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Preguntas tópicas: ¿Por qué, cuando llega la adolescencia, las chicas y los chicos pierden su afición por la lectura? ¿Qué podemos hacer para atraerles hacia el mundo del libro? ¿Cómo se les puede aficionar a una actividad que sus propios padres no ejercen? De ahí, se pasa a otras preguntas: Los programas educativos, los análisis, las contextualizaciones, ¿sirven realmente para que el alumnado acabe amando la literatura? ¿Qué está fallando en el sistema para que el hábito lector se pierda? ¿Es posible continuar siendo lector en el mundo actual, en el que cada vez tenemos menos tiempo para leer? ¿Es verdad que “no tener tiempo” es un motivo para no leer?
En 1992 apareció un libro delicioso que se plantea todas estas preguntas y algunas más. Es un ensayo de Daniel Pennac titulado Como una novela, probablemente porque es así como se lee, con la misma fruición, con el mismo interés, siguiendo su trama con la intriga que podría depararnos cualquier buena novela. Llegué a este libro hace un tiempo, gracias a la recomendación de Bruno Pérez, escritor y profesor. Desde entonces, quiero a Bruno un poquito más. Porque Como una novela no es solo un libro de reflexión, sino también un texto irónico y divertido, salpicado por pasajes de inusitada belleza que releo continuamente.
El problema que plantea Como una novela es casi cotidiano y cualquier progenitor o profe se le habrá planteado alguna vez: a un adolescente le han mandado a leer en el instituto una lectura del programa (para el caso, como el autor es francés, Madame Bovary), pero el libro se le atraganta, ya queda poco para entregar el comentario de texto y aún no ha terminado el libro (quizá no ha llegado ni a la mitad). Aparecen, en la explicación del asunto, las manidas justificaciones: le aburren las descripciones, que se le hacen largas porque vivimos en la época de la imagen; la juventud está muy despistada por culpa de la televisión (esto lo comentan los padres mientras ven la tele); se han perdido los valores, etc.
Entonces uno se pregunta qué ha pasado, porque cuando era niño (hasta más o menos los diez u once años), al chico le gustaban las historias, esperaba con avidez que cada noche llegara la hora del cuento.
Y ahí surge el planteamiento inicial de Cómo una novela, que comienza diciendo: “El verbo leer no soporta el modo imperativo”.
El problema, para Pennac, es que en torno a la literatura se ha abierto un aparato de sacralización bienintencionado pero que, en el fondo, orienta la lectura hacia la utilidad, despojándola de su naturaleza esencial: el gozo, el disfrute de las historias transmitidas a través de la palabra.
A partir de ahí, Pennac hace un inteligente y bastante completo diagnóstico de los problemas a los que se enfrenta la lectura, no ya en el ámbito educativo, sino en general, haciéndonos reflexionar a los adultos sobre nuestra propia actividad lectora.
Y lo que propone como solución a estos problemas es tan sencillo como eficaz: un retorno a la palabra. Sin análisis, sin contextualizaciones, sin fichas de comprensión lectora.
De hecho, él mismo, profesor de instituto, se enfrenta así al problema: se presenta en clase, saca un libro y comienza a leer. El libro que lee es un best seller muy de moda en su tiempo (y una novela inolvidable): El perfume, de Patrick Süskind. No pide a su alumnado que comprenda, rellene fichas, o haga un trabajo sobre el autor. Simplemente, les lee, página a página. Poco a poco, ese grupo de alumnas y alumnos desmotivados y poco interesados en la palabra, vuelven a convertirse en aquellos niños que cada noche pedían a sus padres que les contaran cuentos. Que es lo que somos, en el fondo, todos los lectores.
Al libro de Süskind le seguirán otros, como Drácula o El guardián entre el centeno, algunos elegidos por el alumnado que ya se ha implicado en la actividad lectora. Cuando llega el momento de abordar los libros obligados, los que “toca leer porque hay que cumplir el programa” y pasar exámenes (para el caso, Madame Bovary), el profesor hace algo muy inteligente: les cuenta que El guardián entre el centeno (que ellos han disfrutado) es un libro obligado (y por tanto, odiado) en los institutos norteamericanos, donde es posible que haya chicos como ellos que preferirían leer Madame Bovary.
Así pues, lo que Pennac propone es una hábil estrategia de animación a la lectura para los jóvenes, pero también una reconciliación de los adultos con el libro, en un ensayo que propone un retorno a la lectura como actividad placentera que constituye un fin en sí, y un regreso a la palabra, a la lectura en voz alta, porque, como se dice en algún momento: el culto al libro depende de la tradición oral.
Finalmente, Pennac acaba exponiendo un decálogo sobre el que vale la pena reflexionar: los derechos del lector. Estos derechos circulan por las redes. Pero va por adelantado que no tienen mucho sentido si no has leído Como una novela. Despojados del texto que les precede y de su comentario, que Pennac hace capítulo a capítulo, no son más que una lista más o menos original. Hay que acercarse a este ensayo estupendo para averiguar por qué los lectores tenemos derecho a no leer, a saltarnos páginas, al bovarismo o al silencio.
Daniel Pennac conoció un éxito insospechado con este libro, que se reedita constantemente desde 1992. Aparte de eso, es autor de unas cuantas novelas, como las de la saga de la familia Malausénne (El señor Malausséne, El señor Malausséne en el teatro…) y su última novela editada en España es Diario de un cuerpo, publicada en 2012. Es uno de esos autores que hablan con palabras sencillas de cosas importantes. O sea, todo lo contrario de los malos autores, que hablan con palabras rebuscados sobre cosas que en el fondo, no son más que chorradas. Por eso se ha ido convirtiendo en un autor de culto, de esos que te recomienda un amigo al que luego quieres más.
Por eso te lo recomiendo, porque quiero que me quieras más, sobre todo si son te dedicas a la educación o si eres madre o padre o, simplemente, si quieren recordar por qué lees.
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