Cómo se hizo

24 09 2020

Ayer llegó a las librerías Un tío con una bolsa en la cabeza. Editada por Siruela (que siempre mima a mis criaturas como si fueran suyas), ya está en manos de un puñado de lectores, esos incondicionales que siempre están ahí, apoyando y empujando. Presumo de ellos aquí.

Sobre el argumento de la novela poco puedo contar que no explique ya el título. Soy de los que opinan que los textos de ficción han de ser autosuficientes. Pero el libro acaba de salir y me ha parecido oportuno ocupar este ratito tuyo y mío para hablarte sobre su concepción y escritura.

Como sé que te gustan las novelerías y te interesará lo que ocurre en la cocina, aprovecho que estamos entre amigos para ofrecerte un relato de cómo surgió y fue escrito, lo que correspondería a una especie de making of, un «Cómo se hizo», en román paladino, de la novela, si la novela fuese una película y yo pudiese añadir un extra a su edición en deuvedé, con la ventaja de que no tendrás que oír a ningún actor haciéndoles la pelota a sus compañeros o al director.

Otros van retransmitiendo su labor de escritura casi en directo en las redes sociales, o llevan paralelamente un diario que luego publican, con lo cual producen dos libros al mismo tiempo. No son malas opciones. Yo prefiero practicar la misericordia y limitarme a escribir esta posterior entrada de blog, sobre todo porque mientras estoy escribiendo la novela solo puedo estar escribiendo la novela, de igual forma que no podría correr el Tour de Francia y retransmitirlo al mismo tiempo. A propósito de esto, guárdame un secreto: yo creo que a los escritores nos gusta contar cómo escribimos para que parezca que esto de escribir es un trabajo duro, que lo pasamos muy mal y que no somos unos vagos redomados, que es lo que en realidad somos.

Lo que no sé exactamente es por qué escribo esta entrada. Para ser sincero, supongo que porque esta vez no haré grandes viajes ni demasiados actos públicos para promocionar el libro. También puede que lo haya hecho porque soy un egocéntrico y hablar de mí mismo es buen incentivo para sacudirme el polvo digital y retomar este sitio que tengo abandonado desde hace ya tanto (prometo que las próximas entradas no hablarán de mí, sino de otros). O acaso sea solo que la novela ya está ahí, arrojada al mundo y yo ando ordenando papeles y guardando borradores. Aunque a lo mejor mi decisión es menos decisión de lo que yo creo y ocurre, simplemente, que tengo un hueco libre, que el tercer café del día me ha salido convincentemente fuerte, que anoche llovió.

Cómo se hizo

Comencé a escribir Un tío con una bolsa en la cabeza (que aún no se titulaba así) el 2 de febrero de 2018, mientras escuchaba una conferencia particularmente aburrida. No obstante, casi sin percatarme de ello, llevaba meses pensándola. Las novelas (al menos las mías) no surgen de pronto y de la nada. Uno va pensando en diferentes asuntos que lo preocupan hasta que surge la anécdota adecuada que sirve de excusa para abordarlos. No haré la nómina de las ideas a las que había estado dando vueltas: eso sería destripar la novela. Además, ya he dicho que soy un vago. Sea como fuere, desde otoño de 2017 daba vueltas a algunos temas que no sabía cómo abordar.

Y, de pronto, en enero de 2018, di con una nota de sucesos: una concejala de un municipio turístico había sido atracada en su casa y los ladrones, en su huida, habían olvidado quitarle de la cabeza la bolsa que le habían puesto para que no los reconociera. La pobre señora logró salvarse porque su móvil disponía de una aplicación de reconocimiento de voz y eso le permitió pedir ayuda.

Al pensar en el percance sufrido por esta mujer (que, por suerte, puede contarlo), surgió la idea de este ejercicio de estilo: establecer como tiempo de ficción el que alguien puede pasar en esa situación sin asfixiarse y hacer que la novela transcurriese en la cabeza del personaje. Eso me posibilitaba jugar con la percepción psicológica del tiempo y organizar un argumento policial en el que la víctima es el investigador, las pesquisas no son itinerantes, la muerte aún no se ha producido y la policía no intervendrá. Me daba, además, la excusa perfecta para hablar de diversos asuntos y, por otro lado, me permitía experimentar con técnicas que hasta el momento solo había utilizado de forma ocasional.

La idea estaba ahí. Ya tenía una propuesta, aunque me faltaba cerrar bien el argumento. Como no me gusta trabajar en vano (insisto: soy un vago), jamás comienzo a escribir hasta no disponer de un final. En esta ocasión, me hice un preciso mapa del argumento, los personajes y la cronología. Está todo aquí, ordenadito, contado en este pulcro esquema:

La primera versión fue escrita a mano, en ese cuaderno y alguno más, a lo largo de las semanas siguientes, en diferentes lugares de las Islas, la Península y Francia a los que viajaba por trabajo o para asistir a encuentros y mientras acababa de escribir La ceguera del cangrejo. De hecho, el tiempo invertido en ese primer borrador retrasó considerablemente la escritura de aquella otra novela (por esa época, por cierto, aburría a todos los amigos con los que me emborrachaba contándoles lo que estaba escribiendo, cómo lo hacía y las ventajas e inconvenientes a los que me enfrentaba. Milagrosamente, he conservado a algunos de estos amigos). En cualquier caso, trabajando en aviones, hoteles y terrazas de bares, logré tener la primera versión de la cual surgieron las siguientes, a las que me dediqué ya en casa. Estas fueron cambiando (espero que para mejor) gracias a un procedimiento que uno no siempre puede permitirse: la lectura en voz alta. La oralidad siempre se me antoja importante, pero esta vez era fundamental: leía, grababa, escuchaba y corregía el texto.

Hacia enero de 2019 logré tener un texto más o menos definitivo (no hay nada definitivo en un texto hasta que no se ha publicado), que dejé reposar unos meses hasta el momento de preparar la edición.

Esta última es siempre mi parte favorita del trabajo, esa que desconocen quienes piensan que pueden prescindir de los editores, aunque es la que termina de convertir un texto en un libro. Esa época de la revisión del original, de la corrección de pruebas (en este caso, con Estrella García Giráldez), siempre me resulta fascinante: es cuando se establecen grandes (y para mí, enriquecedores) debates sobre lenguaje y estilo, cuando salen a la luz las costuras del texto, cuando entiendes que siempre puede ser mejor. Con Un tío con una bolsa en la cabeza el proceso ocurrió en los meses en los que ya había comenzado a ocurrir lo impensable o, al menos, lo imprevisible. Hacia el final, una mañana me desperté alarmado por la siguiente idea: habíamos establecido una larga correspondencia acerca de una novela claustrofóbica cuyo leit motiv es la asfixia al mismo tiempo que a nuestro alrededor el mundo iba quedando marcado precisamente por la disnea y el enclaustramiento.

Y ahora esa novela está ahí, puesto de largo, en la librería, en tu bolso o en tu mesilla de noche, y poco más puedo hacer que contarte esto, porque, pese a la lluvia de anoche, ha vuelto el calor en este otoño extraño del año más extraño y yo pienso que, por mal que vaya la cosa, soy un tipo con suerte: soy un vago, pero puedo seguir escribiendo lo que me dé la gana sin que nadie venga a mi casa a enfundarme la cabeza en una bolsa. Al menos por ahora.








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