señora de Gomera y Fierro, de Carlos Álvarez, publicada por Hora Antes Editorial, 421 páginas de buena novela histórica.

(Todo esto lo dije ayer en La buena letra, el espacio con el que, junto a La Butaca, de Junior, ocupamos la última parte del Hoy por Hoy de Ser Las Palmas. En esta temporada, hemos introducido algunas modificaciones, como la de desrecomendar un libro. Si te lo perdiste, pincha aquí).





Nueva temporada

13 09 2012

Llega la mitad de septiembre. O hemos llegado a mitad de septiembre, pues, si hay algo que aún no he aprendido a determinar si el tiempo viaja por nosotros o nosotros por el tiempo. En cualquier caso, de nuevo están ahí el curso escolar y el curso político, la amenaza de la nebulosa futbolística (que todo lo fagotiza) y los nuevos lanzamientos editoriales, que no siempre literarios. Este otoño, frente a un montón de estupideces, me dicen los medios y algunos pajaritos bien informados que vuelven algunos de los buenos: habrá libros de Marías o de Landero y se reeditará todo Carvalho, cosa que los más jóvenes, los coleccionistas y los lectores (entre los cuales me incluyo) de Vázquez Montalbán agradecerán como se merece.

Manuel Vázquez Montalbán. Fuente: http://www.trabalibros.com

Para mí septiembre llega como casi cualquier mes: cargado de trabajo. Sin embargo, es momento de aprovechar para renovar contenidos de iniciativas que ya estaban ahí. En estos días, mientras aún preparo la publicación digital de las prácticas de los participantes en Factoría de Ficciones y en el Laboratorio Creativo Anroart de la pasada edición (el verano ha sido corto, duro, caluroso y laborioso), ultimo el programa y el calendario de este último, que daremos a conocer dentro de poco. De ambas cosas (publicaciones digitales y programa y calendario del Laboratorio) daré aviso, esperemos que en breve, aquí mismo. Además, vuelve, renovado en contenidos, el Taller de Introducción a la Narrativa en Unibelia. La presentación tendrá lugar la próxima semana, en una charla gratuita que Unibelia anuncia, con su habitual optimismo, como «amena». No sé si lo será, pero intentaré que pasemos un buen rato.

Pero hay otras actividades que también estrenan temporada. Por ejemplo, la banda de .38, capitaneada por Ricardo Bosque y que se dedica a divulgar impunemente lo negrocriminal, regresa este otoño con fuerzas renovadas y el claro compromiso de gastar un poco más de mala baba, después de que sus miembros decidiéramos unánimente hacer más daño, ya que, tras hacer autocrítica, descubrimos con sorpresa que habíamos sido demasiado buenos.

También (y ahí entono el mea culpa), hemos sido demasiado buenos en La buena letra, ese ratito que pasamos una vez a la semana en el Hoy por Hoy de SER Las Palmas, antes o después del cine, con Francisco Melo Junior. Eva Marrero me ha tirado personalmente de la oreja y yo, en venganza, añadiré a la ya habitual recomendación literaria de la semana, una desrecomendación en toda regla, principalmente de algunos de sus libros favoritos. Además, no será esta la única de las novedades que perpetraremos esta temporada. El espacio, por cierto, vuelve a su día habitual, los viernes, aunque comenzaremos algo más temprano, sobre las 12:20. Si no dispones de transistor, puedes oírlo aquí.

Comenzamos mañana mismo, con una desrecomendación y una recomendación. Y la recomendación, por cierto, es una absoluta primicia: una novelaza que dará mucho que hablar, el primer estreno de la temporada literaria en Canarias, que ni siquiera se ha presentado aún y al cual he tenido acceso gracias a mis malas artes. Así que, si yo estuviera en tu lugar, no me perdería mañana el programa que conduce Eva Marrero, y sus dos últimas secciones: La buena letra y el cine con Junior.

Y, además de todo esto, ya sabes, si sigues este blog, que dentro de poco aparecerá Morir despacio, la cuarta novela de la Serie Eladio Monroy.

Así pues, trabajo no falta, pero eso no es excusa para dejar de estar donde hay que estar: ahí, en la calle, defendiendo esos derechos que nos van quitando a golpe de asustarnos con el coco de  rescates y primas de riesgo. Por ejemplo, este mismo sábado, 15 de septiembre.

Mientras tanto, seguimos trabajando, viajando por el tiempo que, lo acabo de pensar, siempre es mejor que dejar que el tiempo viaje por nosotros.





Olvido, el onanismo, la tolerancia

7 09 2012

Seguramente ya lo sabes, porque la noticia ha coleado mucho en las redes sociales, pero Olvido Hormigos, una concejala de Los Yébenes (Toledo), ha sido víctima de un delito por parte de un supuesto amigo íntimo que pisoteó amistades e intimidades difundiendo un vídeo en el que ella aparecía masturbándose.

El sexo, como la religión, es asunto eminentemente privado. Cada cual es libre de hacer con su cuerpo y con su alma lo que le apetezca, siempre que no intente imponer sus propios deseos a los demás. Y nadie tiene derecho a juzgar la forma en que cada individuo entiende su sexualidad o su fe.

Esto es, cada cual puede vivir su sexualidad o su religión como le venga en gana, pero no puede decir a nadie cómo debe vivirlas. Esa es una regla básica del democrático juego de la tolerancia.

Pero España es un país ciertamente paradójico, en el que viejo cadáver del nacionalcatolicismo lastra al conjunto de la sociedad hasta el punto de que jamás ha conseguido que su democracia sea real y efectivamente laica. Y una sociedad cuya esfera pública no es laica no puede ser, por motivos obvios, democrática.

A Olvido Hormigos, por vivir su propia sexualidad como le da la gana, se le ha echado encima una caterva de catecúmenos digna de una novela de Nathaniel Hawthorne. Estos individuos se creen con derecho a decir a los demás lo que es lícito hacer y lo que no dentro de un dormitorio. Y son los mismos (sí: siempre son los mismos) que, curiosamente, esgrimen su derecho a hacer con sus almas lo que quieran (un derecho legítimo, que nadie les niega), se creen legitimados para imponer su moralidad a los demás y opinar sobre lo que Olvido Hormigos puede hacer con sus dedos, sus genitales y su teléfono móvil.

A mí me resulta chocante que este país en el que las ministras visibilizan su fe encomendándose a las vírgenes (cosa que a nadie molestaría si, al mismo tiempo, hicieran bien su trabajo) sea el mismo en el que algunos opinan que una concejala ha de dimitir porque se masturba.

Por fortuna, existen también muchas personas que han puesto algo de cordura en el asunto, apresurándose a declarar que ellas también se masturban, solidarizándose con la concejala y pidiéndole que no dimita por el mero hecho de que su intimidad haya sido vulnerada por un elemento que, en mi pueblo, describiríamos con el sonoro y despectivo rótulo de machango.

Todo esto, claro está, quedará seguramente en anécdota. Pero hay anécdotas que ponen de relieve contradicciones importantes: mientras no entendamos que el cuerpo y el alma pertenecen al individuo, que son territorios libres e íntimos y que, por tanto, nadie tiene el derecho de juzgar cómo cada uno hace uso de ellos y tampoco puede imponer a otras personas su propia forma de utilizarlos, esta sociedad tiene un problema con la tolerancia, esa asignatura pendiente cuyo nombre invocamos incesantemente, pero sobre cuya naturaleza, límites y mecanismos no parecemos haber reflexionado aún lo suficiente.





Un mundo para Bryce

6 09 2012

Se inaugura temporada y yo debería hablar de los libros que están de moda. Pero, fíjate tú, no me da la gana, porque aquí hace demasiado sol para chorradas que solo puede disfrutar quien no ha leído Historia de O, las novelas de Georges Bataille o los cuentos de Anaïs Nin.

Si hay que comentar algo de la actualidad, yo escojo la noticia de que el lunes le fue otorgado el Premio FIL (antes Premio Juan Rulfo) a Alfredo Bryce Echenique. La noticia me parece una excelente oportunidad para rescatar su primera novela, que, además de ser magnífica, supone una estupenda introducción a su obra para los neófitos. Así pues, lo que te traigo hoy es Un mundo para Julius, de 1970.

Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, Barcelona, Anagrama, 480 páginas.

Un mundo para Julius, en un primer vistazo, podría ser calificada como una Bildungsroman, una novela de educación sentimental, porque nos cuenta la infancia de un personaje perteneciente a una familia de rango abolengo en la sociedad limeña de mediados del Siglo XX. Pero, en realidad, la biografía temprana de Julius es una excusa para mostrar todo lo que el niño tiene a su alrededor. Porque Julius vive, al menos, entre tres mundos: el de sus antepasados, del que proviene Susan, su madre, viuda reciente que intenta curarse del luto con viajes y vida social; el mundo de Juan Lucas, su nuevo marido (y, por tanto, padrastro de Julius), un millonario que representa a la nueva burguesía frente a la vieja oligarquía a la cual pertenece la familia de Julius y cuyo matrimonio con Susan simboliza el maridaje entre dos clases tradicionalmente antagónicas; y, por último, el mundo íntimo encarnado por niñeras, criadas, mayordomos y chóferes de la casa, que son quienes realmente cuidan y educan a este niño inteligente, sensible y solitario, encerrado en una jaula de oro.

Bryce hace así un interesante retrato de la sociedad peruana de esa época, muy estratificada y elitista, en la que una minoría esnob disfruta del golf, los toros o las largas vacaciones en los countries, que ocultan la realidad en la que vive la inmensa mayoría de la población.

Pero lo mejor de todo, es el firme pulso narrativo de Bryce Echenique, con esa prosa del postboom, a un tiempo profunda y leve, el continuo pero fluido juego de voces entre los personajes y el narrador, la agilidad narrativa que ya quisiera más de uno y un finísimo sentido del humor que hacen que leer Un mundo para Julius sea un completo y absoluto placer.

Algo de biográfico tendrá Un mundo para Julius, porque Bryce Echenique nació en 1939, en Lima, en el seno de una familia acomodada. Se licenció en Derecho, se doctoró en Letras y estudió una diplomatura en Literatura Francesa en La Sorbona. Aparte de esta novela, hay mucho para elegir entre libros de cuentos, ensayos, sus memorias (o Antimemorias) y novelas, pero yo destacaría de su obra La vida exagerada de Martín Romaña, No me esperen en abril y Reo de nocturnidad.

La figura de Bryce se ha visto ensombrecida, desde la década pasada, por una demanda por plagio: se le acusó de plagiar 15 artículos de diferentes autores. En cualquier caso, esta demanda se refiere a artículos periodísticos de columna diaria, nunca a sus textos literarios. Los textos de Bryce son originales, exquisitos y, en muchos casos insuperables y uno no se puede hacer viejo sin haberle leído. Así que, para este septiembre de nuestros dolores: Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, 480 páginas de literatura de verdad para curarte de tanta chorrada escrita en serie.





Morir despacio

3 09 2012

Si eres parte del puñado de noveleros y noveleras (dicho sea en la mejor de sus acepciones) que siguen las andanzas de Eladio Monroy, ya sabrás que llevo intentando cargármelo desde 2006 y que no hay manera. El muy cabezudo vuelve siempre. Ahora le ha dado por reaparecer, en una última entrega cuya edición se encuentra ahora mismo en preparación y que aparecerá, impresores mediante, en octubre.

Esta cuarta novela se titula Morir despacio y arranca con el descubrimiento del fiambre de un aparente suicida. A petición del padre del finado, Monroy acepta echarle un vistazo al asunto. Y, por supuesto, cuando huele a podrido suele ser porque hay algo pudriéndose. En este caso, los cadáveres de un par de chanchullos.

Como siempre, mala leche, energúmenos que se arrastran por la ciudad y hostias como panes para intentar leer derechito en los torcidos renglones de la realidad más cercana.

Y como en Ceremonias la fidelidad se paga, aquí tienes una primicia solo para ti: dos paginitas iniciales para que las consumas, si te apetece, como aperitivo.

Eladio Monroy visto por Fernando ‘Montecruz’

 

La pátina caliginosa cubría Las Palmas de Gran Canaria. Con nocturnidad alevosa, los vientos africanos habían transportado la calima hasta la isla durante el domingo, depositándola sobre la ciudad de la luz y los despojos. El lunes, al amanecer, se había precipitado ya sobre el paisaje: una capa de polvo amarillento lo cubría todo, empobreciendo colores, deshaciendo en una nebulosa unánime los contornos de edificios, muebles urbanos, semáforos y automóviles. De haber tenido la posibilidad, los habitantes de la ciudad se hubieran quedado en casa, escondidos en un cuarto en penumbra, con un ventilador y una botella de limonada cerca, soñando con una lluvia mansa e incesante que limpiara el aire y se llevara el polvo hasta el mar. Pero no era posible: la descarga eléctrica de cada día había vuelto a sacudir el hormiguero y, con la resignación que confiere el hábito periódico, la gente arrastraba por las aceras la disnea y el empanamiento, dirigiéndose, como todos los lunes, a sus quehaceres, porque las calimas de cada año no eran justificación suficiente para no ir a trabajar, a la compra, al colegio, a las gestiones burocráticas. Los alérgicos, los asmáticos, los afectados de migrañas sufrirían un tormento bíblico que quizá (solo quizá) les concediera una tregua a la caída del sol.

Eladio Monroy no era alérgico. Tampoco asmático. No padecía migrañas. A él, la polvajera simplemente lo ponía de mala hostia, como a todo dios. La sensación de cansancio, la abulia impenitente, la sequedad de mucosas y un exponencial aumento de su ya proverbial mala baba, aplatanada y pachorrienta eran las consecuencias del periódico e indeseable fenómeno atmosférico, ese anticipo del infierno que volvía cada temporada, el pago regular que hay que satisfacer por ser inquilino de un supuesto paraíso. Así, malhumorado y ceñudo, entró en el Bar Casablanca, ocupó su mesa y abrió el periódico mientras el tuerto Casimiro le traía el cortado de siempre en la taza cascada de costumbre.

Monroy no había dejado de acudir al Casablanca, pero sus visitas eran más breves que antes. Por un lado, el periódico resultaba cada vez menos interesante (la realidad, en general, lo era cada vez menos); por otro, desde que ya no se podía fumar en el local, tenía que elegir entre el cigarrillo y el café, y a él (como a muchos) lo que le gustaba era combinar ambos vicios. O ambos placeres, como se decía antes de que todo diera cáncer.

Casimiro, cuando endurecieron la normativa, pensó en instalar una mesa de terraza, pero tuvo que enfrentarse al escollo infranqueable de la estrechez de la acera de León y Castillo en la zona en la que el bar se hallaba enclavado. Acabó contentándose con poner un cenicero alto en la entrada. Por supuesto, hubo de soportar las quejas de los clientes y las tropelías de la muchachada, que se hacía un simpa (apócope de “me piro sin pagar”) con la excusa de salir a fumar un cigarrito. Los simpas los combatió cobrando al servir a todo aquel que no fuera cliente habitual (piñita asáa, piñita mamáa, solía decir Casimiro para describir el procedimiento). De las quejas lo libró el tiempo, la costumbre, esa habilidad incomparable de los canarios para habituarse a convivir con el absurdo.

Con todo, a Monroy también le quedaron pocas opciones: leer el periódico tomándose el cortado pero sin fumar o bien tomarse el cortado en la calle, en un vaso de papel, fumando su cigarrillo pero sin leer el periódico, lo cual no solo le restaba gracia al asunto, sino que le hacía pensar que era una gilipollez recorrerse media León y Castillo para pagar un cortado que tendría que tomarse en la puta calle como un paria, en lugar de quedarse tranquilamente en su casa y consumirlo como le saliera de las ingles.

Pero dejar de tomar allí sus cortados matinales, así como sus menos frecuentes cervezas vespertinas, hubiera sido lo más parecido a una deslealtad hacia Casimiro, cuyo negocio ya iba bastante mal antes de la Ley Anti-Tabaco, la crisis y la madre-que-parió-a-to-esto, expresión con la cual el tuerto solía referirse al estado de cosas originado cuando los efectos de la situación socioeconómica nacional llegaban hasta su pequeño mundo de vasos turbios, pan bizcochado y tapas de ropavieja.








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