Los nombres prestados

17 01 2022

El próximo 26 de enero llegará a las librerías Los nombres prestados. Publica Siruela (que ya ha tratado maravillosamente bien otros libros míos) y se trata de una novela que obtuvo el año pasado el Premio de Novela Café Gijón. Ya he explicado públicamente lo que ha significado (significa) este premio para mí. Para quien se ha formado en la artesanía literaria y ha conseguido cierta popularidad cultivando un género cuya etiqueta lleva pegada siempre, una distinción como esta, dedicada a premiar la literatura (sin adjetivo), supone un espaldarazo y una verdadera puesta de largo. Al pensar en esto, siento que siempre estoy empezando, aunque sea a los cincuenta años y veintitantos libros después. Y, se me ocurre, esa es una manera perfecta de mantenerme joven.

Los nombres prestados se presentará en Cartagena, el miércoles 2 de febrero, a las 20:00 horas, en la Biblioteca Josefina Soria de El Luzzy, en una conversación con el escritor y sin embargo amigo Antonio Parra Sanz. En Gran Canaria, la presentación consistirá en una lectura que tendrá lugar en la Biblioteca Insular, el viernes 18 de febrero, a las 19:00 horas.   

Como a ti, que frecuentas este blog ya tan poco frecuentado, te considero persona amiga, creo que este es el espacio adecuado para hablarte de ella.

Me gustaría pensar que Los nombres prestados es una novela distinta dentro de mi producción, en el sentido en el que son distintas muchas de mis últimas novelas, porque obedecen a esa necesidad de salirme de la zona de confort, de experimentar formalmente, de mudar de estilo y de razones. 

Transcurre a mediados de los años ochenta en Nidocuervo, un lugar inventado en un país que sí existe y que responde muy bien a eso que se denominaba entonces la España profunda, la que llamamos hoy vaciada, y que mañana estará olvidada como lo ha estado siempre. Uno de esos villorrios buenos para perderse y, por tanto, perfectos para encontrarse. Por exigencias argumentales, sus personajes son gente de la Península, aunque la voz del narrador siga siendo la de un canario, la de este canario, que se niega a negarse.

En cuanto a la cocina, el proceso de escritura, uso mis diarios para recordar y contarte que los primeros apuntes datan de junio de 2013 y no tuvo un original más o menos definitivo hasta septiembre de 2020. Suelo preguntarme por qué algunas novelas las escribo en seis meses y, en cambio, otras se pasan años entrando y saliendo del cajón, avanzando a ratos, soportando versiones y reescrituras antes de estar más o menos presentables. El caso es que Los nombres prestados es de estas últimas.

Comenzó a surgir tras una visita con Thalía Rodríguez a una feria canina, donde conocimos a unos jóvenes que adiestraban a perros para usarlos en terapias con niños y niñas que tenían problemas con las habilidades sociales. Esa tarde, tras una conversación en casa, apareció, como germen de esta historia, una imagen muy clara que hoy es el primer capítulo del libro: el encuentro entre un perro y un adolescente en medio del campo.

Luego, como digo, pasaron años, a lo largo de los cuales le fueron ocurriendo cosas a este país. Por ejemplo, la revitalización de la reflexión en torno a la memoria, la polarización del debate político, la tendencia a la cosificación del otro y la desaparición cada vez más notable de la compasión en ese ámbito. Esos fenómenos, unidos al hecho ineluctable de que me he ido haciendo mayor (y leyendo libros y más libros cada día) y mi manera de ver el mundo ha ido evolucionando, fueron convirtiendo esta novela en lo que es: una historia sobre la identidad, el dolor, las relaciones siempre complejas entre víctimas y verdugos, la compasión y la posibilidad de redención. Al final hay otro tema que se fue colando con fuerza: el de la fe. Y eso es curioso, si tenemos en cuenta el ateísmo que constituye una de mis pocas convicciones firmes.

No quiero contarte nada del argumento (ya la sinopsis de contraportada cuenta más de lo que yo habría querido) para no destriparte la historia. En cuanto al género, no sé si es una novela de género. Probablemente, el resultado final responda más a la estructura de un western que a la de un thriller o una novela negra clásica (si es que existe algo que podría ser denominado así). Yo, en todo caso, mientras la escribía, pensaba en un relato alegórico, o en las novelas de fuerte tesis política de Leonardo Sciascia o Jean-Patrick Manchette. Sea como fuere, da igual: ahí estará en breve, ya publicada y a tu disposición. Te la ofrezco para que la goces y la sufras como te apetezca. De las etiquetas y los géneros ya se encargarán los críticos y los estudiosos, que también tienen que comer.





Cormac McCarthy

3 10 2020

Yo no sé qué hay que hacer para escribir como Cormac McCarthy. Quizá haber leído mucho, pero vivido más. Aislarse de la vida pública, como se dice que hace él, pero conocer a los seres humanos de cerca. Conocer todas los mecanismos y reglas de la ficción y violarlos cuando se te antoje, aunque sin dejar nunca de conectar con la tradición clásica. Hacer una larga introspección espiritual ajena a la autocomplacencia, un juicio a las conductas humanas hecho con tanta severidad como compasión.

Por hablar de sus virtudes técnicas, me fascina la forma en que McCarthy trata el tiempo. Puede emplear varias páginas en contar cómo alguien ensilla un caballo y despachar semanas de la vida de ese mismo personaje en una sola frase; postergar durante cien páginas una acción que contará luego brevemente y, en ocasiones, no directamente, sino mediante unas líneas de diálogo de un personaje secundario. En cuanto al espacio, suele renunciar a la aldea o la ciudad como microcosmos y se entrega con frecuencia a lo itinerante; sus historias transcurren en interminables llanuras, en montañas y barrancos, en caminos polvorientos que siguen o cruzan ríos, en un territorio siempre agreste que la mano del hombre no contribuye a hacer más acogedor, pues las fincas, los villorrios o las poblaciones medianas que sus personajes atraviesan suelen representar los peores peligros para ellos. Solo en algunos de esos lugares (en las chabolas más miserables o en las ruinas de una iglesia) sus protagonistas encuentran hospitalidad. Las distancias se hacen muy largas cuando uno las recorre a pie o a caballo, y así las sentimos al recorrerlas junto a John Grady Cole o Billy Parham. Leer a McCarthy da sed, da frío y calor, da hambre, agota físicamente y uno siente el dolor de huesos que da dormir al raso junto a una hoguera que se apaga antes de amanecer. Estas historias de frontera estarán escritas en tercera persona, pero se leen en primera.

Ese pesimismo esencial es también casi una constante en las historias de McCarthy. Siempre ocurrirá lo peor, lo más indeseable. Unas veces de manera brutal, rápida, impredecible; otras, con minuciosa lentitud (el martirio de una loba convertida en atracción de feria, la evolución de las heridas de un adolescente). Pero nunca permitirá que sus personajes salgan indemnes. Cuando leo a McCarthy siempre recuerdo a Kurt Vonnegut, quien proponía ser sádico con los personajes, hacer que les pasaran cosas horribles para que el lector comprobase de qué madera estaban hechos.

Entre las novelas de McCarthy que he leído hay, por supuesto, diferencias. Pero siempre convierte su argumento en un western y siempre hay viajes que son largas esperas y, sobre todo, un lento aprendizaje. En este sentido, la novela de McCarthy es, con frecuencia, un perfecto ejemplo de la teoría del viaje del héroe, una revisitación del Gilgamesh, una Bildungsroman; en ocasiones, evidente, como Todos los hermosos caballos. A veces perversa, como esa caída de Lester Ballard hacia la abyección que es Hijo de Dios. Incluso un tipo duro como Llewelyn Moss aprende algo mientras es perseguido en No es país para viejos, aunque no le sirva para nada, aunque ya sea tarde para todo. Y el viaje que se hace en La carretera no es muy distinto de los otros, porque en su transcurso el hombre habrá de enseñar a su hijo a sobrevivir en un mundo feroz, intentando al mismo tiempo preservar su inocencia. Algo, por otro lado, imposible.

No obstante, en McCarthy también refulge la bondad, con destellos que deslumbran. Hay generosidad en los jornaleros que comparten su comida con un recién llegado, en las ancianos y las mujeres que ofrecen un jergón y un desayuno a hombres de quienes desconocen hasta el nombre, en los braceros que recogen a un chico herido y lo curan y lo cuidan como si fueran sus hijos. Hay lealtad en esos los aldeanos que ocultan y defienden a alguien a quien el destino ha puesto bajo su protección; la hay también en los muchachos capaces de labrarse su propia desgracia para socorrer a un circunstancial compañero de viaje. Hay búsqueda de justicia en quien baja al infierno (y aquí está de nuevo el asunto del viaje del héroe, la referencia clásica que hermana a los protagonistas de estas novelas de frontera con Gilgamesh, con Ulises, con Eneas, con Orfeo) para encontrar unos caballos, una silla de montar o un arma de fuego que han sido arrebatados a unos padres o un amigo muertos. En esa búsqueda, todo hay que decirlo, los personajes suelen hallar, antes que justicia, sufrimiento, cuando no un destino fatal.

Y pese a todo este dolor, pese a toda esta agonía y esta crueldad esenciales, paradójicamente, siempre refulge la belleza. En las descripciones, en los lacónicos diálogos, en las reflexiones sorprendentes, en las historias secundarias (no he tocado el asunto para no extenderme, pero es un fantástico constructor de muñecas rusas, de historias dentro de la historia), en la épica esencial que acompaña a quien decide rebelarse contra el destino aunque eso lo condene a la destrucción.

Con los años, tras recomendarlo mucho, he acabado entendiendo que Cormac McCarthy no es para cualquiera. No por aptitud, sino por actitud. No es para gente que encuentra, sino para gente que busca. No es para turistas, sino para viajeros. No es para quienes desean llegar rápidamente a Ítaca, sino para que quienes están dispuestos a hacer el camino: los primeros tomarán un avión; los segundos subirán a un caballo con víveres para solo un día y ya irán cruzando otros puentes cuando lleguen a ellos, más allá de la frontera.  





El hombre que me regaló África

11 02 2019

Ocurrió en la BCNegra de 2010 o 2011. O acaso en una edición anterior. Allí estábamos, en el cóctel de bienvenida, José Luis Correa y yo con José Luis Ibáñez, que iba a presentarnos al día siguiente. Escritores ultraperiféricos, disfrutábamos del hecho de poder codearnos con autores de prestigio internacional. Correa tenía más experiencia pero para mí era la primera vez. De pronto, vimos a Petros Márkaris e hicimos lo que habría hecho cualquier otro fan: corrimos hacia él y le pedimos sacarnos una foto. Accedió enseguida, con esa amable seriedad tan suya. Cuando ya finalizaba el asalto, le contamos en mal inglés que nosotros éramos escritores canarios, esperando tener que explicar a continuación dónde estaban las Canarias. Pero Márkaris, inmediatamente, preguntó de qué isla y cuando le respondimos que de Gran Canaria, su cara se iluminó y nos dijo que, por favor, no olvidáramos darle recuerdos suyos a Antonio Lozano. Nosotros, que pensábamos que un escritor griego no tendría ni idea de qué eran las Islas Canarias ni de dónde quedaban, desconocíamos que hacía ya años él había estado en Agüimes, invitado por Antonio Lozano. Creo que esa anécdota muestra alguna de las cualidades de Antonio: ponía sitios en el mapa, conectaba personas y lugares que quizá se habrían ignorado mutuamente de no ser por él.

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Había nacido en Tánger, pero fue en Agüimes donde decidió quedarse. Y eso fue un regalo para Agüimes, para Gran Canaria, para Canarias en su conjunto y puede que hasta para todo el país, porque supo hacer de ese municipio punto de conexión y encuentro entre Europa, América y África mediante dos eventos anuales imprescindibles.

Cuando conocí a Antonio Lozano (debió de ser en 2006) yo ya conocía su fama de concejal, activista y gestor cultural en el municipio de Agüimes, como hombre inteligente y bueno. Y el hombre era igual a su fama. Desde entonces, Antonio ha sido para mí lo que, supongo, para todos: una sonrisa constante, una generosa hospitalidad, una inteligencia que te ayuda a replantearte esas que tú creías verdades y que no eran más que creencias.

El oficio nos hizo compartir muchas mesas de conferencias y un buen puñado de aviones. A veces solos, a veces con otros compañeros, como Correa. Pero siempre gozando, al menos por mi parte, de la compañía de un buen amigo que había visto mucho mundo y, lo que es más importante, lo había mirado bien y sabía acercarte a realidades ajenas a la tuya, desde convicciones firmes pero con un espíritu de tolerancia del que raras veces he sido testigo.

Su obra literaria también es así. Desde su inicio, con Harraga (cuyo protagonista era un joven marroquí que se veía involucrado con las mafias de la inmigración ilegal) hasta su título más reciente, una novela sobre Nelson Mandela especialmente dedicada a los jóvenes, no ha cesado de hacernos reflexionar sobre realidades que sentimos ajenas cuando en realidad las tenemos tan cerca. De ello dan cuenta Donde mueren los ríos, El caso Sankara, Un largo sueño en Tánger o la también juvenil Me llamo Suleiman, tan importante que dio pie a una exitosa adaptación teatral y hoy se estudia en las aulas para centrar el debate en torno a la tolerancia y el diálogo intercultural. Mención aparte merecen sus novelas policiacas, protagonizadas por el detective José García Gago y ambientadas en Gran Canaria: Preludio para una muerte y La sombra del Minotauro.

Pero, aparte de su obra literaria, aparte de su gestión cultural, para mí Antonio es el hombre que me regaló África, que me enseñó que (como dice Ángeles Jurado), África no es un país y me descubrió su amplia y variada riqueza cultural. Desde cosas tan tontas como su receta para el cuscús a las literaturas de Moussa Konaté, Ken Bugul o Yasmina Khadra, que él me mencionó antes de que aquí lo conociera casi nadie. Todo eso, toda esa apertura en la mirada, habré de agradecérselo siempre.

Como suele decirse cuando muere un buen escritor (como yo mismo he dicho) nos quedan sus libros. Pero para mí (para sus amigos) no es suficiente. Voy a echar mucho de menos a Antonio. Que nos llamemos de vez en cuando, que nos critiquemos mutuamente los textos, que nos recomendemos libros, que quedemos a cada momento para un cuscús o un codillo que al final solo podíamos compartir una, acaso dos veces al año, que ocupemos los asientos de emergencia del Binter para sentarnos frente a frente o buscar hueco en una feria del libro o un festival para ir a comer solos y hablar sobre lo humano y lo divino. Y sé que lo voy a añorar todavía más en estos tiempos de griteríos y frentismos, de dogmatismos irreductibles y empobrecimiento del discurso, en los que tanto necesitamos a personas como él, que sabía hacernos mirar hacia las cosas importantes, que sabía hacernos volver a creer que otro mundo es posible.





Hacerse estable

2 11 2016

cementerio

octavio paz prefiere

«la injusticia al desorden»

yo el desorden a la paz de octavio
Federico J. Silva: Sea de quien la mar no teme airada.

La estabilidad. La estabilidad política. La estabilidad económica. La estabilidad social. En los últimos tiempos he escuchado y leído tanto acerca de la estabilidad, he escuchado ponderar sus ventajas a tantas mentes privilegiadas que he decidido abrazar el credo de la estabilidad, unirme a las legiones de los estables. Qué estado tan deseable. Qué situación tan buena y tan positiva para todos. Sí, estoy decidido: voy a hacerme estable.

En la estabilidad no hay gritos, no hay aspavientos, no hay agresiones. La gente que habita en la estabilidad es educada, respeta los reglamentos, no hace nada que no esté previsto y, por tanto, nada debemos temer de ella. Ese es el único objetivo de nuestro sistema: la estabilidad.

Preciso es reconocerlo: la estabilidad no garantiza el cumplimiento de las normas, ni evita la arbitrariedad, ni siquiera impide el abuso. Puede que, en ocasiones, la moralidad se vea sacudida de cuando en cuando por nuestra necesidad de estabilidad, que nos veamos obligados a transigir, de vez en vez, con alguna vulneración de nuestros códigos éticos. Pero esto es un mal menor: vale la pena hacer la vista gorda ante alguna pequeña injusticia si con ello conseguimos ese estado de placidez, de serenidad, de estable estabilidad.

Por supuesto, sabemos que siempre hay díscolos que antepondrán lo que ellos llaman progreso a la estabilidad; que dirán que las sociedades avanzan precisamente cuando se antepone esa moralidad a la estabilidad. No hay que hacerles caso. Sus protestas son flor de un día. Pecadillos de juventud que, en el mejor de los casos, la madurez borra cuando la experiencia les acaba atrayendo hacia la estabilidad, la inevitable estabilidad, que atrae a los excéntricos como un Maelstrom. En el peor, cuando los díscolos se niegan a madurar e insisten en la desestabilización, existen mecanismos para evitar la amenaza que suponen.

Así pues, a partir de hoy, abrazaré la estabilidad. Qué cosa tan estética, tan segura, tan apropiada para el desarrollo del orden. Cambiaré mis helechos y mis crotos por flores de plástico. A mi perro de verdad por un perro de felpa o, mejor, por uno de porcelana. ¿Por qué arriesgarse a convivir con organismos vivos (que siempre albergan potenciales cambios de estado) cuando uno puede hacerlo con objetos inanimados, siempre iguales a sí mismos, siempre inmóviles y previsibles? Asimismo, he decidido establecer horarios y modos estables para todo aquello que haga, diga o incluso piense. Con las comidas lo hago ya desde hace tiempo. En este sentido, mis posibilidades son tan escasas que no resulta difícil alternar entre el arroz y la pasta. Pero llevaré la estabilidad a otros aspectos importantes de mi vida. Programaré, para empezar, mis sueños y pesadillas, para que consistan en el típico estado de flotación en el mar, la caída al vacío y las pérdidas de dientes de toda la vida. Nada de incómodas situaciones homosexuales o recuerdos infantiles vergonzantes. Se acabó lo de las necesidades físicas imprevistas: a partir de hoy, cada micción, cada viaje al retrete, tendrán su momento establecido. Las erecciones también. Una al día. A las 22: 37. Las playas y el monte dejarán de ser mis lugares de paseo favoritos. A partir de hoy, pasearé por los cementerios. Nada hay tan estable como un cementerio.

Si alcanzo la estabilidad (ese estado ideal), sé que seré feliz. Porque así está previsto.

Claro está, habré de hacer algunos cambios en mi modo de pensar, hasta ahora tan caótico e inestable. Tendré que revisar, por supuesto, mi sistema de creencias. Me haré cristiano, sin duda. Supongo que católico, apostólico y romano (ya tengo el cursillo hecho desde niño), aunque el calvinismo también presenta sus atractivos. Y  habré de reflexionar y corregir, también, mi visión de la sociedad y la historia, ya que, si lo pienso bien, regímenes como el de Franco, sin ir más lejos, presentan como primera y gran cualidad la de una imperturbable estabilidad. Sí, habrá que pensar en las virtudes de ciertas dictaduras, de los regímenes monárquicos, de los sistemas clasistas en general y las oligarquías en particular. Puede que lleguen a resultar injustos pero suelen ser indefectiblemente estables.

Se acabaron las dudas, las incertidumbres, la improvisación, los experimentos, el hambre. A partir de hoy, seré estable. A partir de hoy, formo parte, ya para siempre, del establo.





Qué alivio lo de Bob Dylan

17 10 2016

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Qué alivio lo del Nobel de Literatura para Bob Dylan, qué fácil será todo ahora. Vale: como casi siempre te han cogido con la guardia baja. Tú estabas desempolvando ese borrador de artículo que escribiste hace ya tiempo sobre tu adorado Murakami (Haruki, al Ryu ese ya no lo lee nadie), preparando algo sobre Phillip Roth, o, a todas malas, intentando enterarte de quién carajo eran Ngugi Wa Thiong’o, Ismael Kadaré o el tal Adonis, por si los de la Academia te hacían lo de otros años y te ponían a escarbar en Wikipedia para escribir una cosa que quedara bien sin que se te notara demasiado que no los conocías ni de nombre antes de estar en la quiniela anual. Esta vez sí que puedes hablar libremente, escribir tu articulico, dar declaraciones al periodista de turno (ese que te tiene en su agenda para llamarte cada vez que se muere alguien de quien no ha preparado obituario), poner comentarios en las redes sociales y hasta parecer democrático, moderno y progresista, porque Dylan es de los que se mojaban cuando había que mojarse, cuando tú aún ibas al cole y ni siquiera sabías que existía, cuando el cura progre de tu parroquia dejaba que los catequistas amenizaran la misa con aquella versión del “Blowing in the Wind”. Quizá esa fue la primera vez que oíste la melodía, que no la letra, de una de sus canciones. ¿Recuerdas? Además, el tipo se puso como apellido artístico el nombre de no sé qué poeta y así la cosa suena más a poesía. Lo cierto es que eres incapaz de recordar más de cinco canciones de Bob Dylan sin acudir a internet y que en tu casa es posible que no haya más de un disco (si hay al menos uno) de los suyos, pero, si haces memoria, conoces la mentada “Blowing in the Wind” (ha salido en muchos documentales, aunque sea un poco mónotona), “Knocking on Heavens Door” (qué chula aquella versión de Guns and Roses), “Mr. Tambourine Man” (había una peli en la que Michelle Pfeiffer la usaba para civilizar a unos jóvenes sociópatas) y, cómo no, “Like a Rolling Stone”, aparte de “Times are Changing”, ideal para finalizar tu comentario o tu artículo de opinión.

De cualquier manera, esta vez también te han hecho una pequeña faena, porque en estas ocasiones no basta con que digas que no te disgusta, hay que haber sentido a-do-ra-ción, tener al individuo como icono, haberlo seguido desde siempre. Y a ti, Dylan, recónocelo, ni fu ni fa y el gangoseo con el que canta pone a prueba tu inglés de academia Stillitron. Ya se lo podían haber dado a Silvio Rodríguez, a Sabina o al Nano, que los tienes más fresquitos y encima cantan en cristiano. Pero, a fin de cuentas, no es lo mismo que cuando se lo dieron a Alice Munro (a quien solo había leído la madre de tu mujer en un club de lectura), a Le Clézio (mencionado una vez por ese amigo solterón que siempre te encuentras en la mesa del fondo de la librería, donde están las rarezas), a Mo Yan (que te sonaba poco) o a Thomas Tranströmer (que no te sonaba nada, porque, total, no pensabas que se lo fueran a dar a un sueco y tú, suecos, un par de novelistas de policíaca y para de contar).

En todo caso, es bonito que puedas decir “Bob Dylan” y todo el mundo sepa de quién hablas. Cuando uno dice “Tranströmer”, o “Svetlana Aleksiévich” en una reunión social, todos lo miran como si hubiera dicho una palabrota, lo acusan con la mirada de ser un pedante insoportable. Y tú tienes que parecer culto, pero no pedante.

Así que ahora puedes decir “Bob Dylan” y añadir que en sus canciones hay también poesía. Y de la buena, de la que llega a todo el mundo (ya sabes que hoy es mejor llegar a todo el mundo que llegar a cada uno, que es el camino que hasta hoy recorría la poesía). Sí, tras el impacto inicial, puedes escribir un artículo valorando positivamente la cosa y caerás muy bien en las redes, no serás uno de esos culturetas carcas que no están en el siglo. Y preguntarte por qué no le van a dar el Nobel de Literatura a un cantautor (aunque hace poco hayas leído que «¿Por qué no “no”, entonces, si el mejor razonamiento que puedes hacer es por qué no?»), obviando el hecho de que hay poetas que también han sido cantautores (Boris Vian, sin ir más lejos) y cantautores que han sido pintores (Luis Eduardo Aute, por ejemplo) y hasta cantautores que han sido actores (el propio Bob Dylan), pero que si un cantautor, por el hecho de serlo, fuera ya poeta entonces no necesitaría guitarra. Alguien podría decirte esto, pero, entonces, sería fácil argüir que la poesía es mucho más que escribir en verso, que la poesía está en todos lados, está en el aire, en el fondo de uno mismo, en un viejo sentado en un parque y en un niño jugando con un barquito de papel. Si alguien insiste, diciéndote que los poetas son precisamente las personas que se dedican a intentar captar toda esa belleza re-creándola en firmes palabras, en obras a las que la palabra le basta por sí sola para evocarla, dispones de varios recursos: hablar de la dilatada trayectoria de Dylan, de su influencia, de la ocasión en que se publicó un libro con sus letras. Si todo esto falla, puedes terminar la polémica diciendo que hay que abrir la mente, acostumbrarse a los nuevos tiempos, democratizar la cultura (siempre es más fácil democratizar la cultura que democratizar la sociedad), abandonar los prejuicios (obviando el hecho de que los prejuicios nos sirven para establecer categorías entre lo que percibimos, permitiéndonos diferenciar, por ejemplo, entre un pene y una silla, lo cual nos permite andar con menos cuidado a la hora de elegir dónde sentarnos). Y, por supuesto, acabar diciendo que los tiempos están cambiando. Que nadie te quite tu final de artículo.

Eso sí: vas a guardar el borrador sobre Murakami (Haruki). Todavía es posible que, en una de estas, le den un Grammy.

P.S.: Lo que yo he nombrado como «Times are Changing» en realidad se titula «The Times They are A-Changin'». Gran error que espero no haya causado grandes males a la humanidad ni haya herido la sensibilidad de ningún fan de Dylan y que intento subsanar en esta nota.





Comerse las uñas

3 06 2016

calvino

Vuelvo al blog varias semanas y diversos hoteles con mala conexión a Internet más tarde. Tengo unos cuantos libros pendientes de reseñar y diversas entradas en la cabeza que acaso no escriba nunca. En estos días ando enfrascado en el cierre de una novela y el comienzo de otra, además de preparar un par de proyectos nuevos. Y, al mismo tiempo, procuro ponerme al día con la lectura y alterno ensayos de Virginia Woolf con los espléndidos cuentos de La manzana de Nietzsche, de Juan Carlos Chirinos (Ediciones La Palma, 2015) y varios textos más, entre los que está Correspondencia (1940-1985) de Italo Calvino (selección de Antonio Colinas y traducción de Carlos Gumpert, Madrid, Siruela, 2010), medito sobre cuáles son las posibilidades actuales de la literatura en general y de la novela en particular (lo cual es acaso bastante estúpido, porque equivale a intentar retransmitir el Tour de Francia mientras asciendes el Tourmalet) tras debatir con amigos y compañeros sobre esto y sobre lo difícil que es hoy en día publicar cuento y vender cuento y, en suma, vivir del cuento. Y justo tras esas charlas y esos debates (algo etílicos, en ocasiones, todo hay que decirlo) me topo con una página en la que Calvino le escribe a Silvio Micheli en 1946:

Confiaba en sacar un librito de cuentecitos, muy bonito y conciso, pero Pavese ha dicho que no, que los cuentos no se venden, que lo que hay que hacer es una novela. La verdad es que no siento necesidad de escribir una novela: a mí me gustaría escribir cuentos toda mi vida. Cuentos bien concisos, de esos que no puedas empezar sin llegar hasta el final, que se escriban y se lean sin tomar aliento, plenos y perfectos como un montón de huevos, que si quitas y añades una sola palabra, todo se hace pedazos. La novela, en cambio, siempre tiene puntos muertos, puntos que sirven para unir un trozo con otro, personajes que no sientes. Hace falta un aliento distinto para la novela, más reposado, no contenido y apretando los dientes como el mío. Yo escribo comiéndome las uñas. ¿Tú escribes comiéndote las uñas? Los escritores se dividen entre quienes escriben comiéndose las uñas y los que no. Hay quien escribe chupándose un dedo.

Y entonces me miro las manos y descubro que mis dientes no han dejado ni una uña sana, pese a que últimamente me dedico sobre todo a la novela. Todo esto durante unos instantes, los suficientes para poder tomar aliento y seguir pedaleando.

En la próxima parada escribiré esas reseñas. Palabra.





El libro, por un día

22 04 2016

El libro. Ah, el libro. Llega el 23 de abril y el libro, por una vez sale a la calle, se visibiliza, es respetado, se habla bien de él. Hay que fomentarlo, divulgarlo, exhibirlo. Esa actividad normalmente individual, íntima,  casi secreta, de la lectura, se hace, por una vez, pública, colectiva. Se exponen manualidades en las que Don Quijote, Sancho y Dulcinea sustituyen en la entrada al empleado de la empresa de seguridad subcontratada en institutos, bibliotecas y museos. Informativos que de ordinario prefieren rellenar sus huecos libres con vídeos de Youtube sobre accidentes y perritos conmovedores, o con reportajes sobre el calor o el frío que hace, se dignan a dedicar totales de un par de minutos a Cervantes. Centros comerciales que exponen los libros mucho peor que los perfumes ponen en estos días mesas de saldo que sirven para vaciar su fondo de almacén. Maestros y profesores de instituto piden a los escritores locales que den una charla sobre la importancia de la lectura a un alumnado que ni les ha leído ni les leerá. Autoras y autores asisten a dar conferencias gratuitas a foros públicos gestionados por productores de eventos, intermediarios ineptos que sí cobran. Políticos de todos los colores y sabores se apresuran a hacerse fotos con libreros, escolares o académicos en puestos callejeros o en aulas magnas, dando discursos sobre la importancia de la lectura, esa que no tienen en cuenta casi nunca al elaborar los presupuestos generales de las instituciones que gobiernan.

Kira

Por supuesto, está bien que se celebre el Día Mundial del Libro y el Derecho de Autor. Tú, que lees y eres persona generosa, sabes que el libro no da la felicidad (la ignorancia es más útil cuando uno lo que quiere es ser feliz), pero hace a las personas más libres, y por eso siempre te prestas a colaborar con esas actividades de promoción y visibilización, a alegrarte públicamente de ellas, a celebrarlas. Pero tú, precisamente tú, que lees todo el año, que todo el año fomentas la lectura entre quienes tienes alrededor (y la actividad del fomento de la lectura es tan sutil que, simplemente, llevando en la guagua un libro y no un móvil ya estás contribuyendo a ella), que frecuentas las librerías y las bibliotecas, sientes siempre que ahí, al fondo, persiste ineluctablemente un dejo de impostura, algo de ceremonia formal en torno a una faceta de la cultura que, en realidad, nos importa mucho a muy pocos y casi nada a la mayoría. Sabes que ese político que acaba de abandonar la feria con un libro debajo del brazo no ha leído nunca al escritor con el que se acaba de sacar la foto y jamás ha pisado ni pisará la librería cuyo stand ha visitado. Sabes que esa reportera que ha hecho el reportaje con el actor de cuarta disfrazado de Cervantes está tan interesada en El Quijote como en la vida sexual del escarabajo pelotero.

El libro continúa siendo ese objeto que da gustito, que te conmueve y te desordena la conciencia, que da un codazo a la realidad para que puedas verla con más lucidez. Lo es, lo fue y lo será, a pesar del político, el reportero, el profe, el jefe de planta y el productor de eventos que solo se acuerdan de su existencia en abril, para hacerse la foto o para hacer caja, que en el fondo es lo mismo. Somos otros (autores y autoras, bibliotecarios y bibliotecarias, libreros y libreras, editores y editoras, lectores y lectoras, que solemos ser, además, varias de estas cosas a la vez) quienes hacemos que diariamente se celebre  al libro y al derecho de autor. A veces no es complicado, ni requiere presupuesto ni grandes esfuerzos: cuando le regalamos a alguien una novela o un libro de poemas, cuando preferimos ir a nuestra librería de confianza en lugar de a una página de descarga gratuita en Internet, cuando nos encontramos en una esquina y hablamos sobre lo último que hemos leído, ya estamos haciendo más de lo que hacen muchos. Los demás, aparecen una vez al año (durante un día, una semana, un mes, lo que dure el programa de actos) para quedar bien o llenarse el bolsillo. Y nosotros, tú y yo, callamos y fingimos ser felices así: para un día al año en el que parece que el libro le importa a todo el mundo, tampoco vamos a aguar la fiesta. Pero, cuando nos cruzamos en esos actos, esas charlas, esas ferias, nos sabemos miembros de una misma secta, comandos de la misma guerrilla, esa que sabe que un libro es una trinchera, una barricada, una atalaya de francotiradores refractarios a la impostura.





Sobre «La otra vida de Ned Blackbird»

24 02 2016

blackbird

La otra vida de Ned Blackbird, Madrid, Siruela, 2016, 181 páginas.

A partir de mañana comenzará a estar en las librerías La otra vida de Ned Blackbird. Editada por Siruela y con esa ilustración de Ana Bustelo que no me canso de contemplar y que, por cierto, ha sido galardonada por Communication Arts en su edición de este año.

No es, por una vez, una novela negra. En ella apenas hay violencia explícita, no hay un recorrido por el otro lado de la legalidad, las muertes son naturales y no hay compromiso alguno con el realismo social.

Sí que hay, como siempre, intriga, algunos misterios, y una tendencia al extrañamiento ante la realidad, una atención constante al viejo dicho de Jim Thompson de que las cosas no son lo que parecen.

La excusa argumental es la llegada de Carlos Ascanio a la ciudad de Los Álamos para ocupar interinamente una plaza como profesor de filosofía en su universidad. Como su estancia no va a ser larga, alquila un viejo apartamento cuya inquilina, una maestra retirada, ha fallecido recientemente. En cuanto Ascanio se instala, comienza a sentir curiosidad por la anterior ocupante del piso, cuyas paredes parecen querer susurrarle sus secretos.

Seguro que has leído muchas novelas que comienzan así. Y me gustaría poder decirte por qué luego la cosa cambia (porque cambia, y mucho) con respecto a historias similares, pero no podría explicártelo sin estropearte la novela. Solo puedo decirte que la cosa va sobre amores epistolares y escritores clandestinos, sobre la identidad y la memoria, sobre nuestra percepción del mundo y nuestro lugar dentro de él, sobre el olvido y la culpa, sobre el alcance de las rebeliones íntimas y los límites de la libertad de la mujer en una sociedad patriarcal, sobre el coste de nuestras elecciones y las oportunidades perdidas.

Por ahora ya hay quien la ha leído y le ha regalado su elogio. Uno de los primeros ha sido Sebastià Bennasar, que ha sabido ver en ella cosas que hasta a mí se me habían escapado, creo.

En Canarias, la primera presentación pública del texto tendrá lugar el viernes 11 de marzo, a las 19:00 en Librería Sinopsis. Como en otras ocasiones, consistirá en que tú y yo tomemos un vino y leamos algunos pasajes.

Hasta aquí la información más o menos objetiva, la que podrá tener todo el mundo a través de los medios de comunicación.

Pero como tú lees este blog y, por tanto, eres de los íntimos, puedo contarte, si te quedas aquí un par de párrafos más, algunas cosas acerca del origen de esta novela. No explicará nada (ya sabes que Cortázar decía que en algún sitio ha de haber un basural al que van a parar las explicaciones), pero, al menos, sabrás más que esa gente que necesita ponerle etiquetas a todo para despacharlo y archivarlo rápidamente, sin fijarse en lo que hay más allá.

Hacia 2009, en un acto público, tuve la suerte de conocer en persona a la escritora María Dolores de la Fe. Aquel encanto de mujer me contó que a ella siempre le habían gustado las novelas policiales y me regaló una hoja mecanografiada (que conservo como oro en paño) con un arranque argumental. Me dijo que, si quería, podía utilizarlo. Nunca lo hice, sobre todo por respeto. Pero aquel gesto y aquella página pasada por el rodillo de la máquina de escribir me hicieron pensar en su oficio de escritora y periodista, desempeñado durante muchos años, en ocasiones de manera casi secreta. También por esos días, escarbaba en las obras de Francisco González Ledesma, que antes de ser el creador de Méndez, había sido Silver Kane, Taylor Nummy y hasta Rosa Alcázar. Y, al mismo tiempo, reflexionaba sobre algo que me ocurría a mí mismo, que había ingresado en la escritura a través del cuento literario de corte fantástico pero llevaba desde 2007 sin publicar un volumen de este género, porque en este país resulta muy difícil conseguir que un editor se suicide publicando libros que nadie leerá y aquí los cuentos no los lee nadie. De ahí que, desde 2006 yo estuviera inmerso en la escritura y publicación de novelas negras, género que amo pero que (tal y como yo lo entiendo) exige un realismo insobornable. Por estas y otras razones (algunas muy personales, demasiado íntimas hasta para este blog), a partir de 2009 comencé a jugar con la idea de escribir una novela que hablara de escritores clandestinos y en la que pudiera trabajar con ese estilo, tan distinto al de mis ficciones criminales, que uso cuando escribo cuento fantástico. Luego fueron surgiendo otros temas, otras preocupaciones, otras experiencias vitales (y en ellas incluyo mis experiencias como lector) que poco a poco fueron haciendo de esa novela lo que es hoy. El texto inicial fue escrito en pocos meses, entre noviembre de 2010 y marzo de 2011, y luego fue sometido (como siempre) a sucesivas fases de reescritura y corrección. Aunque creo que siempre conservó sus orígenes iniciales, que continúan ahí para quien quiera rastrearlos.

Y sí: volveré a la novela negra y volveré a las novelas de semen y de sangre. Pero necesitaba dar a la luz este texto y ver cómo lo aceptarías tú, que has tratado tan bien a los otros.

Así que ahí, a partir de mañana, estará, esperándote, La otra vida de Ned Blackbird. Y yo, como siempre, permaneceré expectante, deseando que funcione (como ha funcionado otras veces) esta máquina del tiempo que se llama libro y que (solo si tú quieres) nos une a ti y a mí allá donde (y cuando) estemos cada uno.

Mientras tanto, estaré escuchando esto. O algo muy similar.

 





El experto

26 11 2015

El experto es un librepensador, opina con independencia. Curioso es, por tanto, que su criterio coincida con tanta frecuencia con los intereses de los políticamente poderosos y de las empresas, más poderosas aun, del IBEX 35. O, más bien, de sus filiales locales, porque, sabido es, el experto es siempre de provincias. Le hubiera encantado ser un experto de capital del reino, pero allá triunfaron siempre otros, más cualificados o con mejores contactos. A estos, el experto los sigue con respeto y algo de envidia cuando escriben sus editoriales (mucho más influyentes que la columna de opinión que él mantiene en el periódico de su ciudad) o dan gritos en los debates de los medios generalistas (incomparablemente más espectaculares que esas tertulias de radio local a las que él acude sin cobrar).

El experto está formado e informado, por supuesto. Él mismo fue rojo un día muy lejano, cuando era más joven y romántico. Aunque quizá no fue rojo del todo. Quizá morado o rosáceo. En todo caso, leyó a Marx. Tres o cuatro páginas. Pero al final, Fukuyama tiene los pies más en la tierra, es más realista, no tiene nada que ver. Y los trajes de buen corte son mejores que los pantalones vaqueros, que oprimen y recalientan las gónadas (el experto es casi siempre hombre, vaya usted a saber por qué). Tiene siempre una ristra interminable de estadísticas, de cálculos del PIB, de índices de afiliados a la seguridad social. Siempre son grandes cifras que se refieren a grandes hechos, tomados de forma global. No le interesa saber cuánto empleo precario, cuántos hogares con la nevera vacía, cuántas humillaciones han de sufrir algunas personas (siempre minorías, siempre excepciones a la regla) para llegar a fin de mes. No le interesa, salvo cuando, claro está, ni sus propios datos consiguen ocultarlo. Entonces suele haber una explicación en la conducta previa de las propias víctimas, o una explicación global que suele remitir, en último término, a una coyuntura, una situación o un contexto económicos que hacen las veces de mano de Dios en su mundo de macrocifras cuyas fuentes jamás están acreditadas.

El experto salió de una facultad de Derecho, de Económicas o de Empresariales. En algún caso, de la de Ciencias de la Información. Pero, aunque no fuera así, su vocación verdadera es la Comunicación, así, con mayúsculas. Por eso no cesa de comunicarse y de comunicarnos cuál es su idea de cómo es el mundo o, al menos, de cómo no debe ser y, vaya por adelantado, el mundo nunca debe ser como lo ve la gente que no ha ido a las facultades a las que él fue ni conoce a la gente que él conoce.

El experto es un hábil polemista. Pero prefiere dejar su arsenal dialéctico para debates de altura y se limita a desarmar a sus adversarios con una sorprendente combinación de argumentos ad hominem, ad novitatem y ad verecundiam, dependiendo de la materia de la que se trate. Por supuesto, nunca duda. Que duden los demás. Él lo sabe todo. Si no lo entendemos será porque hemos sido presa de la vieja propaganda ideológica izquierdista. O porque somos tontos, directamente.

El experto nunca es de derechas. Siempre es de centro moderado o de centro liberal, entendiendo que el adjetivo proviene de “liberalismo” y no de “libertarismo”, que tampoco hay que confundir las cosas, porque él cree en la libertad, pero no en el libertinaje. En el reformismo, pero no en los cambios porque sí. En la libertad religiosa, pero opina que es de rojos rancios creer que es el laicismo público el que la garantiza: en un mundo moderno, debería aceptarse con absoluta normalidad que hubiera crucifijos en los centros de enseñanza. En los derechos de las minorías, siempre que esas minorías sean influyentes. Y en el rey. Siempre cree en el rey. Siempre es mejor un rey que un presidente de la república. Porque, en el fondo, siempre es mejor lo heredado que lo elegido por la gente. El experto cree que la gente es estúpida y no hay que dejarla elegir. Es su convicción más íntima. Eso vaya por delante, aunque él lo negará siempre. Y si, por descuido, llegamos a adivinarlo, siempre tiene a mano una cita suelta de Platón, de Voltaire o de Ortega para apoyar su postura.

El experto opina siempre que los experimentos, mejor con gaseosa; que ya está el mundo lo suficientemente mal como para querer cambiarlo; que es una cuestión de responsabilidad personal y pública mantener nuestra democracia tal y como está.

El experto, eso sí, es moderno y usa las redes sociales. Ha sabido adaptar su lenguaje a los nuevos tiempos. No solo ha aprendido inglés, sino que ha sabido incorporar a su léxico los términos del correctismo para que no se noten su etnocentrismo, su amor al viejo orden, su defensa de los privilegiados, su machismo y su homofobia. Su miedo al otro, en suma, ese pavor que le produce quien es diferente a él.

El experto cree en la legalidad. La invoca siempre. Cualquier iniciativa, cualquier medida, cualquier forma de adelanto social ha de estar de acuerdo con las leyes, que son inviolables, intocables, irreformables. Cosa que le viene muy bien, porque en una selva de leyes es muy fácil ocultar la injusticia. Cuando se le dice que la sociedad siempre avanza dos pasos por delante de las leyes, que son estas quienes deben adaptarse a ella, y no al contrario, el experto se enerva siempre un poco (solo un poquito) y vaticina el caos.

Por supuesto, el experto es muy crítico con los políticos. Sobre todo con aquellos que le negaron la posibilidad de hacer negocio con lo público y con los que no han favorecido a las empresas a las que está vinculado, laboral o familiarmente. Hay algo que no he dicho sobre el experto: siempre tiene algún negocio en la manga. Acompañado o en solitario, siempre opta a algún concurso, a alguna concesión, a un plan de comunicación y eso solo lo saben quienes leen la letra pequeña de los boletines oficiales y los otros expertos (los expertos son legión), quienes jamás lo dirán en público, pues el expertismo   goza un oculto corporativismo a prueba de bomba hasta que llega el día en que alguno de ellos es imputado de rebote junto al político imputado de turno. Entonces, los expertos lo devoran, porque, para garantizar su supervivencia, las jaurías han de cebarse indefectiblemente con sus elementos más débiles.

 





Personas de orden

14 08 2015

En casa, gracias a ese invento de la televisión interactiva, hemos visto una serie danesa titulada Borgen, que trata acerca de los entresijos de la política danesa siguiendo a una líder del Partido de los Moderados que llega a ser primera ministra.

Es, por supuesto, una ficción. Habla de las perversidades, los juegos sucios, las hipocresías, la manera en que las decisiones y hasta las circunstancias personales de los dirigentes políticos influyen en la ciudadanía. También, por supuesto (el psicodrama es importante), sobre cómo la actividad política cambia la vida de aquellos que se dedican a ella profesionalmente.

Pero no es esto lo que nos llama la atención en casa. La ficción política es uno de nuestros subgéneros favoritos y ya estamos acostumbrados a que los guionistas desplieguen todo el argumentario de Maquiavelo y Hobbes. Los seguidores de House of Cards o de Boss (con esos villanos y villanas dignos de Shakespeare) saben a qué me refiero. Lo que nos llama la atención es una serie de hechos que los guionistas dan como evidentes, porque en su país deben de ser perfectamente normales y que a nosotros nos parecen directamente ciencia ficción, cuando los comparamos con lo que sabemos acerca del ejercicio del poder en nuestro país.

Un ejemplo: en Borgen, todos los partidos con representación parlamentaria tienen su sede en el mismo edificio. Comparten pasillos, escaleras, ascensores y hasta menaje. No sé cuáles serán los inconvenientes de esta situación para los partidos, pero cada vez que el representante de un partido quiere reunirse con el de otro, simplemente cruza un pasillo o sube o baja una planta y entonces mi pareja y yo hacemos cálculos sobre cuánto se habrá ahorrado el erario público en combustible, coches oficiales, chóferes y seguridad.

Otro ejemplo: dado el espectro plural de partidos y la diversidad de voto, todos los partidos se verán obligados, en un momento u otro, a forjar alianzas para formar gobierno. Pero los partidos anuncian durante la campaña electoral con qué otras formaciones del espectro harán pactos en caso de obtener la confianza del electorado. Y esas, sus posibles alianzas, forman parte de su programa.

Sin embargo, el último ejemplo es el que hizo que nuestros ojos se desorbitaran desde los primeros episodios: en Dinamarca los políticos dimiten. Y no dimiten cuando hay una sentencia firme en contra de ellos. Ni siquiera es necesario que se sospeche que han cometido un acto ilegal. Basta, antes bien, con que exista por su parte una vulneración de la ética profesional. En Borgen, un primer ministro de la nación dimite porque llega a la opinión pública el hecho de que ha pagado con su tarjeta para gastos oficiales un bolso comprado por su mujer en pleno ataque depresivo.

No cuento más para no estropearte el visionado. Pero esta semana no he podido dejar de pensar en Borgen.

Amén de vacaciones de ministros que llevan cuatro años veraneando en hoteles sin licencia y pretenden hacernos tragar que han cruzado el océano para pasar cuarenta y ocho horas en un hotel de República Dominicana, esta mañana he podido seguir la comparecencia de Jorge Fernández Díaz, quien afirma haberse reunido en su despacho del ministerio del Interior con Rodrigo Rato para discutir cuestiones de seguridad que afectan al exministro hoy caído en desgracia. Y haberlo hecho no en un bar ni en un piso franco, sino con “luz y taquígrafos” (luz habría, pero taquígrafos no había por ningún lado; y, mucho menos, grabadoras). Dejando a un lado la pregunta de por qué Rato goza de la prerrogativa de reunirse directamente con el ministro para tratar temas que otros deben tratar en comisaría o, como mucho, con un director general, ahora ya da igual la explicación que quiera dar Jorge Fernández Díaz sobre los motivos, los contenidos y el desarrollo de la reunión.

Rodrigo Rato (encausado por el caso Bankia) y Jorge Fernández Díaz (ministro del Interior) podrían haber hablado sobre el tiempo, el campeonato del mundo de badminton o lo caras que se han puesto las hortalizas. Incluso podrían no haber hablado de nada y dedicado dos horas de sus apretadas agendas a mirarse tiernamente a los ojos. Porque, a mi modo de ver, esta asunto no trata sobre si el titular de Interior habló con Rato o no sobre los procesos con los que está relacionado. Tampoco sobre si la reunión fue secreta o no (para ser francos, Fernández Díaz pretendió que así fuera, pero un periodista lo pilló con el carrito de los helados). Todo eso huelga, ahora que la noticia ha salido a la luz. Nadie puede demostrar que Fernández Díaz y Rato hayan hablando sobre procesos judiciales, por supuesto. Pero es que nadie, tampoco el ministro, puede demostrar que no lo hayan hecho. Así pues, el ministro del Interior debe dimitir. No por lo que haya hablado con Rodrigo Rato en su reunión con él, sino, lisa y llanamente, por el hecho (reconocido por él mismo) de que esa reunión ha tenido lugar.

Al menos, ese es el tipo de comportamiento que uno espera de una persona de orden. Lo demás, como opinó un diputado de la oposición durante la comparecencia del ministro, son milongas.








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