Donde menos te lo esperas

30 11 2015

Si últimamente escribo poco en este blog es porque viajo mucho. No lo creé para contar mis viajes (como viajero soy un desastre) y, además, son viajes breves, visitas de médico de uno, dos o tres días como mucho, a lugares más cercanos que lejanos. Y tienen que ver casi siempre con actividades públicas: encuentros literarios, talleres, charlas, mesas redondas. En general, son agradables, sobre todo porque casi siempre suponen un encuentro con los lectores. Y eso, el encuentro con el lector, es para mí el cierre del círculo de la escritura. Los escritores que publicamos en vida tenemos a veces la suerte de comprobar que el texto ha llegado a su destinatario, poder conocer en persona a ese alguien que no tiene rostro pero que es el motivo último de tus intentos creativos. Es un placer que jamás Kafka o John Kennedy Toole conocieron.

Ese placer se acrecienta más si cabe cuando gracias a esos encuentros te permiten tratar a gente que despierta tu admiración, cuando, donde menos te esperas, encuentras un núcleo de activistas que se niegan a dejar morir eso que convenimos en denominar cultura y que, en general, importa bien poco a quienes organizan el cotarro desde arriba, salvando unas cuantas honrosas excepciones.

Eso acaba de ocurrirme hace solo un par de días. El viernes 27 tuve la suerte de poder mantener un encuentro con tres clubes de lectura del municipio de Fuerteventura, a saber, Entreletras, La Luciérnaga y Raíz del Pueblo, que tuvo lugar en el centro cultural al que pertenece este último club. Si no has estado nunca en ese centro, no deberías perdértelo. Raíz del Pueblo es una asociación cultural que nació en 1967. Desde entonces, sus instalaciones son un verdadero centro neurálgico de la dinámica sociocultural de su municipio. Cuentan con diversas instalaciones (biblioteca, sala de teatro, espacios para talleres y exposiciones), además de salas polivalentes que ceden por convenio a instituciones y otras asociaciones. Hasta la cantina cuenta con su propia programación paralela, que incluye ciclos de cine, conferencias y conciertos de músicos locales.

Foto: Selena Chacón

Foto: Selena Chacón

Allí, en la biblioteca, pasamos casi dos horas charlando con lectoras y lectores de La última tumba, en una actividad coordinada por Selena Chacón y Juan Jesús Darias, dos elementos peligrosísimos (filósofa y bibliotecaria ella, profe de Historia y sospecho que escritor clandestino él) a quienes ya conocía de otras trincheras de la palabra excavadas con sangre, sudor y tinta en esas mismas latitudes, donde siempre han sido para mí los anfitriones perfectos. La guinda del pastel fue encontrarme en el mismo aeropuerto, al llegar, al compañero David Galloway.

Sabía ya que Fuerteventura es mucho más que ese sitio al que vas a pasar las vacaciones, que allí  la cosa se mueve, que sus bibliotecas están vivas, que hay mucho interés por la cultura en general y la literatura en particular. Pero lo que no sabía era que existía un lugar como Raíz del Pueblo, ni gente como la que hace que siga vivo año tras año.

Y sí, viajo mucho últimamente y tengo muchos encuentros agradables y no siempre tengo tiempo de reseñarlos. Pero hoy, domingo por la noche, mientras preparo el trabajo de la semana que ha empezado hace ya un rato, mientras pienso en la maleta para el próximo viaje (donde seguramente encuentre a otros guerrilleros), he querido tomarme unos minutos para reseñar ese visita de médico a Corralejo y La Oliva, ese encuentro con los miembros de Entreletras, La Luciérnaga y Raíz del Pueblo, con Selena y con Juan Jesús, con todas esas personas que, como hormigas, están siempre haciendo cada uno su parte de un trabajo infinito cuyo resultado es que el mundo sea cada día un poco menos feo. Y para agradecerles que estén ahí, esforzándose por todos.





El penúltimo rebuzno

30 07 2013

«Las bibliotecas no dan dinero y hay 14 personas trabajando en ellas», ha afirmado Mari Carmen Castellano, alcaldesa de Telde, hablando de la posibilidad de ahorrar gastos.

Si lo que pretendía la ilustre alcaldesa era lanzar un globo sonda, hay que decir que este le ha estallado en la cara, porque sus declaraciones han despertado la indignación de los usuarios de las redes. Seguro que no comprende a qué viene el enfado de los internautas. Lógico: los ignorantes siempre ignoran que los demás no lo son.

Claro que las bibliotecas no dan dinero. Si lo dieran, empresarios corruptores y políticos corruptibles hubieran corrido ya a señalar su importancia, la necesaria eficiencia de estas para el normal funcionamiento de la sociedad, la imprescindible privatización de sus servicios (previo cobro de la correspondiente comisión, por supuesto). Por eso, porque las bibliotecas no dan dinero, los politicastros de medio pelo y los chorizos de cuello blanco las ignoran sistemáticamente y uno puede entrar en ellas y disfrutar de la compañía de gentes honradas que quieren ser, no más ricas, sino mejores personas.

Me resulta completamente indiferente el partido político al que pertenezca Castellano (en este caso, es el Partido Popular, pero me consta que hay energúmenos capaces de soltar barbaridades semejantes en casi todos los partidos y, por otro lado, también me consta que en el Partido Popular hay militantes y cargos que, por suerte, no piensan como ella). También me da igual el hedor a corruptela que la ha rodeado desde hace tiempo, las acusaciones por malversación, fraude, falsedad y blanqueo que han llevado a la Fiscalía a pedir cinco años de trena para ella.

Lo que no soporto es que alguien que ostenta un cargo público suelte esa lindeza en nuestro ámbito geográfico, donde educadores, bibliotecarios, gestores culturales y ciudadanos anónimos entablamos cada día una lucha por promover los hábitos de lectura y el acceso a la cultura como herramientas que permitan a los individuos enriquecerse espiritualmente, convertirse en mejores personas, en mejores ciudadanos, en seres algo más libres y un poco mejor formados, lo cual posibilitará, por ejemplo, que si un día, por mor de la fortuna o por su astucia a la hora de saber trepar, llegan a militar en un partido político y a alcanzar una concejalía o una alcaldía, tengan el necesario sentido común y el mínimo de sensibilidad suficiente para no escupir ante un micrófono barbaridades de este calibre.





Bibliotecas Activia

20 12 2012

Nadie puede dudar que vivimos una situación de emergencia nacional, una emergencia que, desde la economía, afecta a la sociedad en su conjunto (en especial a sus capas menos privilegiadas) y cuyas soluciones están socavando aquellas áreas más fundamentales de lo que cualquier demócrata consideraría un Estado: la educación, la sanidad, la protección social.

Pienso, con Vicenç Navarro, que esta situación se debe a las exigencias del pago de una deuda injusta que debería preocupar menos a nuestros gobernantes que esos cimientos del Estado que están socavando para satisfacerla. Pienso, de paso, que alguien está sacando mucho partido de esa tormenta de supuestas “reformas” (que otros llamamos involuciones) que están asolando lo público en favor de lo privado.

Pero, al margen de mi poco respetable opinión personal y de la mucho más respetable de Navarro, es un hecho objetivo que los presupuestos que manejan nuestras administraciones han adelgazado considerablemente.

Junto a este, hay otro hecho objetivo: la reorientación del gasto es una decisión política. Cuando un individuo dispone de diez euros y debe elegir entre tomarse un cuba libre o comprarse un libro de Dostoievski, al margen de los posibles discursos públicos que pueda hacer este sujeto, la decisión mostrará claramente cuáles son sus preferencias. Nuestro individuo podrá emitir una encendida defensa del ron de caña nacional antes de comprar El idiota, o explanar durante una hora las grandezas de la novela rusa del XIX mientras se acerca a la barra del bar. En cualquier caso, sabremos cuáles son sus intereses reales dependiendo de en qué se gaste esos diez euros.

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Pues bien, el hecho al que voy a referirme es el siguiente: el presupuesto para adquisición de fondos bibliográficos para el próximo año del que dispondrán las Bibliotecas Públicas del Estado (cuya gestión corresponde al Gobierno de Canarias) es igual a 0 (cero) euros. Esto es: el presupuesto para adquisición de libros y revistas (y hasta periódicos) de las dos grandes bibliotecas en Canarias es como el yogur Activia, tiene un cero por ciento.

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Sé que faltan diez minutos para que las almas caritativas y los demagogos disfrazados de personas razonables empiecen a hablar de donaciones. Pero soy de quienes piensan que no se debe apelar a la caridad para que quienes nos sirven hagan aquello para lo cual pagamos nuestros impuestos.

Cuando hablamos de reorientación del gasto, especialmente en cultura, nos encontramos con que existen gestiones opinables. Sin embargo, hay un gasto que a nadie razonable le podría parecer inútil. Y ese es, precisamente, el gasto en mantenimiento y renovación de los fondos bibliotecarios. Normalmente, pero especialmente en momentos de dura crisis económica, la biblioteca es un refugio. Y un refugio que resulta socialmente rentable. No voy a explicar aquí, porque no hace falta, los beneficios de las bibliotecas. Pero sí que arrojo la siguiente reflexión: Ray Bradbury, en su ficción cacotópica, Fahrenheit 451, describía una sociedad en la que los libros estaban prohibidos por las autoridades. Estas veían en ellos una amenaza y ordenaban su destrucción por el fuego. Estas autoridades eran inteligentes: sabían que los libros eran peligrosos y el miedo a esa semilla de reflexión individual que cada libro es se traducía en la conflagración. Nuestras autoridades, en cambio, ni siquiera rinden el tributo del fuego, que es el que siempre usaron aquellos que temen y, por tanto, respetan al libro. Por el contario: se limitan a obviarlo.

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Un rápido cálculo: el pasado año, con un presupuesto para renovación de fondos de alrededor de 50000 euros, el número de usuarios de la Biblioteca Pública de Las Palmas de Gran Canaria estuvo en torno a los 435 000. Hasta noviembre, el cómputo correspondiente de 2012 rondaba los 470 000. Supongamos que este año (en el que, por motivos evidentes, muchas personas han dejado de comprar libros) los usuarios de esa biblioteca llegara al medio millón. Me niego a creer que la actual administración autonómica, con fondos provenientes del Ministerio de Cultura o sin ellos (en efecto: el Ministerio de Cultura tampoco recoge este epígrafe en sus presupuestos, como señaló Javier Marías en la rueda de prensa con motivo de su rechazo del Premio Nacional de Literatura), carece de 50 000 euros para destinarlos a esos fines. No hablamos de millones de euros. Ni siquiera de medio millón. Hablamos de 50 000 euros para proporcionar libros que estén a disposición de 500 000 usuarios.

Mientras yo repetía esta cifra, el paciente lector se habrá hecho ya la cuenta de memoria: diez euros por usuario. La pregunta es: ¿en qué preferirá nuestra administración gastarse esos diez euros? ¿En un libro o en un cuba libre?





Bibliotecas, borregos y totalitarismos

13 07 2010

Un amigo que reside en otra isla y que está implicado, con otras muchas personas, en la apertura de una biblioteca para la cual solamente falta la colaboración (no económica, sino inmobiliaria) de un ayuntamiento que, hasta ahora, no ha hecho más que remolonear en este asunto (porque, al parecer, no le parece «interesante») me ha hecho preguntarme por qué me parecen importantes las bibliotecas. Por una vez, y sin que sirva de precedente, me he puesto a pensar y el resultado es el texto que transcribo a continuación.

La biblioteca, de Maria Helena Vieira da Silva

La biblioteca, de Maria Helena Vieira da Silva

Borges imaginó el universo con forma de biblioteca. Lo hizo en La biblioteca de Babel, uno de sus muchos cuentos inolvidables, donde se nos describe una biblioteca compuesta de “un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio”. Esta hermosa metáfora borgeana (cuya arquitectura homenajeará Umberto Eco en El nombre de la rosa) no es exacta para quienes pensamos que el universo es caos. El hexágono es una forma geométrica demasiado perfecta. Prefiero pensar en la biblioteca humana que nos propone Ray Bradbury en Fahrenheit 451. En esa novela de 1953 se nos describe un mundo futuro en el que los inconscientes ciudadanos (ajenos a que sus autoridades están a punto de iniciar una guerra nuclear) viven pendientes de enormes pantallas caseras de televisión mediante las cuales interactúan con una programación completamente superficial, carente de todo contenido (elaborando este resumen brutal, se me ocurre que ese mundo se parece alarmantemente al nuestro). En esa sociedad los libros están prohibidos (como sabe todo dictador, los libros son peligrosos, porque hacen pensar) y la ley castiga severamente a quienes los imprimen, distribuyen, leen o almacenan. Las bibliotecas clandestinas son pasto de las llamas (el título de la novela hace referencia a la temperatura a la que arde el papel) en incendios que provocan, paradójicamente, los bomberos, y sus poseedores y mantenedores son perseguidos con toda la burocrática eficiencia de los estados policiales. Tras huir de la ciudad, el protagonista (un bombero que ha sido denunciado por almacenar y leer libros), se une finalmente a un grupo de hombres y mujeres que se han exiliado para salvaguardar los libros, en espera de tiempos mejores. Su plan es sencillo y genial: cada uno de ellos ha memorizado un libro y su misión es recordarlo y traspasar este recuerdo a un miembro de la siguiente generación, para que, tras el inminente holocausto nuclear (el fin de ese régimen analfabeto), cuando puedan volver a imprimirse libros, el patrimonio inmaterial de su contenido se conserve intacto. Esto es: cada uno de los miembros del grupo es un libro; su grupo es una biblioteca; la supervivencia de una sociedad justa implica la supervivencia de estos individuos, la cual implica la supervivencia de los libros, imprescindible para la democracia.

Frente a la probablemente infinita (y, por tanto, probablemente abominable) de La biblioteca de Babel (ese cuento estupendo que siempre me produjo un verdadero terror metafísico), esta biblioteca de Bradbury me resulta más amable, más conmovedora. En primer lugar, de modo intuitivo, estético, porque en ella no interviene la geometría. Pero, sobre todo, por el hecho de que son los seres humanos quienes la sustentan, quienes la hacen posible y la perpetúan. La biblioteca de Babel podría subsistir sin los hombres; la de Bradbury no. Y es que existe un hecho bastante evidente que, sin embargo, los poderes públicos suelen olvidar: una biblioteca sin lectores no es más que un almacén de libros.

Cuando yo era niño, las bibliotecas eran (o así me lo hicieron creer) lugares casi sagrados, míticos y solitarios, donde el saber silencioso acumulaba polvo en las estanterías y donde utilizar la palabra era casi un sacrilegio. Las bibliotecas de hoy, por suerte, son bulliciosas. Me complazco en comprobar que las bibliotecas son lugares llenos de vida, donde estudiantes y usuarios de Internet se cruzan con ociosos que leen la prensa y aficionados al cine que rebuscan en las mediatecas. Cualquier persona seria se indignará porque me parezca bien este hecho (algunos de los necios más grandes que conozco son tenidos por personas muy serias), pero eso indicará que no se ha parado a pensar en que todas esos usuarios, aparentemente interesados en asuntos extra-literarios, realizan sus actividades en compañía de libros: los ven, los frecuentan, los huelen y los rozan y, tal y como afirma la sabiduría popular, “el roce hace el cariño”. En las bibliotecas continúa existiendo la función, evidentemente primordial, de servir como lugar de conservación de libros, para que podamos leerlos, consultarlos o tomarlos en préstamo. Pero, además, la oferta se ha ampliado con múltiples actividades que agrupan a ciudadanos de todas las edades y capas sociales en torno a actividades de narración oral, clubes de lectura, talleres creativos, competiciones de juegos de mesa, exposiciones, conferencias y mesas redondas. O simplemente, son puntos de reunión. Ya que la vida bulle allí, allí se producen diarios encuentros. El lector que quiera hacer la prueba puede visitar cualquier biblioteca. Será testigo, como lo soy yo cada día, de cómo los adolescentes se hacen la corte con el pretexto del estudio, de cómo se encuentran viejos amigos que no se veían hacía años, o de cómo padres y madres jóvenes acuden a ellas acompañados de sus hijos. Las bibliotecas de hoy están vivas. Más vivas que nunca. Son un eminente centro de la vida civil. Y ello es debido a que la sociedad las reclama y las usa. Son los miembros de la sociedad civil (y no los poderes públicos) los que hacen que existan las bibliotecas tal y como cualquier amante de la difusión cultural las entiende. Los poderes públicos, sin embargo, cumplen una función (quizá debería decir la función, pues es, en mi opinión, esta su condición de existencia) imprescindible: garantizar la existencia de las infraestructuras necesarias para que toda esta vida sea posible. Y, así como he comprobado con alegría cómo por toda nuestra geografía se extiende una estupenda red de bibliotecas dependientes de todo tipo de instituciones (y gestionadas, por cierto, por personas cuya labor es inestimable, con una pasión a prueba de sueldos mínimos e inestabilidades laborales), también he comprobado con tristeza, cercana a la vergüenza ajena, que existen municipios y zonas que todavía no cuentan con su propia biblioteca. Porque nadie se ha preocupado de ello, porque se está más interesado en el bienestar económico que social, o porque se entiende el sector de la gestión pública de la cultura como algo más cercano a las actividades de “Ocio y Festejos” que como lo que realmente es: algo intangible, que no hace demasiado ruido (o, al menos, no tanto como unos voladores o un macro-concierto del último canchanchán de moda en esta temporada) pero cuya presencia es indispensable si se pretende vivir en una democracia sana en la cual sus miembros estén no solamente informados sino también formados, para que cuenten con un patrimonio intangible que les proporcione los parámetros necesarios para pensar por sí mismos y contribuir así al desarrollo y perpetuación de ese mismo patrimonio con su participación activa. A nadie se le escapa (mucho menos al totalitarismo del pensamiento único) que sin todo esto los ciudadanos no serían ciudadanos, sino simples borregos manejados a sus anchas por los poderes económicos y políticos.

No imagino el universo como una biblioteca, porque, como ya dije, la imagen que tengo del universo es caos. Pero todas aquellas herramientas que concibo para intentar poner algo de orden que me ayude a transitar por ese caos están contenidas en los libros. Por eso no concibo un mundo sin libros. Y, por supuesto, lo que jamás concebiré, es una sociedad justa (una sociedad madura, una sociedad con presente y con futuro) sin bibliotecas. Cuando recuerdo a Bradbury y su novela, un resorte que está en mi educación o en mi memoria sentimental o, simplemente en mi sentido de la estética (o de la ética), me lleva ineluctablemente a pensar que cada vez que alguien, por acción o por omisión, impide o, simplemente, obstaculiza la posibilidad de existencia de una biblioteca, está dando, consciente o inconscientemente, un decidido paso hacia el totalitarismo.








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