El Waltari que no conocíamos

7 12 2017

En nuestro país conocemos a Mika Waltari (1908–1979) principalmente por Sinuhé el egipcio. Si acaso, por El etrusco. Pero el autor finlandés firmó veintinueve obras teatrales, media docena de libros de poemas y veintiséis novelas. Muchas de ellas fueron firmadas con seudónimo, como Estas cosas jamás suceden, que apareció en 1944 en finés bajo la firma de Leo Arne, y que ahora Navona (esa gente que brilla especialmente cuando nos trae joyitas olvidadas y nuevas traducciones de clásicos) publica en traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz (que ya vertió al castellano La gran ilusión para Gallo Nero).

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Estas cosas jamás suceden, de Mika Waltari. Barcelona, Navona, 2017, 125 páginas.

La anécdota es sencilla, casi pedestre: el viaje de trabajo de un hombre de negocios se convierte de pronto en una aventura en la convulsa Europa del Este de 1939, en la que trabará contacto con pilotos intrépidos, militares, revolucionarios, arrieros, taberneros y hasta un grupo de cómicos ambulantes. Por supuesto, en este dramatis no podía faltar, y no falta, una mujer misteriosa. Desde Eric Ambler hemos leído muchas novelas de aventuras y de espías con este o similares planteamientos. Sin embargo, ninguna se parece, ni de lejos, a esta.

Para empezar, porque Estas cosas jamás suceden tiene la consistencia de los sueños (y, a ratos, de las pesadillas) y goza también de su lógica: es una historia en la que no aparecen nombres propios, en la que los viajeros no se sabe exactamente adónde van ni para qué. Y tampoco importa demasiado. De manera sutil, con oculta precisión, el relato crece al mismo tiempo que se va trazando el camino a la libertad para un comerciante maderero desolado por un largo duelo, al final de un matrimonio infeliz y oculto tras una comodidad financiera que funciona como una prisión. No obstante, su aventura no goza de la belleza de la épica: está llena de sangre, de violencia, de horror e incertidumbre, de hedor y fealdad, de paisajes descritos siempre desde el expresionismo (ya se hable de espacios abiertos o cerrados), de personajes que parecen salidos de los Caprichos de Goya o las oníricas estampas de El Bosco.

Así, esta novela corta se convierte en un largo poema sobre el dolor, el luto, la búsqueda del sentido a una vida malgastada, el hallazgo de la felicidad en medio del caos. Tiene mucho de fábula existencial y, sobre todo, huye de las explicaciones, dejándolas en manos del lector. Y este desdén por lo explícito es lo que termina de hacer grande a esta novela de ritmo hipnótico e imágenes inolvidables, con tendencia a lo conductista en lo psicológico y a la frase corta en lo estilístico.

Sé que a muchas personas no les gustará. Lo sé porque esta es la época de las explicaciones, de lo indiscutible, de lo explítico y lo evidente, del discurso masticado y claro para un público infantilizado que descalifica inmediatamente todo aquello que le supone un pequeño esfuerzo imaginativo. Pero, al margen del desinterés que despertará en ese sector (acaso mayoritario), la grandeza de Estas cosas jamás suceden reside precisamente en su hábil juego entre lo sutil y lo rotundo, que hacen a esta joyita digna de poblar los mismos estantes que los libros de Djuna Barnes, Danilo Kis o David Markson, esas poéticas del dolor que se adentran en lo incognoscible.

 








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