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Ayer fue 21 de marzo, equinoccio de primavera y, por tanto, Día Mundial de la Poesía, según la UNESCO. Y ¿quiénes somos nosotros para contradecir a la UNESCO? Así que esta semana toca poesía y poesía de la buena, yo diría que de la imprescindible.
En La buena letra, hemos hablado de grandes poetas, pero, repasando los archivos, he descubierto que no habíamos hablado de una de mis preferidas, ese rayo de enloquecida lucidez que fue Alejandra Pizarnik. Así que, aprovechando la fecha, hablemos, por ejemplo, de su Poesía Completa, editada por Lumen al cuidado de Anna Becciu. Una compilación, como dice su editora, hecha “con lealtad a Alejandra Pizarnik, y devoción a su obra, única e irrepetible”.
Pizarnik vivió poco. Nació en 1936 y se suicidó en 1972, a los 36 años, ingiriendo 50 píldoras de Seconal. Hija de inmigrantes judíos y eslovacos, nació y se crió en el barrio bonaerense de Avellaneda, y cursó estudios de letras en la Universidad de Buenos Aires sin acabarlos. Luego iría a estudiar a París, donde tomaría contacto con Julio Cortázar, Rosa Chacel y Octavio Paz, además de traducir a autores como Antonin Artaud o Henry Michaux, antes de volver a Buenos Aires en 1964.
Pero todo esto no evitó que los graves problemas de autoestima que arrastraba desde la infancia se fueran agravando en una espiral de depresión, abuso de las anfetaminas e insomnio que agravó el trastorno límite de la personalidad que al parecer sufría.
Publicó en vida nueve libros de poesía, algunos de los cuales habían deslumbrado a sus contemporáneos. El primero, de 1955, es La tierra más ajena. El último, El infierno musical, de 1971. En medio, otros libros fascinantes como Extracción de la piedra de locura o, mi preferido, Los trabajos y las noches. Pero, además, dejó carpetas completas de poemas mecanografiados y corregidos luego a mano, que Olga Orozco y la propia Anna Becciu editarían póstumamente.
La poesía de Pizarnik tiende al minimalismo, al poema breve influido por el simbolismo, pero con una tendencia al surrealismo que convoca asociaciones inesperadas. A veces es oscura y feroz, o tierna y triste, pero jamás deja indiferente al lector. La voz de Pizarnik ya era madura, creo, en 1955. Y con ella habla en susurros, con una poética que tiende al silencio, internándose en las zonas más oscuras del ser humano: la soledad, el dolor, la infancia, la muerte, la sensualidad, la relación entre el cuerpo y la identidad, o la reflexión sobre el propio lenguaje.
Además de todo esto (que ya vale para tener un lugar privilegiado en la historia de la literatura), Pizarnik dejó un diario de casi un millar de páginas y algunos textos en prosa, como La condesa sangrienta.
Pero yo te recomendaría, si aún no la has leído, una zambullida de golpe en su obra poética, por ejemplo, con esta Poesía Completa editada por Lumen en Barcelona en 2000 y que no deja de reeditarse casi cada año, acaso porque se trata de 470 páginas absolutamente adictivas, de esas que uno lee y relee continuamente sin que sepa exactamente por qué, pero de forma inevitable.
Alejandra vivía radical, auténticamente, en la Literatura, era un pajarito con frío que habitaba ese jardín azul, como bien sabía su amiga, y también excelente poeta, Olga Orozco:
«¡Ah los estragos de la poesía cortándote las
venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos en
la inanidad de la palabra!»