
La palabra mágica, Augusto Monterroso, Barcelona, Navona, 145 páginas
Navona recupera para Los ineludibles (esa colección hasta ahora casi perfecta) La palabra mágica del guatemalteco (nacido en Honduras y exiliado en Chile y México), Augusto Monterroso. Yo lo leí por primera vez, creo, hacia finales de los años noventa. Hoy he vuelto a disfrutarlo como en aquella ocasión. Supongo que más.
El maestro de lo breve, célebre por firmar uno de los microrrelatos más imitados de la historia («El dinosaurio») publicó originalmente en 1983 este libro que, como todos los suyos, es conciso, bello y luminoso, lleno de senderos que conducen a los grandes temas, pero también a rincones donde la erudición y la ironía se combinan para desenmascarar tanto la banalidad de los academicismos inútiles como la vacuidad del discurso de ciertos mercaderes de la palabra. Siempre con ese estilo suyo, leve y limpio, que es como un discurso susurrante y sonriente al mismo tiempo.
Reflexiones sobre el oficio de la traducción (o la imposibilidad de ejercerlo), sobre las obras y biografías de Horacio Quiroga, Ernesto Cardenal o William Shakespeare o sobre el auge de las novelas sobre dictadores durante el boom latinoamericano (con especial atención a Miguel Ángel Asturias) conviven en las páginas de este volumen con un hilarante texto acerca del «género obituario», con el relato sobre una cena soñada a la que habrían de asistir, entre otros, Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Bárbara Jacobs y ¡Franz Kafka! o con algunos de esos cuentos de los que solo él era capaz («De lo circunstancial o lo efímero…» y «Las ilusiones perdidas»).
El resultado, como siempre que el lector se acerca a Monterroso, son unas cuantas horas de puro placer que abren la puerta a la lectura o relectura de otros muchos textos, mientras vuelve a mirar desde puntos de vista diferentes algunos problemas que le han preocupado o, al menos, ocupado, desde que comenzó a leer.
Cuando surge el asunto de Monterroso, de los textos de Monterroso, de las conferencias y las mesas de debate y las anécdotas de Monterroso, suelo convertirme (todavía más) en un pesado insoportable y hablo de él durante horas y horas, haciendo exactamente lo contrario de lo que solía hacer él. Al comenzar esta entrada me propuse lo contrario: ser (como decía Calvino que el propio Monterroso era) misericordiosamente breve, así que inserto aquí ya ese punto que él tanto odiaba y respetaba. Los lectores de Monterroso (esa secta que susurra y sonríe) me entenderán.