Birdman, la película justamente de moda, tiene como excusa argumental un montaje teatral que adapta un cuento que a Fortunata y a mí nos gusta mucho: “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. No es la primera vez que el colosal Raymond Carver y sus cuentos nutren al cine. Por ejemplo, en 1993, Robert Altman adaptó algunos de sus relatos en la inolvidable Vidas cruzadas.

Cartel anunciador de Vidas cruzadas, de Robert Altman, con guion del propio director y Frank Barhydt a partir de los cuentos de Carver.
Pero la popularidad de la estupenda película de González Iñárritu es una buena oportunidad para hablar sobre De qué hablamos cuando hablamos de amor, un perfecto y brutal volumen de relatos.
Todos breves, todos tristes, todos realistas, todos sorprendentes, estos cuentos hablan de pequeños y grandes dramas personales que ocurren sobre todo a miembros de la clase trabajadora. Parados, camareras, jubilados, gente a la que el divorcio o el alcoholismo o el fracaso personal o todas esas cosas a la vez han dejado sola y es sorprendida en un momento de sus vidas que parece ser cualquiera. Uno siente compasión y, al mismo tiempo, algo de repugnancia hacia los personajes de Carver, que dejan pasar todas las oportunidades o que no han tenido ninguna y, sobre todo, que se despedazan mutuamente en medio de matrimonios que se derrumban, mientras en inusitados instantes de lucidez se hacen preguntas inútiles sobre el sentido de toda esta espiral de dolor. Algunos de los cuentos, como “Mecánica popular”, “El baño” o “Una cosa más” son realmente brutales, con una violencia no explicitada pero sí latente en imágenes potentísimas, de esas que te dejan una sensación acre y que luego no puedes olvidar fácilmente. Y “De qué hablamos cuando hablamos de amor” es una pieza que yo calificaría de maestra, en la cual, en una conversación entre dos parejas, se analiza precisamente esa pregunta, en qué consiste realmente el amor, haciendo un recorrido por sus diferentes relaciones anteriores mientras se bajan dos botellas de ginebra en torno a la mesa de la cocina. Esa es otra de las constantes de la obra de Raymond Carver: la bebida. Un caudaloso río de alcohol recorre sus relatos desde la primera página hasta la última. Pero sus personajes no beben en momentos de fiesta; al contrario, beben, como dice el proverbio, para ahogar unas penas que, al final, la bebida no hace más que aumentar.
Raymond Carver, que en vida solo pudo publicar cinco libros de relatos y seis de poesía, porque murió en 1988, a los cincuenta años, de un cáncer de pulmón que lo fulminó cuando se había convertido en un autor de éxito, fue un alcohólico hijo de alcohólico, criado en una familia humilde que logró ganarse a crítica y público a través de los cuentos que publicaba en Esquire y New Yorker. Heredero de Anton Chejov y, más directamente, de Charles Bukowski y J. D. Salinger, su obra se suele enmarcar dentro del realismo sucio norteamericano: una narrativa minimalista con cierta tendencia al laconismo que se compromete directamente con el retrato de la realidad humana, sin distorsionarla ni suavizarla. Sus personajes son seres de carne y hueso, que viven momentos duros contados en unos cuentos de una extraña belleza, que acaban haciéndose inolvidables.
Con un estilo aparentemente sencillo, sin grandes artificios retóricos, es capaz de contar historias de una gran profundidad y diversos niveles de lectura condensadas en muy pocas páginas y con un tremendo efecto sobre la sensibilidad del lector.
En España, se le publica sobre todo en Anagrama, que, además de este, tiene otros volúmenes de cuentos: Tres rosas amarillas, Catedral o ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Se puede empezar a leerle por cualquiera de ellos, y es, además, de los que se disfrutan con la relectura. Pero, aprovechando el tirón de Birdman, recomiendo este De qué hablamos cuando hablamos de amor, 157 páginas de esas que nos gustan, para leer rápido y pensar despacio.