Anfitrión

26 05 2013

Los escritores fueron convocados. Como se les dijo que habría cóctel y canapés, acudieron todos sin excepción, desde el incierto diletante al maestro indiscutible. Palmeando o mostrándose espaldas, mirándose de frente, de reojo o desde arriba, según quién y a quién, estrechándose manos o intercambiando besos, disfrutaban del que ellos suponían merecido ágape cuando, de pronto, sonó la voz del anfitrión, quien ordenó la amputación de las manos de todos los asistentes, un momento antes de que un ejército de verdugos enormes e imperturbables, se aplicara rápida y eficazmente a la tarea. Fueron trasladados después a sus respectivos domicilios, previa asistencia sanitaria, mientras aún se oían las quejas y los sollozos de quienes no se habían desmayado.

Un mes más tarde, casi la mitad de los escritores había aprendido a escribir con los pies. El anfitrión volvió a convocarlos, prometiendo un suntuoso banquete de desagravio. Cuando estuvieron reunidos, los verdugos se pusieron rápidamente a trabajar. Pero en esta ocasión decapitaron a todos aquellos que no habían aprendido a escribir con los pies, y cortaron los pies de quienes sí lo habían hecho.

Nuevamente en su casa, la mayoría de los escritores supervivientes desistieron de proseguir con su oficio. Pero, unos pocos, en concreto, diez, aprendieron a teclear con la nariz.

Para la siguiente atrocidad no hubo convocatoria pública. Los verdugos, organizados en pelotones nocturnos, fueron entrando en las casas de los escritores y llevaron a cabo la matanza en una sola madrugada de cuchillos sanguinolentos e inútiles peticiones de clemencia. Ejecutaron a todos los escritores, menos, por supuesto, a aquellos diez nasoamanuenses, a quienes cortaron la nariz.

De esos diez, tres aprendieron a utilizar la pluma con la boca. Los restantes fueron ejecutados anoche.

Hoy nos convocó nuevamente el anfitrión. Tres suntuosos carruajes vinieron a buscarnos. Asistimos, resignados, a las que creíamos nuestras últimas horas.

El anfitrión nos agasajó con un majestuoso banquete y nos agradeció, no sólo nuestra asistencia, sino lo que él describió como nuestra paciencia infinita. Luego se comprometió a mantenernos durante el resto de nuestras vidas, y, cuando estas cesaran, a publicar nuestras obras completas, erigir monumentos conmemorativos en nuestra memoria, poner nuestros nombres a calles, bibliotecas y centros educativos. También se responsabilizó, en adelante, de liberar cualquier suma que considerásemos oportuna, y satisfacer cualesquiera necesidades (o caprichos) que llegásemos a imaginar. Pero todo esto con una única aunque ineludible condición: que continuásemos escribiendo.

En mi casa, al regreso de esa visita en la que temí hallar la muerte, he entendido el verdadero propósito del anfitrión, el objetivo que se escondía tras su aparente crueldad.

La pluma se desliza con lentitud sobre el papel. Mi saliva produce borrones en los senderos tortuosos de la tinta, pero ahora (únicamente ahora) sé cuál es el verdadero sentido de mi existencia. 





Buzón de voz

26 05 2013

fotomicros

El mismo ritual cada vez que regresa: dejar las maletas, quitarse la americana y los zapatos, abrir las llaves del gas y del agua, aflojarse el nudo de la corbata y servirse una cerveza. Después, solo después, tomar asiento en el sofá con el teléfono, un bolígrafo y un bloc de notas, dispuesto a escuchar los mensajes de su buzón de voz.

En esta ocasión, el primero es de un colega que le apura para que entregue un informe que tiene pendiente. Acabar dossier, anota en la página virgen. El segundo mensaje es de su madre. Pregunta si no ha llegado aún. Por sus cuentas, él debía haber regresado ya. Apunta: Llamar a mamá. Lo hará mañana. Son ya casi las once de la noche de un domingo. El sistema nervioso de su madre nunca ha podido soportar el timbre del teléfono pasadas las diez. El tercer mensaje lo escucha desde el asombro, desde el estupor más absoluto, desde la más completa incertidumbre. Lo reproduce una segunda vez. Únicamente comienza a entenderlo a la tercera. En la grabación, una voz de mujer de mediana edad dice:

“Soy yo. Sé que prometí no volver a ponerme en contacto contigo nunca más. Pero, lo siento, no podía marcharme sin despedirme de ti. Te estarás preguntando cómo conseguí tu número de ahora. Fue Diego quien me lo dio. No se lo eches en cara. Le tuve que dar mucho la lata hasta que lo soltó. Tengo una caja de pastillas y una botella de tequila. Con eso será suficiente. Pero antes de hacerlo, solo quería decirte que eres la única persona a quien he amado de verdad, aunque ahora ya nada de todo eso importe mucho. Quizá tengamos más suerte en otra vida, en que seamos menos orgullosos, más comprensivos, menos tontos. Adiós, mi amor”.

Cuando comprueba que no hay más mensajes después de este, se queda con el auricular en una mano y el bolígrafo en la otra, pensando. Se encoge de hombros, deja el teléfono a un lado y escribe: ¿Quién es Diego? Luego da un trago a la cerveza y añade: Llamada equivocada.





Gastronomías 2

30 10 2012

Como él era el más sibarita de los caníbales y la prensa decía que aquel filántropo millonario tenía buen corazón, no descansó hasta que pudo arrancárselo y devorarlo. La experiencia resultó decepcionante: como todos los corazones acaudalados, el corazón era pequeño, duro y reseco, y le dejó en el paladar un filoso sabor a hiel.





Gastronomías

28 10 2012

Cuando su hijo se ahogó, el viejo pescador prometió vengarse de la mar: “Acabaré contigo –juró–. Te beberé”.

Desde entonces, cada noche, mientras la pequeña aldea duerme, el anciano baja a la playa y da largos tragos de esa agua salada y abominable. Luego vuelve a casa y combate sus cólicos con la rabia y el aguardiente.

Por la mañana siempre regresa y observa a la luz del día la evolución de su revancha lenta, incesante, inexorable, mientras los otros viejos marineros comentan que es curioso que la línea de pleamar esté cada vez más lejana. Será el cambio climático, sugieren aquellos que leen la prensa.





Amigo del misterio

13 06 2012

Acaso por sentir que la vida tiene algún sentido, acaso por combatir el inevitable tedio cotidiano, últimamente solo piensa en el conocimiento científico para soslayar las certidumbres de este. Se ha convertido en un amigo del misterio, en un cazador de mitos. Para él, los perros salvajes son chupacabras; las sombras nocturnas del bosque, presencias fantasmales; una saturación fotográfica, la irrefutable prueba de la existencia del ectoplasma; unas ruinas prehispánicas, la evidente pista de aterrizaje para naves extraterrestres. Desaprensivos editores y productores televisivos proporcionan abundante material periódico a su búsqueda de enigmas. Autoestopistas que desaparecen sin despedirse, premoniciones, conspiraciones masónicas, luces inexplicables, misterios vaticanos y apariciones marianas pueblan ese universo en el que la parapsicología es una ciencia y la lógica, poco más que una molestia soslayable.

En su mental colección de mitos no figuran, no obstante, los milagros diarios. Jamás se le ha ocurrido buscar el misterio donde realmente está: en la ineluctable lealtad de sus amigos; en las sonrisas que los desconocidos se devuelven en las calles de su ciudad; en la inexplicable belleza de los lunares que pueblan la espalda de su amante; esas cosas que no dan para hacer programas de televisión los domingos por la noche, pero suponen una precisa constatación del asombro.





A la manera de Campos-Herrero

2 04 2012

Soñó que se tatuaba en la espalda el mapa de una ciudad donde jamás había estado. Al despertar, se hallaba en un dédalo de callejuelas desconocidas.





Soluciones radicales

9 01 2012

El partido ganó las elecciones repitiendo una y otra vez que acabaría con el desempleo y su líder, ahora Presidente del Gobierno, siempre se ha jactado de cumplir con su palabra. Por tanto, nada más formar gabinete, dio órdenes precisas a sus ministros. Una semana más tarde, los desempleados comenzaron a ser convocados, por orden de antigüedad, en las oficinas de empleo. “Me han citado en la oficina de empleo”, anunciaban a sus allegados. “Es posible que al fin me den un trabajo”, comentaban a sus amigos. Así, entre la sorpresa y la ilusión, partían hacia su oficina correspondiente. Y de igual forma entraban en las dependencias, extrañados de no toparse con la sempiterna cola interminable. Cuando se les hacía pasar a uno de los despachos del fondo y un funcionario comprobaba su identidad y la antigüedad de su demanda, aún conservaban una especie de sonrisa en la mirada. Finalmente, se les pedía que cruzaran sin llamar la puerta que había tras el funcionario. Al abrirla, la sonrisa de sus ojos acababa por enfriarse del todo: allá, al otro lado, estaba oscuro. Sin embargo, pocos desempleados hubo que debieran ser empujados hacia el interior; la mayor parte entraron por propia voluntad.

Jamás ha vuelto a saberse de ninguno de ellos. Las familias han ido agrupándose en asociaciones, apoyadas públicamente por algunos colectivos y partidos minoritarios. Y, desde hace algún tiempo, la prensa ha comenzado a hacerse eco (eso sí, tímidamente) de la noticia. Por supuesto, hay teorías para todos los gustos, y el Gobierno, como es natural, respeta la libertad de expresión. De hecho, en las últimas semanas se ha hecho eco de las voces críticas y ha abierto un negociado para investigar estas extrañas desapariciones. Pero se niega a tratarlas colectivamente o por medio de intermediarios interesados en politizar la desgracia. Tratará con cada una de las familias afectadas, a quienes citará individualmente en dependencias oficiales.





En el limbo de los nombres

13 12 2011

Hoy volví a verlo. Habitualmente, nuestros encuentros —tan casuales como inevitables, tan breves como incómodos— tienen lugar en conciertos al aire libre, ferias de artesanía o fiestas de Carnaval. Esta vez, en cambio, la cosa ocurrió en una librería. Yo ya estaba allí cuando él entró. Me encontraba frente a la estantería donde un libro de Carver se resistía a mi apetito y vi por el rabillo del ojo cómo me descubría, cómo mostraba la eterna sonrisa ante el reconocimiento, cómo alzaba los brazos con gesto afable, dirigiéndose hacia mí para aferrar mi mano con su diestra, mientras con la zurda me palmeaba el hombro. Lo qué pasó, los ya, coño, cuánto tiempo, dieron paso a los cómo estás, los cómo va la cosa, los ya ves, siempre lo mismo ¿y tú?, los sobreviviendo que no es poco, los con la que está cayendo.

Durante un buen rato jugamos a ser esos dos viejos amigos que no somos, a recordar otros amigos comunes que nunca tuvimos y parrandas legendarias que no nos corrimos juntos, a sentir nostalgia de un pasado que jamás existió. Finalmente, la incomodidad impuso sus silencios, buscó excusas para que cada uno pudiera irse libremente a lo suyo: él continuó hacia la sección de novela histórica; yo compré sin ganas ese libro de Carver que me entristecerá como siempre me entristecen todos sus libros. La despedida fue breve: un mero saludo con la mano antes de que yo saliera del establecimiento, dejándolo perdido entre la historia y la ficción.

Antes, tras estos encuentros, me sentía terriblemente mal por no saber cómo se llama mi supuesto amigo, tan supuestamente cordial, tan supuestamente contento de haberme encontrado en medio de los océanos del azar; ahora ya no experimento esa sensación, porque estoy absolutamente seguro de que él tampoco recuerda mi nombre.

Los dos, a fin de cuentas, somos lo mismo: hipócritas bienintencionados que evitan darle un disgusto a alguien a quien ni siquiera conocen, como si eso fuera algo parecido a estrangular a un gatito, a abofetear a un anciano, a escupir en el pan.





Fuentes de alimentación

11 12 2011

               

Mientras ordena el salón, descubre por qué abunda más el horror que el amor. El hallazgo es tan repentino como sencillo: todo el horror del mundo cabe en un mando a distancia; todo el amor del mundo cabe entre las páginas de un libro de sonetos. Un libro no resulta tan manejable, tan práctico, tan fácil de manipular con una sola mano. Sin embargo, aún queda esperanza: un libro no necesita baterías.





De segunda clase

11 12 2011

En cierta ocasión, un piloto le contó que el momento más peligroso de un viaje en avión es el despegue. Por eso cierra el periódico. Cuando alcancen la velocidad de crucero continuará leyendo el reportaje especial sobre la Cumbre de Durban; pero ahora el aparato avanza hasta tomar su posición en la pista mientras las auxiliares representan por enésima vez la comedia de las medidas de seguridad para un público que las ignora minuciosamente y su vecino de asiento echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y hace profundas inspiraciones. Él, en cambio, abre mucho los ojos y mira por la ventanilla, intentando registrar cada edificio del aeropuerto, cada ola del mar cercano, cada promontorio y piedrecita del descampado que rodea la pista. Se dice, como se dice siempre en estos casos, que cuando un avión despega, solo hay dos clases de pasajeros: quienes cierran los ojos y quienes los mantienen bien abiertos.








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