Todo eso que late. Sobre La condición animal, de Valeria Correa Fiz

25 10 2017
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La condición animal, de Valeria Correa Fiz, Madrid, Páginas de Espuma, 2016, 163 páginas.

Mis enemigos no lo saben, pero siento una especial predilección por el cuento literario, que para mí es a la vez la más primitiva y la más vanguardista de las formas del relato, esa manera de contar que nace de la noción de límite y es, como dijo Cortázar, un caracol del lenguaje, un hermano secreto de la poesía. Por eso me hace feliz que aún existan editoriales que le presten especial atención, dando, además, cabida a nuevas voces que lo cultivan con inteligencia y destreza.

En este sentido, La condición animal, de Valeria Correa Fiz, publicado por Páginas de Espuma, me hizo muy feliz. Porque desde las primeras líneas pude intuir que esa autora disponía de un rico bagaje de lecturas antes de enfrentarse a la página en blanco; porque también casi inmediatamente me di cuenta de que todavía existe futuro para la literatura en nuestra lengua si continúan surgiendo autores así, de los que trabajan con solidez y coherencia, con oficio, sin sombra de diletantismo; porque, con toda probabilidad, suponía el descubrimiento de un autora que en el futuro nos depararía muchas sorpresas.

Sobre un esquema ya clásico (la división en cuatro partes que aluden a lo elemental como podrían haberlo hecho a las estaciones del año), Correa agrupa doce ficciones breves ejecutadas con enfoques y técnicas variados (desde los más clásicos de “Una casa en las afueras” o “Lo que queda en el aire” a los más experimentales de “El mensajero” o “Regreso a Villard”) en argumentos que no desvelaré pero que acaban llevando sin defecto a las pulsiones más instintivas del ser humano, a todo eso que late en lo hondo del malestar en la cultura y que determinadas situaciones permiten hacer brotar. Al fin, en el fondo de todos y cada uno de estos cuentos se ocultan siempre la crueldad y su reverso, conectadas con la presencia (en primer plano o al fondo) de algún animal, insertando el libro en esa tradición que coquetea con la fórmula del bestiario.

Ningún libro de cuentos (como ningún libro de poemas), nos afecta de manera uniforme. De esto no se salvan ni siquiera los maestros del género (Borges, Cortázar, Carver, Mansfield). En cada libro de relatos, el lector suele disfrutar más unos que otros. Olvidará varios, pasará con indiferencia ante alguno y, posiblemente, adopte como inolvidables aquellos que, sin ser perfectos, entran luego a formar parte de esa especie de antología ideal que todo lector de cuentos acaba haciéndose en la cabeza. Pese a que muchos de los cuentos de La condición animal (“La vida interior de los probadores” o “Perros”, por ejemplo) me parecen sencillamente fantásticos, si hubiera de elegir solo y solo uno de ellos, me quedaría finalmente con “Nostalgia de la morgue”, que, paradójicamente, por su extensión y tratamiento (casi los de una nouvelle) ya se sitúa fuera del paradigma del cuento. La historia, los personajes, el manejo de tiempos y puntos de vista, su tristeza radical y su brutal erotismo le han hecho ya un hueco a este texto (que me remite a las desasosegantes novelas de Mario Bellatin) en esa antología ideal que guardo en la memoria.

La mayor parte de lo antedicho se escribió en primavera, cuando leí La condición animal (el libro se había publicado es septiembre de 2016) y solo hoy lo he rescatado de mis notas de lectura. Viajes, trabajos, otras obligaciones que imponen lo urgente a lo importante me impidieron escribir y publicar esta reseña en su momento. Luego ocurrió algo que nos ocurre a los que vivimos entre libros y no hemos sabido adoptar los hábitos de las personas ordenadas: mi ejemplar se ocultó entre las montañas de libros que van invadiendo los rincones aún vírgenes de mi casa. Solo apareció hace poco. Y la relectura me ha confirmado en mi impresión inicial. Mientras tanto, su autora no se ha quedado quieta: ha obtenido el Premio Internacional de Poesía «Claudio Rodríguez» con el libro El invierno a deshoras, publicado hace unos meses por Hiperión, confirmándome así en mi primera idea: no es ninguna diletante, antes de publicar su primer libro ya era una escritora hecha aunque clandestina, en el futuro, ahora estoy seguro de ellos, nos deparará deslumbrantes sorpresas.

 





Una viaje en taxi hacia la madurez

5 10 2017
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Taxi, de Carlos Zanón. Barcelona, Salamandra, 368 páginas

Una novela que se titula Taxi está condenada a ser una novela itinerante. La historia de Jose, por mal nombre Sandino, es la de un hombre que se halla en una encrucijada entre diversos problemas: un matrimonio que se rompe (muy probablemente por culpa suya), unos padres carcomidos por el tiempo y la desidia, una abuela odiosa a quien solo comienza a comprender cuando va de un lado a otro de la ciudad con sus cenizas en una urna, una serie de follamigas (valga la palabra) con ninguna de las cuales se encuentra realmente a gusto, unas amistades que oscilan entre lo taciturno y lo peligroso. Todos estos problemas se resumen, a mi entender, en un solo argumento: el fin de la juventud y de los devaneos, la inevitable constatación de que la adolescencia ya no puede estirarse más y es necesario afrontar el mundo y sus problemas desde una perspectiva adulta. Al fin, Sandino se enfrenta a la madurez absolutamente desarmado, aprendiz de todo y maestro de nada, con un alma que hace apuestas que su organismo difícilmente podrá cubrir.

En una entrevista, Carlos Zanón dijo de esta novela cuando aún estaba escribiéndola: «No es negra, pero algunos dirán que lo es». Será inevitable. Sobre ella flotan las sombras de Jean–Patrick Manchette (no solo porque el protagonista lleve encima un libro suyo en su deambular por Barcelona sino porque una de sus muchas subtramas, que no puedo desvelar aquí, remite a asuntos preferidos por el autor de El caso N’Gustro) y del David Goodis de Disparen sobre el pianista (el larvado conflicto con un rival amoroso dueño de un bar y la compleja coreografía del inevitable estallido de violencia entre este y el protagonista recuerdan una situación similar en aquel texto inolvidable).

Dirán que lo es también por el corte de sus personajes marcados por la violencia y la degradación personal, por la existencia en su argumento de un alijo de drogas y de un dinero perdidos, por la predilección por los ambientes sórdidos y la preferencia expresionista a la hora de describirlos, por las zonas de sombra que el autor se niega a iluminar.

Bien cierto es que, con esos materiales, Zanón podría haberse limitado a escribir una novela negra que habría cumplido perfectamente con las exigencias de los aficionados al género. Pero no lo ha hecho: ha preferido arriesgarse, escribir una novela acerca de la soledad y las torpezas de un individuo que está solo en un mundo poblado por seres igualmente solitarios, una novela de viajes en la que el personaje no llega apenas a salir de una ciudad, porque el viaje realmente interesante es el que Sandino hace hacia su ego, hacia ese lugar en el que se encuentra consigo mismo y donde no le gusta demasiado lo que ve: sus proyectos fallidos, sus oportunidades perdidas, la promiscuidad enmascarando la inmadurez, el miedo, la desidia y el tedio.

Zanón suministra su material narrativo por jornadas, mediante un narrador omnisciente que interpola breves monólogos interiores del personaje en torno al cual está focalizado todo el relato, en un presente que frecuenta la elipsis pero se demora en las escatologías de lo cotidiano, llevando al lector al terreno de un realismo sucio que en nuestra lengua siempre hemos estado (en mi opinión) por descubrir y en el que se verá inevitablemente reflejado: todos hemos sido Sandino o acabaremos siéndolo. Todos buscamos o hemos buscado una última oportunidad. Todos intentamos salir adelante intentando no destrozarnos y, al mismo tiempo, hacer a nuestro alrededor el menor daño posible. Y no siempre lo conseguimos.

Pese a que Carlos Zanón, quizá porque también es poeta, es un autor que domina muy bien el fragmento (es un narrador de frases y párrafos felices, de los que sorprenden e invitan a la relectura) y su estilo es de los que siempre me han interesado, confieso que la composición de alguna de sus novelas anteriores no había acabado de convencerme. No es el caso de Taxi, donde brilla con el esplendor de una madurez que le ha llegado pronto y de la que espero otras novelas tan consistentes y deslumbrantes como esta.

 





El susurro y la sonrisa: La palabra mágica

26 02 2017
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La palabra mágica, Augusto Monterroso, Barcelona, Navona, 145 páginas

Navona recupera para Los ineludibles (esa colección hasta ahora casi perfecta) La palabra mágica del guatemalteco (nacido en Honduras y exiliado en Chile y México), Augusto Monterroso. Yo lo leí por primera vez, creo, hacia finales de los años noventa. Hoy he vuelto a disfrutarlo como en aquella ocasión. Supongo que más.

El maestro de lo breve, célebre por firmar uno de los microrrelatos más imitados de la historia («El dinosaurio») publicó originalmente en 1983 este libro que, como todos los suyos, es conciso, bello y luminoso, lleno de senderos que conducen a los grandes temas, pero también a rincones donde la erudición y la ironía se combinan para desenmascarar tanto la banalidad de los academicismos inútiles como la vacuidad del discurso de ciertos mercaderes de la palabra. Siempre con ese estilo suyo, leve y limpio, que es como un discurso susurrante y sonriente al mismo tiempo.

Reflexiones sobre el oficio de la traducción (o la imposibilidad de ejercerlo), sobre las obras y biografías de Horacio Quiroga, Ernesto Cardenal o William Shakespeare o sobre el auge de las novelas sobre dictadores durante el boom latinoamericano (con especial atención a Miguel Ángel Asturias) conviven en las páginas de este volumen con un hilarante texto acerca del «género obituario», con el relato sobre una cena soñada a la que habrían de asistir, entre otros, Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Bárbara Jacobs y ¡Franz Kafka! o con algunos de esos cuentos de los que solo él era capaz («De lo circunstancial o lo efímero…» y «Las ilusiones perdidas»).

El resultado, como siempre que el lector se acerca a Monterroso, son unas cuantas horas de puro placer que abren la puerta a la lectura o relectura de otros muchos textos, mientras vuelve a mirar desde puntos de vista diferentes algunos problemas que le han preocupado o, al menos, ocupado, desde que comenzó a leer.

Cuando surge el asunto de Monterroso, de los textos de Monterroso, de las conferencias y las mesas de debate y las anécdotas de Monterroso, suelo convertirme (todavía más) en un pesado insoportable y hablo de él durante horas y horas, haciendo exactamente lo contrario de lo que solía hacer él. Al comenzar esta entrada me propuse lo contrario: ser (como decía Calvino que el propio Monterroso era) misericordiosamente breve, así que inserto aquí ya ese punto que él tanto odiaba y respetaba. Los lectores de Monterroso (esa secta que susurra y sonríe) me entenderán.





Los milagros prohibidos

22 02 2017

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Siruela publica ahora Los milagros prohibidos. La semana que viene llegará a las librerías y, como siempre, tendrá defensores, pero también detractores. Es inevitable, porque nadie ni nada es monedita de oro (salvo las moneditas de oro) y, al fin y al cabo, una vez publicado, el libro ya no es del autor, sino de cada lector, que es quien decide.

En Los milagros prohibidos he trabajado durante los dos últimos años, tras aproximadamente cuatro años de documentación previa. Está escrita contra el silencio, contra el olvido y desde el margen de las grandes páginas de la Historia (esa que se escribe así, con mayúsculas). Por supuesto, mis amigos se saben el argumento de memoria: durante estos seis años la he contado una y otra vez, en cuanto el vino y la tertulia me daban una oportunidad. Pero si no hemos compartido vinos y tertulias en los últimos tiempos, aquí va un resumen: Agustín Santos, un maestro, ha sustituido el libro de texto por un revólver, y vaga por el monte huyendo de las autoridades. Su mujer, Emilia Mederos, ha tenido que volver a casa de sus padres y allí espera noticias suyas, intentando sobrevivir en un ambiente cada vez más represivo. Mientras tanto, en las partidas de búsqueda se ha integrado Floro el Hurón, un tipo brutal que estuvo siempre enamorado de Emilia y que tiene, en esta situación, la oportunidad perfecta para llevarse por delante a Agustín. Así pues, un triángulo amoroso clásico. Una historia de duelo entre dos hombres que han de perseguirse hasta la muerte. Pero esta historia no ocurre en cualquier lugar o en cualquier época. Ocurre a comienzos del invierno de 1936 en la isla de La Palma.

Poco difundido fuera de las Islas es el hecho de que el 18 de julio de 1936, los progresistas palmeros pudieron adelantarse a los militares y, sin derramar una sola gota de sangre, mantuvieron la isla fiel a la República hasta el día 25, cuando arribó al puerto de Santa Cruz de La Palma el cañonero Canalejas con órdenes de someter la capital insular, bombardeándola si se hacía necesario. Todavía menos conocido es que (para evitar una confrontación en la ciudad y creyendo que los refuerzos gubernamentales llegarían pronto a socorrerles) estos milicianos huyeron al monte y allí, atrapados en la isla pero protegidos por su orografía, resistieron todo lo posible, convirtiéndose de facto en los primeros partisanos (o maquis) del país.

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En ese contexto es en el que desarrolla Los milagros prohibidos, que comenzó a ser escrita como una novela histórica que contara un suceso de la Guerra Civil en Canarias (bien documentado gracias a los libros de Salvador González Vázquez, Alfredo Mederos y Pilar Cabrera Pombrol, pero poco ficcionado) y acabó convirtiéndose en otra cosa muy distinta, pues, como fui comprendiendo, los sucesos históricos les suceden a seres humanos, como tú y como yo, que se ven inmersos en ellos y se ven obligados (como nos vemos todos cada día) a elegir.

El resultado es una novela de acción que habla sobre lealtades y traiciones, amores y odios, injusticias y venganzas, gestos de solidaridad o egoísmo, todo ello en el paisaje de la isla, que, como quiso Pedro García Cabrera, es siempre doga, grillete. También (resulta inevitable, dado su asunto) es una novela sobre el sentido de determinados procesos históricos, sobre cómo a veces no es la razón sino el azar lo que interviene en ellos, determinando el resultado y condicionando así el porvenir de generaciones. Y, corriendo los tiempos que corren, tampoco me fue posible aislar lo que cuento en esa novela de lo que cada día veo a mi alrededor y leo en los periódicos, esa mezcla de esperanza y desilusión en la que se ha convertido la corriente supuestamente progresista del país en el que habito.

Por tanto, una novela sobre seres humanos y una novela política. Una novela sentimental y una novela sobre violencia. Una novela sobre la desilusión y una novela sobre la esperanza.

Una novela, en fin. Una novela, que no es poco.

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Calendario de presentaciones

Escribir un libro es una cosa. Darlo a conocer, otra muy distinta. El calendario de las primeras presentaciones es el siguiente:

Madrid: 1 de marzo, a las 19:00, en la Librería Rafael Alberti, con Juan Carlos Galindo.

Salamanca: 2 de marzo, a las 19:30, Librería Letras Corsarias, con Javier Sánchez Zapatero.

Plasencia: 3 de marzo, a las 19:00, en La puerta de Tannhäuser, con Álvaro Muñoz Guillén.

Segovia: 4 de marzo, Intempestivos, con Juan Carlos Galindo.

Las Palmas de Gran Canaria:

Presentación oficial: 10 de marzo, a las 19:00 en la Fundación Juan Negrín, con Israel Campos y Sergio Millares.

Presentación oficiosa (sí, la del vino, con lectura y a pecho desnudo): 17 de marzo, a las 19:00 en Librería Canaima.

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Además, a lo largo de la primavera, hay otras presentaciones previstas en otros lugares, de cuyos detalles ya iré avisando a medida que se confirmen. Pero, si vives en alguna de estas ciudades, en esos días y en esos lugares estaré esperándote, por si te apetece acercarte y compartir un ratito.





La sangre y la tinta

12 12 2016
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Sangre en los estantes, de Paco Camarasa. Barcelona, Destino, 454 páginas

Una amiga mía decía siempre: “Los mejores amantes son los buenos libros, porque no te exigen fidelidad, sino promiscuidad”. Esto es, todo buen libro te lleva a otros libros, es una llave para recorrer caminos que aún no has explorado. Sangre en los estantes, de Paco Camarasa, es el ejemplo perfecto. Puede ser leído de un tirón, disfrutándolo como una novela (así lo leí yo la primera vez, hace solo unas semanas, cuando apareció). Puede releerse luego buscando capítulos y pasajes favoritos (así he vuelto a leerlo para preparar esta entrada). Y sospecho que puede tenerse luego a mano para consultarlo cuando haga falta (para eso estará, a partir de ahora, cerca de mi escritorio). Porque es de esos libros que contribuyen a aclarar el caótico mapa de la novela negra y criminal, que, aunque ha gozado de ensayos y estudios importantes en los últimos años[1], sigue precisando de luz y cierto orden.

Camarasa no es un escritor de ficción. Tampoco es crítico, periodista o profesor de universidad. Ni siquiera es editor. Es, como él mismo se define en el prólogo, un “librero que se ha especializado en un solo género: el negrocriminal”. Durante años, ejerció ese oficio que consistía en disponer de una buena selección de libros, de saber no solo cuáles valían la pena y cuáles no, sino cuál era el que le podría gustarle a cada lector. Además, su librería no era una librería cualquiera: incardinada en el centro de La Barceloneta, Negra y criminal acabó convirtiéndose en uno de los epicentros del género en España (y muy posiblemente de Europa). Allí, él y Montse Clavé reunían a los mejores autores nacionales e internacionales en míticas presentaciones de sábado por la mañana en las que abundaban el vino, los mejillones y el trato directo. Pero no solo eso: también durante años, Paco Camarasa ha dictado conferencias sobre novela negra y policiaca, tanto en la Escuela de Letras del Ateneo de Barcelona como en diferentes foros de todo el país. Esto es: Paco Camarasa sabe de lo que habla.

Adoptando el orden alfabético (con el que juega al desorden, al azar, casi a la serendipia), en capítulos breves en los que se dibujan escuetas fichas biográficas, Camarasa ejerce la prescripción con esa eficiencia que siempre tuvo, huyendo de tópicos, para mostrarnos esos lados de sombra que los resúmenes apresurados suelen obviar. Eso, de por sí, ya sería una delicia, pero Sangre en los estantes se ve, además, enriquecido por un sinfín de anécdotas y recuerdos personales, que nos hacen reír o descubrir los aspectos más humanos de nuestros escritores admirados. Anécdotas que, a veces, ilustran mejor la importancia de un autor o un texto que cientos de páginas de sesudos ensayos.

Con ligereza, con consistencia, Camarasa establece un mapa del territorio negrocriminal, llevándonos a sus capitales importantes, pero sin dejarse atrás las aldeas, los villorrios, los rincones con encanto. Despacha, en solo tres páginas, la tan traída y llevada distinción entre novela negra y novela enigma, que tantos ríos de tinta ha hecho correr (en la sección “«H» de hastío, de hartazgo de explicar que Agatha Christie no es novela negra”) o defiende como autores de género a Dürrenmatt y Sciascia, pero tiene tiempo para secciones como “«A» de amores y desamores entre los estantes”, en la que cuenta amores fecundos o efímeros que comenzaron o acabaron en su librería o de explicar por qué Jim Thompson es la paloma o de por qué Andreu Martín era considerado el escritor de guardia de la librería.

En otros lugares he hablado del afecto que siento por Paco Camarasa y Montse Clavé, de lo mucho que les debo y lo importantes que son para mí. Sin embargo, no escribo sobre todos los libros de las personas a las que quiero. Si lo hago hoy es porque la aparición de este libro me parece un acontecimiento. Lo he gozado como uno de esos textos que te hablan con nuevas perspectivas de cosas que ya conoces y te descubren textos y autores que te eran desconocidos. Es un libro llave, uno de esos amantes que te exigen promiscuidad. No sé si se trata de un libro imprescindible (no sé si hay algún libro que realmente lo sea), pero sí sé que es un libro de esos que te hacen disfrutar además de ampliar tus horizontes, mostrándote, al mismo tiempo, lo pequeños y lindos que somos los seres humanos, aunque escribamos sobre violencia.

[1] El género negro: de la marginalidad a la normalización (compilado por Álex Martín Escribá y Javier Sánchez Zapatero), Literatura del dolor, poética de la bondad de Eugenio Fuentes y Cómo escribo novela policíaca de Andreu Martín.

 





Envidiar a Pedro Flores

3 12 2016
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Salir rana, de Pedro Flores. Selección y prólogo de Vicente Gallego. Sevilla, Renacimiento, 136 páginas.

Renacimiento publica Salir rana, una antología poética realizada por Vicente Gallego sobre la obra poética de Pedro Flores desde 1998.

Durante años pensé que había conocido a Pedro Flores en la primera mitad de los años noventa. Entre el año noventa y tres y el noventa y cinco, comenzamos a encontrarnos en aquella experiencia pública, común e interdisciplinar que era el Centro Insular de Cultura, que hoy es un aparcamiento. Allí, un grupo de “escritores clandestinos”, como nos llamaba Carlos Álvarez, coordinador de Debates y Literatura por aquel entonces, y quien nos había abierto las puertas del Centro, nos empezamos a reunir y a tomar contacto con autores de la generación precedente en torno a un espacio de debate en el que fue germinando una revista. Ambos (espacio y revista) se llamaron La Plazuela de las Letras y aprendieron a suplir con el invento de la fotocopiadora láser y mucha imaginación la carencia de un mundo editorial que no existía ya y de un medio digital que no existía aún. En La Plazuela, la institución editaba cuadernillos numerados a mano que recogían las intervenciones de los poetas, narradores, ensayistas y filósofos que dictaban conferencias en el CIC. Pero también nos permitía a los jóvenes disponer de un ordenador de los de la época en el que tecleábamos los textos que nos iban llegando en papel y que daba luego lugar a una revista que se imprimía humilde pero más o menos dignamente. Fue allí, en aquel tabernáculo que era para nosotros el CIC, pero sobre todo en las tabernas a las que íbamos luego, donde se fue fraguando mi relación con Pedro Flores (un tipo melenudo y larguirucho), mientras iba asistiendo a sus recitales, individuales o colectivos, mientras iba leyendo los poemas que publicaba en la revista. Y debo confesar que esta relación estaba presidida por la envidia. No una envidia sana. La envidia nunca es sana. Yo siempre envidié (todavía envidio) la capacidad de Pedro para encontrar poesía en lo cotidiano, para hablar de cosas muy complejas, usando palabras comunes a las que hace recobrar aquellos sentidos que habían perdido. También envidié siempre (todavía envidio) su sentido del humor, la aparente sencillez con la que nos desvela las paradojas, con las que descubre la cara B del disco de la Historia (así, con mayúsculas) y la memoria chica de generaciones y generaciones en unas manos que lavan ropa o sirven la comida familiar. Envidié (y todavía envidio) su habilidad para desvelar las paradojas, para atacar a la injusticia sin parecer agresivo, sin aspavientos ni signos de exclamación, poniendo con sencillez ante el lector las más puras y duras verdades de los desheredados. Lo hechos de la vida, pero también los de la muerte, que, en el fondo, son los mismos.

Decía más arriba que yo pensaba que había conocido a Pedro Flores en los años noventa. Pero no era cierto. Un día, después de bastante tiempo tratándonos, descubrimos que su madre y mi madre eran amigas desde hacía mucho, que en la infancia él y yo debimos de vernos en muchas ocasiones, en las visitas que ellas se hacían. Descubrí así una cosa más que me unía a Pedro: ambos procedíamos de familias humildes, nos habíamos criado en barrios humildes de Canarias durante el tardofranquismo y la transición, y habíamos encontrado en la literatura una forma de huir de nuestras realidades para poder comprenderlas mejor. Y ambos debíamos, también, abrirnos paso entre quienes partían desde mejores posiciones socioeconómicas si queríamos que se oyeran nuestras voces.

Yo me reconozco en la poesía de Pedro. Reconozco a mi familia en la suya. Reconozco en su barrio el mío. Su pobreza material y la mía son la misma. Así como lo son las riquezas espirituales de las personas sencillas de las que ambos hablamos.

He seguido a Pedro Flores desde aquellos poemas primeros. He seguido envidiándolo como escritor en la misma medida en que lo gozaba como lector: constatando, a cada libro, casi a cada poema, que Pedro iba convirtiéndose en uno de nuestros mejores poetas (lo cual es mucho decir, porque su generación es, para mí, la mejor generación de poetas que hemos tenido desde hace mucho), que su voz iba madurando, afirmándose, buscando nuevos caminos y nuevos modos de transitarlos, pero sin perder ni un ápice de su frescura y de aquellas cualidades que me habían deslumbrado a mí en sus primeros textos.

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Los nuevos lectores tienen la oportunidad de observar esa evolución en Salir rana. Gozarán de una estupenda muestra del trabajo de Pedro durante todos estos años y sabrán que vale la pena acercarse a todos y cada uno de esos libros. Quienes como yo, han admirado (o envidiado) a Pedro desde hace años, quienes no se han perdido ni uno de los libros que iban apareciendo (al mismo tiempo, por cierto, que iba publicando interesantes libros de relatos o incluso libros para niños), se verán premiados con una muestra de su trabajo más reciente: doce poemas pertenecientes a El don de la pobreza, inéditos hasta la fecha. En ellos encontrarán a un señor de cuarenta y tantos, a ese Pedro Flores maduro, sin melena, pero con sus cualidades de juventud intactas, con el mismo talento de cuando era un “escritor clandestino”, acrecentado por la experiencia. Un Pedro Flores que nos habla de gentes sencillas y dolores complejos, que encuentra poesía en un anciano que se entretiene viendo obras públicas, en una anciana planchando o bajo la almohada de una prostituta, en una serie de poemas en los que hay humor, dolor y verdad, como los ha habido en todos y cada uno de los libros de Pedro que, al menos yo, he disfrutado y envidiado a lo largo de todos estos años.





Hacerse estable

2 11 2016

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octavio paz prefiere

«la injusticia al desorden»

yo el desorden a la paz de octavio
Federico J. Silva: Sea de quien la mar no teme airada.

La estabilidad. La estabilidad política. La estabilidad económica. La estabilidad social. En los últimos tiempos he escuchado y leído tanto acerca de la estabilidad, he escuchado ponderar sus ventajas a tantas mentes privilegiadas que he decidido abrazar el credo de la estabilidad, unirme a las legiones de los estables. Qué estado tan deseable. Qué situación tan buena y tan positiva para todos. Sí, estoy decidido: voy a hacerme estable.

En la estabilidad no hay gritos, no hay aspavientos, no hay agresiones. La gente que habita en la estabilidad es educada, respeta los reglamentos, no hace nada que no esté previsto y, por tanto, nada debemos temer de ella. Ese es el único objetivo de nuestro sistema: la estabilidad.

Preciso es reconocerlo: la estabilidad no garantiza el cumplimiento de las normas, ni evita la arbitrariedad, ni siquiera impide el abuso. Puede que, en ocasiones, la moralidad se vea sacudida de cuando en cuando por nuestra necesidad de estabilidad, que nos veamos obligados a transigir, de vez en vez, con alguna vulneración de nuestros códigos éticos. Pero esto es un mal menor: vale la pena hacer la vista gorda ante alguna pequeña injusticia si con ello conseguimos ese estado de placidez, de serenidad, de estable estabilidad.

Por supuesto, sabemos que siempre hay díscolos que antepondrán lo que ellos llaman progreso a la estabilidad; que dirán que las sociedades avanzan precisamente cuando se antepone esa moralidad a la estabilidad. No hay que hacerles caso. Sus protestas son flor de un día. Pecadillos de juventud que, en el mejor de los casos, la madurez borra cuando la experiencia les acaba atrayendo hacia la estabilidad, la inevitable estabilidad, que atrae a los excéntricos como un Maelstrom. En el peor, cuando los díscolos se niegan a madurar e insisten en la desestabilización, existen mecanismos para evitar la amenaza que suponen.

Así pues, a partir de hoy, abrazaré la estabilidad. Qué cosa tan estética, tan segura, tan apropiada para el desarrollo del orden. Cambiaré mis helechos y mis crotos por flores de plástico. A mi perro de verdad por un perro de felpa o, mejor, por uno de porcelana. ¿Por qué arriesgarse a convivir con organismos vivos (que siempre albergan potenciales cambios de estado) cuando uno puede hacerlo con objetos inanimados, siempre iguales a sí mismos, siempre inmóviles y previsibles? Asimismo, he decidido establecer horarios y modos estables para todo aquello que haga, diga o incluso piense. Con las comidas lo hago ya desde hace tiempo. En este sentido, mis posibilidades son tan escasas que no resulta difícil alternar entre el arroz y la pasta. Pero llevaré la estabilidad a otros aspectos importantes de mi vida. Programaré, para empezar, mis sueños y pesadillas, para que consistan en el típico estado de flotación en el mar, la caída al vacío y las pérdidas de dientes de toda la vida. Nada de incómodas situaciones homosexuales o recuerdos infantiles vergonzantes. Se acabó lo de las necesidades físicas imprevistas: a partir de hoy, cada micción, cada viaje al retrete, tendrán su momento establecido. Las erecciones también. Una al día. A las 22: 37. Las playas y el monte dejarán de ser mis lugares de paseo favoritos. A partir de hoy, pasearé por los cementerios. Nada hay tan estable como un cementerio.

Si alcanzo la estabilidad (ese estado ideal), sé que seré feliz. Porque así está previsto.

Claro está, habré de hacer algunos cambios en mi modo de pensar, hasta ahora tan caótico e inestable. Tendré que revisar, por supuesto, mi sistema de creencias. Me haré cristiano, sin duda. Supongo que católico, apostólico y romano (ya tengo el cursillo hecho desde niño), aunque el calvinismo también presenta sus atractivos. Y  habré de reflexionar y corregir, también, mi visión de la sociedad y la historia, ya que, si lo pienso bien, regímenes como el de Franco, sin ir más lejos, presentan como primera y gran cualidad la de una imperturbable estabilidad. Sí, habrá que pensar en las virtudes de ciertas dictaduras, de los regímenes monárquicos, de los sistemas clasistas en general y las oligarquías en particular. Puede que lleguen a resultar injustos pero suelen ser indefectiblemente estables.

Se acabaron las dudas, las incertidumbres, la improvisación, los experimentos, el hambre. A partir de hoy, seré estable. A partir de hoy, formo parte, ya para siempre, del establo.





Qué alivio lo de Bob Dylan

17 10 2016

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Qué alivio lo del Nobel de Literatura para Bob Dylan, qué fácil será todo ahora. Vale: como casi siempre te han cogido con la guardia baja. Tú estabas desempolvando ese borrador de artículo que escribiste hace ya tiempo sobre tu adorado Murakami (Haruki, al Ryu ese ya no lo lee nadie), preparando algo sobre Phillip Roth, o, a todas malas, intentando enterarte de quién carajo eran Ngugi Wa Thiong’o, Ismael Kadaré o el tal Adonis, por si los de la Academia te hacían lo de otros años y te ponían a escarbar en Wikipedia para escribir una cosa que quedara bien sin que se te notara demasiado que no los conocías ni de nombre antes de estar en la quiniela anual. Esta vez sí que puedes hablar libremente, escribir tu articulico, dar declaraciones al periodista de turno (ese que te tiene en su agenda para llamarte cada vez que se muere alguien de quien no ha preparado obituario), poner comentarios en las redes sociales y hasta parecer democrático, moderno y progresista, porque Dylan es de los que se mojaban cuando había que mojarse, cuando tú aún ibas al cole y ni siquiera sabías que existía, cuando el cura progre de tu parroquia dejaba que los catequistas amenizaran la misa con aquella versión del “Blowing in the Wind”. Quizá esa fue la primera vez que oíste la melodía, que no la letra, de una de sus canciones. ¿Recuerdas? Además, el tipo se puso como apellido artístico el nombre de no sé qué poeta y así la cosa suena más a poesía. Lo cierto es que eres incapaz de recordar más de cinco canciones de Bob Dylan sin acudir a internet y que en tu casa es posible que no haya más de un disco (si hay al menos uno) de los suyos, pero, si haces memoria, conoces la mentada “Blowing in the Wind” (ha salido en muchos documentales, aunque sea un poco mónotona), “Knocking on Heavens Door” (qué chula aquella versión de Guns and Roses), “Mr. Tambourine Man” (había una peli en la que Michelle Pfeiffer la usaba para civilizar a unos jóvenes sociópatas) y, cómo no, “Like a Rolling Stone”, aparte de “Times are Changing”, ideal para finalizar tu comentario o tu artículo de opinión.

De cualquier manera, esta vez también te han hecho una pequeña faena, porque en estas ocasiones no basta con que digas que no te disgusta, hay que haber sentido a-do-ra-ción, tener al individuo como icono, haberlo seguido desde siempre. Y a ti, Dylan, recónocelo, ni fu ni fa y el gangoseo con el que canta pone a prueba tu inglés de academia Stillitron. Ya se lo podían haber dado a Silvio Rodríguez, a Sabina o al Nano, que los tienes más fresquitos y encima cantan en cristiano. Pero, a fin de cuentas, no es lo mismo que cuando se lo dieron a Alice Munro (a quien solo había leído la madre de tu mujer en un club de lectura), a Le Clézio (mencionado una vez por ese amigo solterón que siempre te encuentras en la mesa del fondo de la librería, donde están las rarezas), a Mo Yan (que te sonaba poco) o a Thomas Tranströmer (que no te sonaba nada, porque, total, no pensabas que se lo fueran a dar a un sueco y tú, suecos, un par de novelistas de policíaca y para de contar).

En todo caso, es bonito que puedas decir “Bob Dylan” y todo el mundo sepa de quién hablas. Cuando uno dice “Tranströmer”, o “Svetlana Aleksiévich” en una reunión social, todos lo miran como si hubiera dicho una palabrota, lo acusan con la mirada de ser un pedante insoportable. Y tú tienes que parecer culto, pero no pedante.

Así que ahora puedes decir “Bob Dylan” y añadir que en sus canciones hay también poesía. Y de la buena, de la que llega a todo el mundo (ya sabes que hoy es mejor llegar a todo el mundo que llegar a cada uno, que es el camino que hasta hoy recorría la poesía). Sí, tras el impacto inicial, puedes escribir un artículo valorando positivamente la cosa y caerás muy bien en las redes, no serás uno de esos culturetas carcas que no están en el siglo. Y preguntarte por qué no le van a dar el Nobel de Literatura a un cantautor (aunque hace poco hayas leído que «¿Por qué no “no”, entonces, si el mejor razonamiento que puedes hacer es por qué no?»), obviando el hecho de que hay poetas que también han sido cantautores (Boris Vian, sin ir más lejos) y cantautores que han sido pintores (Luis Eduardo Aute, por ejemplo) y hasta cantautores que han sido actores (el propio Bob Dylan), pero que si un cantautor, por el hecho de serlo, fuera ya poeta entonces no necesitaría guitarra. Alguien podría decirte esto, pero, entonces, sería fácil argüir que la poesía es mucho más que escribir en verso, que la poesía está en todos lados, está en el aire, en el fondo de uno mismo, en un viejo sentado en un parque y en un niño jugando con un barquito de papel. Si alguien insiste, diciéndote que los poetas son precisamente las personas que se dedican a intentar captar toda esa belleza re-creándola en firmes palabras, en obras a las que la palabra le basta por sí sola para evocarla, dispones de varios recursos: hablar de la dilatada trayectoria de Dylan, de su influencia, de la ocasión en que se publicó un libro con sus letras. Si todo esto falla, puedes terminar la polémica diciendo que hay que abrir la mente, acostumbrarse a los nuevos tiempos, democratizar la cultura (siempre es más fácil democratizar la cultura que democratizar la sociedad), abandonar los prejuicios (obviando el hecho de que los prejuicios nos sirven para establecer categorías entre lo que percibimos, permitiéndonos diferenciar, por ejemplo, entre un pene y una silla, lo cual nos permite andar con menos cuidado a la hora de elegir dónde sentarnos). Y, por supuesto, acabar diciendo que los tiempos están cambiando. Que nadie te quite tu final de artículo.

Eso sí: vas a guardar el borrador sobre Murakami (Haruki). Todavía es posible que, en una de estas, le den un Grammy.

P.S.: Lo que yo he nombrado como «Times are Changing» en realidad se titula «The Times They are A-Changin'». Gran error que espero no haya causado grandes males a la humanidad ni haya herido la sensibilidad de ningún fan de Dylan y que intento subsanar en esta nota.





Pequeñas grandes historias: La entrega, de Dennis Lehane

22 09 2016

«Los triunfadores pueden esconder su pasado, mientras que los fracasados se pasan el resto de la vida intentando no ahogarse en el suyo».

Dennis Lehane. La entrega.

 

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La entrega, de Dennis Lehane, 2014, Barcelona, Salamandra, 190 páginas.

Con algunas de sus historias, Dennis Lehane es capaz no solo de encogerte el estómago, sino, además, de conmoverte. Eso lo sabe cualquiera que se haya acercado a Desapareció una noche o Mystic River. Con La entrega vuelve a demostrarlo, en muchas menos páginas y de forma igualmente brillante.

Uno sigue con curiosidad casi cariñosa los pasos de Bob Saginowski, ese solterón grandote y algo simple que trabaja con su primo Marv en el bar que ya no es de Marv, sino del clan checheno de los Umarov, quienes lo utilizan, como otros tantos garitos, para recaudar los beneficios de apuestas ilegales. Lo sigue en su extraña relación con Nadia, la chica a la que conoce al mismo tiempo que al cachorro al que cree salvar la vida y que, en realidad, lo está salvando a él. Y cuando los pasos de Bob se adentran en terreno pantanoso, cuando el peligro le ronda personificado en las figuras del inquietante Eric Deeds, el inspector Evandro Torres y el propio primo Marv (cada uno de ellos propietario de su propia parcela en el infierno), la curiosidad se convierte en verdadero interés y el cariño en inquietud por lo que pueda pasarle a Bob, tan buena gente, tan asiduo a la misa semanal, tan tierno con las ancianas y los cachorros. Hasta que vamos descubriendo que Bob sabe cuidarse solo, que por algo, aunque vaya a misa, no comulga jamás.

Una historia pequeña, de barrio, que le sucede a gente de barrio, pequeña; gente inculta y no demasiado inteligente a la que aprendemos a amar u odiar (a veces ambas cosas a la vez) mientras aprendemos a entender sus motivos. Una historia pequeña que se convierte en una gran historia cuando descubrimos que lo importante es el juego entre lo que se muestra y lo que se oculta, no lo que se dice explícitamente. Con todo su discurso sobre la compasión, la culpa, la religión, la identidad, la injusticia, la búsqueda de la felicidad y las trampas de la memoria, esta novela aparentemente menor acaba convirtiéndose en una de esas historias que uno no olvida fácilmente.

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Por supuesto, novela negra, con todos los ingredientes habituales: violencia, engaños, atracos, tiroteos, negocios sucios, corrupción y tipos peligrosos. Intriga, suspense y giros sorprendentes. Pero puede que eso no me parezca lo más importante en esta novela. Quizá se deba a que estoy haciéndome mayor, pues algo similar me ocurre con Galveston, de Nick Pizzolatto, o con la relectura de las novelas Ross Macdonald.

Como sabrás si eres de los informados, La entrega está muy unida a su versión cinematográfica (escrita por el propio Lehane, dirigida por Michael R. Roskam, interpretada por Tom Hardy, Noomy Rapace y, en su última aparición, James Gandolfini), ya que debió de ir naciendo al mismo tiempo como guion cinematográfico (inspirado en «Protectora de animales», un relato corto del mismo autor) y como novela. Nada que objetar. Pese a que ese método ha dado origen a cosas muy flojas (Raylan, de Elmore Leonard), también hay notables precedentes de textos literarios con el mismo origen (2001. Una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke y La promesa, de Friedrich Dürrenmatt).

Opino que es indiferente el origen más o menos alimenticio de los textos. Lo que cuenta es el resultado. Y, en este caso, otros autores con más pretensiones no habrían podido volar tan alto como lo hace Dennis Lehane. Para eso hacen falta oficio, sensibilidad, inteligencia y, sobre todo, disponer de una buena historia que contar, de las que revuelven el estómago y, al mismo tiempo, conmueven.

 





El viajero involuntario

29 07 2016

Acostumbrado a la habilidad de Navona para ofrecernos pequeñas joyas no me sorprende que sea esta editorial la que publica en España El viajero involuntario, de Minh Tran Huy, una historia susurrada a través de tres continentes y de todo un siglo.

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El viajero involuntario, de Minh Tran Huy, Barcelona, Navona, 2016

La anécdota comienza en 2012, cuando Line, una francesa hija de vietnamitas cuyo oficio consiste en grabar sonidos de ambiente —aunque prefiere grabar silencios—, se topa en una exposición neoyorquina con la historia de Albert Dadas, el primer dromomaníaco diagnosticado: ese humilde gasista de Burdeos se hizo célebre a finales del siglo XIX, cuando fue estudiado por el raro trastorno mental que lo obligaba a viajar compulsivamente. Interesada por su caso, Line le dedicará el resto de sus vacaciones neoyorquinas y, según indague en su historia, la irá entendiendo como metáfora de otros viajeros y viajeras involuntarios, como la atleta somalí Safia Yusuf Omar, ejemplo célebre y paradigmático de tantos migrantes desesperados tragados por el mar. Y, mientras cruza el Atlántico de regreso a su París natal, hará ella misma un viaje hacia sus recuerdos y su historia familiar, marcada por la guerra, la injusticia y la diáspora.

A partir de esta premisa —el interés de su protagonista y narradora por la vida singular de un personaje real— Minh Tran Huy va moviéndose desde lo histórico a lo global y de ahí a lo íntimo de las conmovedoras peripecias —que adivinamos de origen autobiográfico— de una familia rota por los diferentes conflictos que sacudieron Vietnam desde el comienzo de su periodo postcolonial. Perspectiva interesante, por cierto, para un lector occidental acostumbrado a ver la historia de ese país desde una perspectiva muy diferente que, en el mejor de los casos, desemboca en el paternalismo. Pero, más allá de coordenadas espaciotemporales, me interesan en El viajero involuntario la exploración de la nostalgia, el desarraigo y la búsqueda de un hogar, la indagación en torno a cómo los fenómenos que la Historia archiva fríamente en sus anales afectan a miles de seres humanos con nombre y rostro, lo dramáticamente sencillo que puede llegar a ser para cualquiera llegar a convertirse en extranjero en su propio país.

Inteligente, sentimental, tierna a ratos, con un estilo amable que huye de jardines y fuegos de artificio, El viajero involuntario es uno de esos textos que se gozan sufriéndolos, entre la curiosidad y el reencuentro con viejos temas caros a toda buena literatura.








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