Ya sabíamos que Alfaguara siempre ha tenido buen ojo. Pero su mirada ha caído en los últimos tiempos sobre autores muy interesantes y muy poco conocidos en España. Acaba de publicar, por ejemplo, Que de lejos parecen moscas, de Kike Ferrari, que había pasado sorprendentemente desapercibida entre nosotros con la salvedad de alguna valiente y minoritaria edición digital (Ferrari es de esos autores a los que no hay que perder la pista: instintivo, rabioso y con una experiencia vital y lectora que enriquece sus textos y que ya podría tener más de un distinguido perpetrador de novelas) y, hace unos meses, hizo lo propio con Los que duermen en el polvo, de Horacio Convertini, que a primera vista (esa vista que se posa sobre las contraportadas o las sinopsis de las plataformas digitales) es una distopía con zombis (en realidad, infectados) pero que, en realidad, es muchísimo más.

Los que duermen en el polvo. Horacio Convertini. Madrid, Alfaguara, 171 páginas.
Como a Ferrari, a Convertini lo conozco de hace un tiempo y lo había leído en ediciones argentinas. De hecho, me hizo el honor de invitarme a prologar (junto a Paco Camarasa y Jorge Valdano) la edición española de El último milagro, una estupenda novela negra con toques Sci–Fi ambientada en el mundo del fútbol. Así que también sabía que Convertini es un escritor rápido, inteligente, capaz de interesarte en cosas a las que normalmente eres refractario porque consigue, a través de sus ficciones, hacerse preguntas importantes sobre la forma del mundo y el lugar que ocupan los seres humanos en él.
Y sí: Los que duermen en el polvo es, prima facie, una distopía con infectados. Esta vez, la infección ha estallado en Argentina y con ayuda de la comunidad internacional (que no desea que traspase sus fronteras) ese país ha trasladado su gobierno a Patagonia y establecido en la capital una zona de cuarentena cuyo límite es un muro alzado en el barrio de Pompeya. Al otro lado del muro están los infectados, zombificados caníbales que hay que contener a toda costa. A este, una guarnición dirigida por el Lele Figueroa, animal político que ve en esa situación de excepción una oportunidad para medrar. Junto a él, el ultrarreligioso Kadijevich, «un lobo desvariado por el amor a la patria», y el protagonista y narrador, Jorge, que ha acompañado al Lele, su incierto amigo de la universidad porque Pompeya había sido su barrio, porque él ya lo ha perdido todo, porque ya poco le queda por hacer.
Como en una novela de Dino Buzzati, Convertini establece una desasosegante alegoría a partir de la técnica de la postergación (los personajes saben desde el principio que habrá un ataque final, que todo se irá a la mierda, pero no saben cuándo será y la espera los enfrentará a sí mismos, convirtiendo a cada uno en su propio enemigo) y traza un mapa del dolor y la crueldad, no exento de un humor negrísimo, un erotismo sabiamente dosificado y un suspense alimentado por una trama criminal que aviva las llamas de la culpa y la pérdida que desde el inicio consumen al protagonista. Al mismo tiempo (una alegoría jamás tiene una lectura unívoca) habla sobre la compasión y la corrupción, sobre el amor y la pérdida, sobre los prejuicios heteropatriarcales y el complejo del macho en la era de la liberación de la mujer, sobre la manipulación de las masas y el origen del totalitarismo, sobre la degradación y la pérdida de la belleza.
Admiro la capacidad de Convertini para tocar, en una novela tan breve, tantos asuntos y tan inteligentemente, pasando de uno a otro o haciéndolos convivir sin brusquedad ni aspavientos, construyendo un texto que permite tantas lecturas como lectores pueda llegar a tener.
Los que duermen en el polvo es, sí, una distopía, una novela de infectados, una novela de suspense y una novela sobre el dolor. Pero, sobre todo, opino que es una lúcida pesadilla, un espejo que nos muestra una imagen de nosotros mismos que quizá no nos agrade, pero que se parece más a cómo somos realmente que a como pretendemos ser. Tras leerla, uno (triste, fatalmente) acaba entendiendo que ese muro de Pompeya está ahí, cada día: a un lado, hay manipuladores, corruptos y fascistas que ocultan sus oscuras maniobras bajo la máscara del eufemismo; al otro, infectados inconscientes que sobreviven por inercia y acompañan con sus gruñidos los compases de un tango que los primeros emiten por megafonía para entretenerlos y, de paso, divertirse a su costa. Y esta novela nos lleva, al fin, a preguntarnos de qué lado del muro estamos: si escribimos la letra del tango o la remedamos con un aullido.