Nadie puede dudar que vivimos una situación de emergencia nacional, una emergencia que, desde la economía, afecta a la sociedad en su conjunto (en especial a sus capas menos privilegiadas) y cuyas soluciones están socavando aquellas áreas más fundamentales de lo que cualquier demócrata consideraría un Estado: la educación, la sanidad, la protección social.
Pienso, con Vicenç Navarro, que esta situación se debe a las exigencias del pago de una deuda injusta que debería preocupar menos a nuestros gobernantes que esos cimientos del Estado que están socavando para satisfacerla. Pienso, de paso, que alguien está sacando mucho partido de esa tormenta de supuestas “reformas” (que otros llamamos involuciones) que están asolando lo público en favor de lo privado.
Pero, al margen de mi poco respetable opinión personal y de la mucho más respetable de Navarro, es un hecho objetivo que los presupuestos que manejan nuestras administraciones han adelgazado considerablemente.
Junto a este, hay otro hecho objetivo: la reorientación del gasto es una decisión política. Cuando un individuo dispone de diez euros y debe elegir entre tomarse un cuba libre o comprarse un libro de Dostoievski, al margen de los posibles discursos públicos que pueda hacer este sujeto, la decisión mostrará claramente cuáles son sus preferencias. Nuestro individuo podrá emitir una encendida defensa del ron de caña nacional antes de comprar El idiota, o explanar durante una hora las grandezas de la novela rusa del XIX mientras se acerca a la barra del bar. En cualquier caso, sabremos cuáles son sus intereses reales dependiendo de en qué se gaste esos diez euros.
Pues bien, el hecho al que voy a referirme es el siguiente: el presupuesto para adquisición de fondos bibliográficos para el próximo año del que dispondrán las Bibliotecas Públicas del Estado (cuya gestión corresponde al Gobierno de Canarias) es igual a 0 (cero) euros. Esto es: el presupuesto para adquisición de libros y revistas (y hasta periódicos) de las dos grandes bibliotecas en Canarias es como el yogur Activia, tiene un cero por ciento.
Sé que faltan diez minutos para que las almas caritativas y los demagogos disfrazados de personas razonables empiecen a hablar de donaciones. Pero soy de quienes piensan que no se debe apelar a la caridad para que quienes nos sirven hagan aquello para lo cual pagamos nuestros impuestos.
Cuando hablamos de reorientación del gasto, especialmente en cultura, nos encontramos con que existen gestiones opinables. Sin embargo, hay un gasto que a nadie razonable le podría parecer inútil. Y ese es, precisamente, el gasto en mantenimiento y renovación de los fondos bibliotecarios. Normalmente, pero especialmente en momentos de dura crisis económica, la biblioteca es un refugio. Y un refugio que resulta socialmente rentable. No voy a explicar aquí, porque no hace falta, los beneficios de las bibliotecas. Pero sí que arrojo la siguiente reflexión: Ray Bradbury, en su ficción cacotópica, Fahrenheit 451, describía una sociedad en la que los libros estaban prohibidos por las autoridades. Estas veían en ellos una amenaza y ordenaban su destrucción por el fuego. Estas autoridades eran inteligentes: sabían que los libros eran peligrosos y el miedo a esa semilla de reflexión individual que cada libro es se traducía en la conflagración. Nuestras autoridades, en cambio, ni siquiera rinden el tributo del fuego, que es el que siempre usaron aquellos que temen y, por tanto, respetan al libro. Por el contario: se limitan a obviarlo.
Un rápido cálculo: el pasado año, con un presupuesto para renovación de fondos de alrededor de 50000 euros, el número de usuarios de la Biblioteca Pública de Las Palmas de Gran Canaria estuvo en torno a los 435 000. Hasta noviembre, el cómputo correspondiente de 2012 rondaba los 470 000. Supongamos que este año (en el que, por motivos evidentes, muchas personas han dejado de comprar libros) los usuarios de esa biblioteca llegara al medio millón. Me niego a creer que la actual administración autonómica, con fondos provenientes del Ministerio de Cultura o sin ellos (en efecto: el Ministerio de Cultura tampoco recoge este epígrafe en sus presupuestos, como señaló Javier Marías en la rueda de prensa con motivo de su rechazo del Premio Nacional de Literatura), carece de 50 000 euros para destinarlos a esos fines. No hablamos de millones de euros. Ni siquiera de medio millón. Hablamos de 50 000 euros para proporcionar libros que estén a disposición de 500 000 usuarios.
Mientras yo repetía esta cifra, el paciente lector se habrá hecho ya la cuenta de memoria: diez euros por usuario. La pregunta es: ¿en qué preferirá nuestra administración gastarse esos diez euros? ¿En un libro o en un cuba libre?