En la adolescencia, en un cancionero elaborado por algún colectivo juvenil cercano a las izquierdas (no recuerdo cuál: eran muchos los colectivos y muchas las izquierdas aunque para nosotros la Izquierda era una sola) descubrí una canción que destrocé más de una vez, en reuniones con amigos, en asaderos y excursiones, entre otras muchas de Silvio Rodríguez, de Joan Manuel Serrat, de Atahualpa Yupanqui, de Luis Eduardo Aute o Pablo Milanés. Aquella canción olía a revolución y a esperanza, a perseverancia en los ideales que creemos justos, a larga paciencia en épocas oscuras. Más tarde descubriría que el autor de aquella canción era un señor campechano y serio tras unos ojos redondos que, sin embargo, parecían sonreír. Le vi recorrer pueblo tras pueblo, ir a visitar al rey con la boina puesta, cosa que el rey aceptó con campechanía (ya se sabe, el rey es campechano, como si eso resultara ser en él una virtud) y enfrentarse a solas a un centenar de individuos que pretendían impedirle hablar. En esa ocasión dio a entender, creo, algo importante: quienes han estado toda la vida impidiendo que hable el pueblo, debería callar ahora y dejar que se escuchen otras voces que no sean las suyas.
Ahora ese señor grandote (no sé qué altura tenía realmente, pero yo siempre lo imaginaba como a alguien grande, quizá porque su talla moral contagiaba, en mi mente, a la física), ha fallecido tras una enfermedad larga y yo echaré de menos su mochila, su boina y su guitarra, igual que echaba de menos durante las retransmisiones desde el Congreso escuchar hablar a alguien que me cayera realmente bien.
Un amigo me dijo en cierta ocasión: «Si todos los políticos fueran como José Antonio Labordeta, este país sería menos absurdo». Siempre sospeché que tenía razón. Pero esas cosas nunca se comprueban hoy: siempre mañana.