-Jesucristo es el Señor encarnado.
Y así fue como el niño comenzó a pensar que Jesús era rojo.
-Jesucristo es el Señor encarnado.
Y así fue como el niño comenzó a pensar que Jesús era rojo.
Al principio pensó que se trataba de un grano. Como estaba situado sobre el bíceps izquierdo y él tendía al sedentarismo, no le molestaba demasiado. No obstante, no le dolía. Era como un quiste sebáceo que no aporta incomodidad alguna allende la estética. Sin embargo, al observar su rápida evolución, comenzó a inquietarse: mientras que el lunes no abultaba más de unos milímetros y sólo lo notó al rascarse descuidadamente, el jueves por la noche, en cambio, había alcanzado las proporciones y la forma de una almendra. Además, presentaba un color violáceo que no indicaba nada bueno. Su mujer, igualmente preocupada, anunció que al día siguiente, por la mañana, irían al médico. Él, en contra de su costumbre, asintió.
De madrugada, le despertó un escozor insoportable. En la oscuridad, pudo palpar algo viscoso que cubría el forúnculo, ahora algo menos voluminoso. Supuso que era pus, que, en efecto, se trataba de un grano y que había reventado. Se levantó, cuidando de no despertar a su mujer, y fue al baño, agradeciéndose no tener que perder la mañana en la consulta del médico. Cuando encendió la luz, se enfrentó al horror: el fino hilo de sangre que recorría el antebrazo, el trozo de carne que se abría y cerraba en el inconfundible reflejo de un parpadeo, el ojo azul (ese ojo azul que no era suyo, que no pertenecía a su cuerpo y que formaba parte irremediable de él) devolviéndole una mirada de asombro.
“Llamadme Ismael”, dijo la joven señora Ahab, convenientemente travestida, antes de enrolarse en aquel barco en cuyo alcázar sabía al hombre que la fascinaba, obsesionado por todo aquello que no fuera ella.
Soñó que por fin conseguía tomar ese vuelo al Caribe. La travesía transcurría con tranquilidad. El tiempo era sereno. Las turbulencias, mínimas. El interior del avión era más amplio, más confortable de lo habitual. Todo era perfecto. Faltarían unos minutos para llegar a su destino cuando se percató de la desaparición de los auxiliares de vuelo, quienes hasta ese momento se habían comportado de manera refinadamente amable. Poco después, escuchó, con pavor, la voz del comandante que surgía de los altoparlantes diciendo:
-Señores pasajeros, esto es una grabación…
Hay un señor bajito que se indigna. Se indigna por las pintas de los jóvenes de hoy, por sus modos inciviles, por su lenguaje degradado, por sus impúdicas demostraciones de afecto en público. Se indigna por las ancianas, que cotorrean incesantemente en los mercados o guardan silencio mirándole con húmedos ojos de cachorrillo cuando no encuentran asiento en la guagua y él sí. Se indigna por esa acera que el ayuntamiento nunca arregla y por las obras públicas que jamás-cesan-de-terminar-de-acabar.
Y le indignan sus vecinos. Le indignan porque cierran sus puertas o porque las mantienen abiertas; porque escuchan a Javier Solís o a Alfredo Kraus; porque canturrean coplas mientras friegan los platos o se empeñan en alimentar y cuidar canarios, gatos, perros, loros o cualquier otro bicho inmundo que no sirva más que para comer, ciscarse, armar escándalo o transmitir enfermedades (las peceras no suelen indignarle, pero sí le indigna la desagradecida indiferencia de los peces). También le indignan sus vecinos ancianos, que esperan como vírgenes edulcoradas la semanal y ruidosa peregrinación de hijos y nietos, pero no le resultan tan indignantes como los vecinos jóvenes y su persistente hábito de hacer el amor. A propósito, y dicho sea de paso, le indigna el desmesurado crecimiento de la población, las abortistas, las píldoras anticonceptivas, los diafragmas, los preservativos, el coito oral y el onanismo.
Pero las cosas que más le indignan no provienen de la vecindad, sino del exterior.
Le indignan la televisión, los fumadores, la clase política, los sindicatos, los conciertos al aire libre, la patronal, los conductores, los desheredados, los ciclistas, la clase media, los patinadores, el clero, los funcionarios, los inmigrantes y los de aquí.
Sus ataques de indignación son cotidianos, explosivos, expansivos. Cada mañana despierta con su diaria semillita de sorda indignación contra algo o alguien, y la indignación va creciendo en su interior durante el día. Por la tarde, nada más llegar del trabajo, corre a su ordenador y escribe. Escribe largas cartas de queja, con profusión de mayúsculas, negritas y subrayados. Redacta manifiestos, confecciona archivos de Power Point e incluso graba vídeos reivindicativos, en los que denuncia con nombre y apellidos (cuando los sabe) a los causantes de su indignación. No tiene pruebas, pero no duda en acusarles, porque él-sabe-que-le-asiste-la-razón. Luego los envía masivamente (mantiene contactos con muchas otras personas, tan indignadas como él, que contribuirán a su difusión), los cuelga en las redes sociales y en alguno de sus numerosos blogs (que firma, eso sí, con pseudónimo).
Estos trabajos le dejan exhausto pero despiertan en él tal entusiasmo que, cuando llega la noche, con la satisfacción del deber cumplido, se dispone a llamar a su mujer para contarle sus últimos progresos en el liberador ejercicio de la indignación.
Pero no llega a hacerlo, porque, cuando está a punto de pronunciar su nombre, recuerda que ella ya no está. Lo que no consigue recordar, por más que lo intente, es cuándo se fue, en qué preciso instante decidió desaparecer. No consigue averiguar si su marcha ocurrió poco antes, o bien poco después, del momento en que él adquirió la costumbre de indignarse.
Por supuesto que se siente feliz. El retorno de su amado fue durante años su mayor anhelo. Él trajo de nuevo el orden a Ítaca. Ahuyentó a los arrogantes pretendientes. Impuso respeto en su casa. Pero, en ocasiones, cuando la Aurora de rosáceos dedos invade el cielo, Penélope se demora en el lecho, experimentando ciertas dudas acerca del futuro junto a ese cuerpo cansado que reposa junto a ella y que ya no es el mismo del héroe vigoroso de antaño. Entonces, aunque jamás lo confesaría, se pregunta qué habrá sido de aquellos altivos galanes que gozaban en su patio.
No temo a los espectros, pero tengo miedo de convertirme en uno. Por eso, te lo ruego: deja de pensar en mí mientras acaricias ese cuerpo que no es el mío.
Escher: Belvedere
En un palacio hay una torre en la cual hay una sala donde hay un armario que alberga un cajón en cuyo interior hay una caja. Si abriéramos esa caja, descubriríamos que guarda un palacio, una torre, una sala…
Remedios Varo
En un anónimo taller de Brooklyn hay un hombre intentando reparar un reloj. Anciano y minucioso, el relojero se inclina sobre el estropeado mecanismo, ajeno a la importancia de su labor.
Detectado el problema (la fractura de una ruedecilla dentada), el relojero se pregunta ahora cómo solucionarlo, ya que no dispone de repuesto para la pieza, fabricada hace al menos cuarenta años por una empresa que ya no existe. Revuelve sus cajones, buscando algún objeto similar que pueda sustituir a la pieza fracturada, y, finalmente, encuentra algo que podría servir. Es una rueda parecida, perteneciente a una vieja leontina, aunque quizá sea demasiado grande para encajar adecuadamente. Tras mucho meditarlo, decide que no hay salida. Monta la rueda en el mecanismo y da cuerda al reloj. Después de funcionar durante unos segundos, la nueva pieza rompe los dientes del mecanismo central. El reloj se ha parado definitivamente.
El relojero ignora que justo cuando el reloj comenzó a pararse, una mujer berlinesa de mediana edad empezó a notar un agudo dolor en el pecho. Ignora que el día en que el propietario del reloj detectó su mal funcionamiento, la mujer de Berlín acudió a su médico, que diagnosticó una preocupante afección cardiaca y recomendó una arriesgada operación quirúrgica. Ignora que, en el mismo instante en que el reloj le fue entregado para su reparación, la mujer firmó la hoja de ingreso en el hospital donde sería sometida la cirugía.
Quizá por eso no ve nada de especial en empaquetar las piezas en una bolsa de papel en la que escribe el nombre del propietario y la palabra “Irreparable”, con una mano que empieza a sentir la horrible nada de una apoplejía tan solo unos segundos después, justo en el instante en que un viejo reloj de pulsera cae al suelo en una gélida calle de Helsinki.
-Perdone que grite tanto –se disculpó el hombre-. Es la primera vez que me asesinan a puñaladas.
Alexis Ravelo (la foto es de Chiqui García). Escribidor calvo de Las Palmas de Gran Canaria. Novela negra, cuentos y microrrelato, libro infantil y juvenil, teatro y televisión y, en general, cualquier cosa susceptible de ser escrita y que contribuya a permitirle sobrevivir a base de bocadillos de chopped.
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