El Waltari que no conocíamos

7 12 2017

En nuestro país conocemos a Mika Waltari (1908–1979) principalmente por Sinuhé el egipcio. Si acaso, por El etrusco. Pero el autor finlandés firmó veintinueve obras teatrales, media docena de libros de poemas y veintiséis novelas. Muchas de ellas fueron firmadas con seudónimo, como Estas cosas jamás suceden, que apareció en 1944 en finés bajo la firma de Leo Arne, y que ahora Navona (esa gente que brilla especialmente cuando nos trae joyitas olvidadas y nuevas traducciones de clásicos) publica en traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz (que ya vertió al castellano La gran ilusión para Gallo Nero).

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Estas cosas jamás suceden, de Mika Waltari. Barcelona, Navona, 2017, 125 páginas.

La anécdota es sencilla, casi pedestre: el viaje de trabajo de un hombre de negocios se convierte de pronto en una aventura en la convulsa Europa del Este de 1939, en la que trabará contacto con pilotos intrépidos, militares, revolucionarios, arrieros, taberneros y hasta un grupo de cómicos ambulantes. Por supuesto, en este dramatis no podía faltar, y no falta, una mujer misteriosa. Desde Eric Ambler hemos leído muchas novelas de aventuras y de espías con este o similares planteamientos. Sin embargo, ninguna se parece, ni de lejos, a esta.

Para empezar, porque Estas cosas jamás suceden tiene la consistencia de los sueños (y, a ratos, de las pesadillas) y goza también de su lógica: es una historia en la que no aparecen nombres propios, en la que los viajeros no se sabe exactamente adónde van ni para qué. Y tampoco importa demasiado. De manera sutil, con oculta precisión, el relato crece al mismo tiempo que se va trazando el camino a la libertad para un comerciante maderero desolado por un largo duelo, al final de un matrimonio infeliz y oculto tras una comodidad financiera que funciona como una prisión. No obstante, su aventura no goza de la belleza de la épica: está llena de sangre, de violencia, de horror e incertidumbre, de hedor y fealdad, de paisajes descritos siempre desde el expresionismo (ya se hable de espacios abiertos o cerrados), de personajes que parecen salidos de los Caprichos de Goya o las oníricas estampas de El Bosco.

Así, esta novela corta se convierte en un largo poema sobre el dolor, el luto, la búsqueda del sentido a una vida malgastada, el hallazgo de la felicidad en medio del caos. Tiene mucho de fábula existencial y, sobre todo, huye de las explicaciones, dejándolas en manos del lector. Y este desdén por lo explícito es lo que termina de hacer grande a esta novela de ritmo hipnótico e imágenes inolvidables, con tendencia a lo conductista en lo psicológico y a la frase corta en lo estilístico.

Sé que a muchas personas no les gustará. Lo sé porque esta es la época de las explicaciones, de lo indiscutible, de lo explítico y lo evidente, del discurso masticado y claro para un público infantilizado que descalifica inmediatamente todo aquello que le supone un pequeño esfuerzo imaginativo. Pero, al margen del desinterés que despertará en ese sector (acaso mayoritario), la grandeza de Estas cosas jamás suceden reside precisamente en su hábil juego entre lo sutil y lo rotundo, que hacen a esta joyita digna de poblar los mismos estantes que los libros de Djuna Barnes, Danilo Kis o David Markson, esas poéticas del dolor que se adentran en lo incognoscible.

 





El susurro y la sonrisa: La palabra mágica

26 02 2017
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La palabra mágica, Augusto Monterroso, Barcelona, Navona, 145 páginas

Navona recupera para Los ineludibles (esa colección hasta ahora casi perfecta) La palabra mágica del guatemalteco (nacido en Honduras y exiliado en Chile y México), Augusto Monterroso. Yo lo leí por primera vez, creo, hacia finales de los años noventa. Hoy he vuelto a disfrutarlo como en aquella ocasión. Supongo que más.

El maestro de lo breve, célebre por firmar uno de los microrrelatos más imitados de la historia («El dinosaurio») publicó originalmente en 1983 este libro que, como todos los suyos, es conciso, bello y luminoso, lleno de senderos que conducen a los grandes temas, pero también a rincones donde la erudición y la ironía se combinan para desenmascarar tanto la banalidad de los academicismos inútiles como la vacuidad del discurso de ciertos mercaderes de la palabra. Siempre con ese estilo suyo, leve y limpio, que es como un discurso susurrante y sonriente al mismo tiempo.

Reflexiones sobre el oficio de la traducción (o la imposibilidad de ejercerlo), sobre las obras y biografías de Horacio Quiroga, Ernesto Cardenal o William Shakespeare o sobre el auge de las novelas sobre dictadores durante el boom latinoamericano (con especial atención a Miguel Ángel Asturias) conviven en las páginas de este volumen con un hilarante texto acerca del «género obituario», con el relato sobre una cena soñada a la que habrían de asistir, entre otros, Bryce Echenique, Julio Ramón Ribeyro, Bárbara Jacobs y ¡Franz Kafka! o con algunos de esos cuentos de los que solo él era capaz («De lo circunstancial o lo efímero…» y «Las ilusiones perdidas»).

El resultado, como siempre que el lector se acerca a Monterroso, son unas cuantas horas de puro placer que abren la puerta a la lectura o relectura de otros muchos textos, mientras vuelve a mirar desde puntos de vista diferentes algunos problemas que le han preocupado o, al menos, ocupado, desde que comenzó a leer.

Cuando surge el asunto de Monterroso, de los textos de Monterroso, de las conferencias y las mesas de debate y las anécdotas de Monterroso, suelo convertirme (todavía más) en un pesado insoportable y hablo de él durante horas y horas, haciendo exactamente lo contrario de lo que solía hacer él. Al comenzar esta entrada me propuse lo contrario: ser (como decía Calvino que el propio Monterroso era) misericordiosamente breve, así que inserto aquí ya ese punto que él tanto odiaba y respetaba. Los lectores de Monterroso (esa secta que susurra y sonríe) me entenderán.





El viajero involuntario

29 07 2016

Acostumbrado a la habilidad de Navona para ofrecernos pequeñas joyas no me sorprende que sea esta editorial la que publica en España El viajero involuntario, de Minh Tran Huy, una historia susurrada a través de tres continentes y de todo un siglo.

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El viajero involuntario, de Minh Tran Huy, Barcelona, Navona, 2016

La anécdota comienza en 2012, cuando Line, una francesa hija de vietnamitas cuyo oficio consiste en grabar sonidos de ambiente —aunque prefiere grabar silencios—, se topa en una exposición neoyorquina con la historia de Albert Dadas, el primer dromomaníaco diagnosticado: ese humilde gasista de Burdeos se hizo célebre a finales del siglo XIX, cuando fue estudiado por el raro trastorno mental que lo obligaba a viajar compulsivamente. Interesada por su caso, Line le dedicará el resto de sus vacaciones neoyorquinas y, según indague en su historia, la irá entendiendo como metáfora de otros viajeros y viajeras involuntarios, como la atleta somalí Safia Yusuf Omar, ejemplo célebre y paradigmático de tantos migrantes desesperados tragados por el mar. Y, mientras cruza el Atlántico de regreso a su París natal, hará ella misma un viaje hacia sus recuerdos y su historia familiar, marcada por la guerra, la injusticia y la diáspora.

A partir de esta premisa —el interés de su protagonista y narradora por la vida singular de un personaje real— Minh Tran Huy va moviéndose desde lo histórico a lo global y de ahí a lo íntimo de las conmovedoras peripecias —que adivinamos de origen autobiográfico— de una familia rota por los diferentes conflictos que sacudieron Vietnam desde el comienzo de su periodo postcolonial. Perspectiva interesante, por cierto, para un lector occidental acostumbrado a ver la historia de ese país desde una perspectiva muy diferente que, en el mejor de los casos, desemboca en el paternalismo. Pero, más allá de coordenadas espaciotemporales, me interesan en El viajero involuntario la exploración de la nostalgia, el desarraigo y la búsqueda de un hogar, la indagación en torno a cómo los fenómenos que la Historia archiva fríamente en sus anales afectan a miles de seres humanos con nombre y rostro, lo dramáticamente sencillo que puede llegar a ser para cualquiera llegar a convertirse en extranjero en su propio país.

Inteligente, sentimental, tierna a ratos, con un estilo amable que huye de jardines y fuegos de artificio, El viajero involuntario es uno de esos textos que se gozan sufriéndolos, entre la curiosidad y el reencuentro con viejos temas caros a toda buena literatura.





La Wycherly, para redescubrir a Ross Macdonald

29 01 2016

En la página 181 de su Breve historia de la novela policiaca (Madrid, Taurus, 1962), Alberto del Monte, afirma:

Margaret Millar (1915), la actual presidenta de los Mystery Writers of America, publica también unas veces con su propio nombre (notables, entre otras novelas suyas, Beast in view, 1955, y The soft talkers, 1957), otras con el seudónimo de “Kenneth Millar” y otras con el de “John Ross Mac Donald”. En sus novelas (…), que tienen generalmente como detective a Lew Archer, ofrece ambientes corrompidos, psicologías morbosas; en una palabra, una humanidad mísera y tortuosa con polémica perspicacia y con dignidad literaria.

No va mal encaminado Alberto del Monte: Margaret Ellis Sturm, que firmaba con su apellido de casada como Margaret Millar era una fantástica escritora de novelas de misterio, como La bestia se acerca, cuyo argumento ha sido luego imitado hasta la saciedad. Pero Kenneth Millar no era un seudónimo, sino el nombre de su marido, quien comenzó a publicar cuando su esposa ya era una autora de éxito y acabó firmando como Ross Macdonald la mayoría de las novelas (calculo que unas dieciocho) y los relatos de la serie de Lew Archer, seguramente para evitar confusiones como la del pobre Del Monte.

Ross Macdonald, creator of Lew Archer, wearing a straw hat

Macdonald pertenece, creo, a la segunda oleada de grandes autores de hard boiled norteamericanos y lo leímos cuando éramos más jóvenes y queríamos presumir de haber leído a los que los mayores nos marcaban como imprescindibles. La lista siempre empezaba por Dashiell Hammett y Raymond Chandler y luego siempre incluía a MacDonald, James M. Cain, Horace McCoy, Mickey Spillane y Chester Himes. En medio, acaso en un puesto de honor, estaba siempre Ross Macdonald. Y por eso, acaso, porque lo da por clásico, porque lo da por evidente, porque hay muchas cosas nuevas que leer, o muchos descubrimientos de viejos maestros que se han quedado atrás y no están en los manuales (hace poco, sin ir más lejos, descubrí a Dorothy B. Hugues gracias a Eduardo García Rojas) uno a veces olvida lo estupendos que eran estos tipos.

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La Wycherly, de Ross Macconald, Barcelona, Navona, 2015, 365 páginas

Por eso es bueno que, de vez en cuando, ocurran cosas como esta: que una editorial, para el caso Navona, rescate alguna de sus novelas. para el caso La Wycherly, y te refresque no solo la memoria, sino también la mirada.

Me sucedió una cosa curiosa con La Wycherly: entró en casa durante la época navideña y la leí en los primeros días de año, que es justamente cuando transcurre esta historia tortuosa en la que Lew Archer debe encontrar a Phoebe, la hija del acaudalado Homer Wycherly, desaparecida hace semanas, investigación a lo largo de la cual va a encontrarse con las huellas de su madre, la explosiva Catherine, inmersa en un no menos explosivo divorcio de Homer. Y de paso, con una red de engaños. De extorsiones. De violencia. De corazones rotos poética y también literalmente.

Me sucedió también que redescubrí por qué me habían gustado las novelas que había leído de Macdonald (cosas como El caso Galton o El martillo azul), por qué otros amigos cuyo criterio respeto (como José Luis Ibáñez Ridao) vuelven a mencionármelo una y otra vez, por qué siempre recordaba a Macdonald como a un Hammett, pero con menos prisa, como a un Chandler, pero con más estructura. Sí: Macdonald cuenta con eficiencia, pero no sacrifica el estilo ni un hilo de reflexión sobre un tema de enjundia si cree que vale la pena. Y nunca le ocurrió aquello de que él mismo no supiera quién había matado a un determinado personaje secundario. Sus novelas funcionan como mecanismos de relojería, máquinas perfectamente engrasadas.

Macdonald supo convertirse en un clásico en el género respetando una clave ya instaurada unas décadas antes (su detective no se apellida Archer por casualidad) y prolongándola en novelas lúcidas y pesimistas, crueles y compasivas, brutales y poéticas, plagadas de pasajes dignos de recitar a viva voz y de diálogos vibrantes, inteligentes y llenos de verdad. Todo ello en historias en las que la intriga novelesca se pone al servicio de una humanidad a la que mira con ironía, pero también con conmiseración.

Así pues, leer hoy a Macdonald es volver a lo mejor de la buena novela negra, esa que indaga en las pasiones humanas mediante argumentos cuidados contados con estilo, y vale la pena hacerle un hueco entre fenómeno de ventas y fenómeno de ventas (esos que nos asedian hoy desde todas las mesas de novedades y los expositores y que dentro de cincuenta años no valdrán nada) para comprobar que novelas como La Wycherly continúan tan vivas como en 1961 y diciéndonos más y más cosas a cada lectura.





Los papeles de Aspern: para una tarde de otoño

28 09 2015

Si eres de los asiduos a este blog sabrás que siento debilidad por los rescates que hace Navona. Desde hace unos meses ha puesto en marcha una colección, Los Ineludibles, en la cual aparecen novelas cortas de esas que uno desea tener siempre cerca, releer y volver a ellas constantemente o regalar a los amigos a los que quiere, ya sea porque se trata de clásicos (La muerte en Venecia, de Thomas Mann), de joyas olvidadas (Golowin, de Jacob Wassermann o El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle) o de exquisiteces más recientes (Salvar a Mozart, de Raphaël Jerusalmy).

Los papeles de Aspern, de Henry James, Barcelona, Navona, 174 páginas.

Los papeles de Aspern, de Henry James, Barcelona, Navona, 174 páginas.

En esa colección ha aparecido recientemente Los papeles de Aspern, uno de mis textos preferidos de Henry James. Hace poco, un novelista de valía mencionó este lanzamiento, por desgracia, para referirse más a su primera novela y a lo miopes que fueron los críticos que obviaron su influencia (ciertamente lo fueron) que a la historia de la búsqueda de los papeles de Jeffrey Aspern en el palazzo de las Bordereau en Venecia, lo cual me parece una oportunidad perdida, porque bien hubiese podido aprovechar que goza de un amplio auditorio para contribuir a la popularización del inolvidable texto de James.

Yo, que tengo menos valía, te ahorraré el cuento de cómo me ha influido esta novela. No obstante, no puedo olvidar cómo la primera vez que me encontré con ella supuso un deslumbramiento. Fue en una edición bastante pobre, compartiendo un volumen de bolsillo con Daisy Miller, otra novela de James sobre estadounidenses en la vieja Europa. Por supuesto, yo ya había leído a James en una no lejana adolescencia, porque, al menos en mi época, leer Otra vuelta de tuerca formaba parte de eso que se denomina ser adolescente. Pero Los papeles de Aspern, como digo, me deslumbró, descubriéndome a otro Henry James, parecido al otro, pero más sutil, más jugador con lo implícito, más sabedor de lo útil que es jugar con el fuera de campo.

Como en las mejores novelas, la anécdota es sencilla y, a su vez, abre la puerta a múltiples complejidades: un crítico, adorador del desaparecido poeta Jeffrey Aspern, llega a Venecia para intentar obtener de Juliana Bordereau (quien fuera su amante y musa), las cartas que Aspern debió de escribirle décadas antes. Ahora nonagenaria, Juliana vive a solas con su sobrina Tita, en un decadente palacio veneciano. Alejadas del mundo, las dos solteronas comparten la soledad y el decoro con el que intentan ocultar su pobreza. A ese palacio es al que llega el narrador, para ofrecerse con nombre falso como inquilino e intentar, mientras tanto, hacerse con los papeles.

Con falsa sencillez, James se mete en la piel del crítico sin nombre, pedante, interesado y esnob, para contar esta historia en la que la intriga narrativa lleva al lector desde la primera página a la última, recorriendo un amplio catálogo de miserias humanas, haciendo que uno experimente una inevitable antipatía hacia el usurpador de la intimidad de esas dos mujeres y que, finalmente, sienta una absoluta piedad por Tita, manipulada por ese impostor que utilizará flores y halagos para convencerse a sí mismo de que es algo más de lo que realmente es: un vulgar ladrón.

Cartel de la versión cinematográfica dirigida por Jordi Cadena en 1991

Cartel de la versión cinematográfica dirigida por Jordi Cadena en 1991

Henry James puede tener obras mayores (Las bostonianas o Retrato de una dama), más célebres (Otra vuelta de tuerca) o más celebradas (La copa dorada). Sin embargo, si yo hubiera de quedarme con una (solamente una) de sus novelas lo haría con Los papeles de Aspern. Por supuesto, es una elección personal. Tú ya harás la tuya, probablemente con mejores razones que las mías. Eso sí: si aún no has leído a Henry James, no se me ocurre mejor manera de empezar a hacerlo que esta edición de Los papeles de Aspern, que recupera, además, la traducción de José María Valverde. No se puede pedir más para una tarde de otoño.





Howard Fast, un superventas desconocido

30 05 2015

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Sí, soy un impresentable, porque he tenido este blog (y La Buena Letra) muy abandonados durante algunas semanas. Pero, para compensar, te traigo una novelaza de esas que todo el mundo cree conocer pero muy pocos han leído, y que, encima, aunque escrita a principios de los años cincuenta, me parece de una vigencia absoluta y la firma un autor interesantísimo al que vale la pena acercarse.

La buena letra, VI, 25 Espartaco, de Howard Fast, Edhasa, Barcelona, Edhasa, 499 páginas

La buena letra, VI, 25
Espartaco, de Howard Fast, Edhasa, Barcelona, Edhasa, 499 páginas

Te hablo de Espartaco, la novela que Howard Fast escribió en 1951 y que dio pie a una película histórica en todos los sentidos, porque no solo es ese su género, sino que cuando Kirk Douglas se empeñó en que en la película de Kubrick figuraran en los títulos de crédito los nombres de Howard Fast y del guionista, Dalton Trumbo, estaba rompiendo oficialmente con el macartismo y con la lista negra.

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Ambos (Trumbo y Fast) llevaban años sin poder firmar con su propio nombre nada en Estados Unidos. El primero, de quien hablamos hace unas cuantas semanas, había figurado entre los Diez de Hollywood. El segundo, se había negado a dar los nombres de quienes contribuyeron a auxiliar a los huérfanos republicanos durante la Guerra Civil Española, y por ello lo enviaron a la cárcel y sus libros, principalmente Ciudadano Tom Paine (una novela histórica sobre la vida de Thomas Paine), fueron prohibidos en EEUU por orden de J. Edgar Hoover. Y allí, a la sombra, Fast, un judío norteamericano de ascendencia anglo–ucraniana, comenzó a interesarse por la historia del gladiador tracio que comandó la rebelión de esclavos que marcó el fin de la República romana. Pero, claro, cuando acabó el libro, ninguna editorial quería publicárselo, porque estaba en la lista negra. Así que hizo lo que ningún autor debe hacer: se lo editó él mismo. Y tuvo suerte: se vendieron 40 000 ejemplares en tapa dura y varios millones más en los años que siguieron. La novela fue traducida a 56 lenguas antes de que diez años después Kirk Douglas decidiera adaptarla al cine.

¿Por qué ese éxito de Espartaco? Uno puede decir que porque se trata de una historia épica, que habla sobre la libertad y sobre héroes peplum, lo cual siempre da momentos entretenidos de domingo por la tarde. Pero, cuando uno lee Espartaco se da cuenta de que el éxito se debe, sencillamente, a que Howard Fast es un escritor formidable.

Para empezar, la forma de composición de la novela es exquisita: la historia comienza cuando ya los esclavos han sido vencidos y sus cadáveres se exponen, crucificados, a lo largo de la Vía Apia. Esa vía la recorren varios jóvenes romanos que se dirigen a Padua y que, en un alto en el camino, se encontrarán con Graco, Cicerón y Craso, tres figuras históricas contrapuestas cuyas vidas han dado un vuelco tras la rebelión de Espartaco. A través de sus recuerdos, de aquellos que han visto o les han contado, de cómo se desarrollan las relaciones entre ellos, va a haber no solo un acercamiento hacia esta figura legendaria del esclavo tracio que logró poner en jaque a Roma, sino un viaje hacia la psicología del dominador, del privilegiado, de aquel que vive sin conciencia de maldad en un sistema cosificador e inhumano.

Es, también, una novela sobre los periodos de cambio de paradigma económico y, por tanto, de cambio de modelo social; esos cambios, como se dice en la novela, que no vemos venir porque se producen tan lentamente que son casi imperceptibles. Y es, por supuesto, una novela sobre la libertad y la justicia, sobre cómo un modelo económico que privilegia a una minoría puede sostenerla sobre la cosificación y la explotación de muchos otros, al mismo tiempo que se crea una enorme masa social que consiente al estar dominada por la miseria moral.

Así pues, Fast construye una novela compleja, inteligente, que trata sobre la humanidad como fenómeno colectivo pero también se acerca al fenómeno humano individual, a su interioridad, hablando de sus pasiones y posibles virtudes, mostrándonos lo peor pero también lo mejor que puede haber en nosotros mismos. Con un hábil manejo de la intriga narrativa, nos lleva a través de pasajes bellísimos y nos hace pensar mucho mientras recorremos este singular periodo histórico.

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A Fast lo estamos redescubriendo en España ahora. Parte de la culpa, la tiene editorial Navona, que está publicando las novelas policiacas que firmó en su momento con el seudónimo de E. V. Cunningham. La primera es Sylvia, que publicaron el año pasado. La segunda, Sally, más reciente. Tanto una como otra son también verdaderas sorpresas, porque, igual que Espartaco trasciende el género histórico o la simple novela de aventuras, estos dos títulos son mucho más que novelas negras al uso.

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Así pues, Howard Fast es un nombre del que yo compraría todo lo que viniera impreso. Y se puede empezar por sus novelas policiacas o por sus novelas históricas, pero no hay que perdérselo. Yo, en estos días, quizá porque la política lo invade todo y en este libro he descubierto respuestas a algunas preguntas que me hago cuando veo cómo algunos y algunas se intentan aferrar al poder, recomendaría, para empezar, Espartaco, publicada en Barcelona por Edhasa, 499 páginas de perfecta literatura.





Kafka y La transformación: mitos, bichos y confusiones

12 04 2015

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Esta semana no lo he tenido difícil para elegir el libro a recomendar en La Buena Letra, porque el jueves ocurrió algo fantástico: en Twitter fue tendencia durante varias horas el nombre de alguien que no es un deportista ni un canchanchán ni una folklórica ni un tarado que sale en un reality ni un político corrupto o bocazas, sino, simplemente un escritor (que tampoco acababa de morirse): el enorme, el gigantesco Franz Kafka. El motivo de que de pronto todo el mundo se pusiese a nombrarle fue, al parecer, la coincidencia de la aparición de varios artículos que se referían al centenario de la primera publicación de Die Verwanlung, La metamorfosis o, menos popular pero más exactamente, La transformación, esa historia que comienza cuando Gregor (o Gregorio) Samsa se despierta una mañana tras un sueño intranquilo en su cama de siempre, pero convertido en un horrible insecto. En realidad, el centenario del incombustible relato de Kafka no se cumple en primavera, sino en noviembre de 1915, cuando el editor Kurt Wolf arriesgó los cuartos dándole una oportunidad al amigo Franz. Pero, qué demonios, aparte de las ya existentes han aparecido dos estupendas nuevas ediciones: una, de Nórdica, a cargo de Isabel Hernández, tomando el título más tradicional, La metamorfosis; otra, la que recomiendo (ya sabes que soy amigo de libros económicos y disfrutables en la guagua), preparada por Xandru Fernández y publicada por Navona. Y siempre es buen día para recomendar la lectura de Franz Kafka y para celebrar que Twitter de algo bueno y no perecedero.

La transformación, de Franz Kafka, traducción de Xandru Fernández, Barcelona, Navona, 115 páginas.

La transformación, de Franz Kafka, traducción de Xandru Fernández, Barcelona, Navona, 115 páginas.

Y como tú ya habrás leído la historia de Gregor Samsa (o al menos sabrás de qué va y si aún no la has leído no sé qué diantres haces perdiendo el tiempo leyéndome a mí en lugar de correr a la biblioteca o librería más cercana), y, poco más o menos, todo el mundo tiene una idea de quién fue Kafka pero las bios de solapa y la clínica del rumor han ido deformando hasta la estupidez lo que sabemos de él, creo que es buena oportunidad para aclarar algunas cuestiones, malentendidos o creencias populares, esas cosas que uno escucha al pasar y que normalmente no tenemos tiempo para andar aclarando.

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La primera: Kafka no publicó nada en vida. Falso. Publicó poco, pero publicó. Si no hubiera sido así, no estaríamos hablando del centenario de una de sus publicaciones, sino tendríamos que esperar, al menos, hasta 2024 para hacerlo, que es cuando se cumple el centenario de su fallecimiento. Antes del libro que nos ocupa hoy había publicado Contemplación y El fogonero (un cuento que fue presentado como un fragmento de la que sería su novela América o El desaparecido) y después publicaría también La condena. Cierto es que ninguno de estos títulos tuvo demasiado éxito (más bien él y su editor se los comieron con papas), pero también lo es que despertaron cierta curiosidad entre el público entendido. Un ejemplo: en la correspondencia de Hermann Hesse hay una carta dirigida a Kurt Wolf preguntándole si disponía de más títulos suyos.

Kafka era un marginado social y un triste. Inexacto. El caso es que nos encanta esa imagen del escritor solitario, pobre y tísico. Muy probablemente se tratara de un hombre tímido, algo neurótico y muy nervioso. Pero, por lo que se deduce de sus diarios, su correspondencia y lo que sabemos por los testimonios de la época, Kafka no era ajeno a la vida social de la Bohemia de entonces: era un burgués que participaba en actividades culturales y en reuniones sociales, asistía a los teatros e iba a balnearios (aún antes de que la tuberculosis comenzara a matarlo). Además, estaba dotado de un fino y singularísimo sentido del humor, que en ocasiones podía ser negro (sus dibujos son muy ilustrativos a este respecto) o, incluso, directamente escatológico (algún párrafo de sus diarios habla de las lecturas adecuadas o no para el retrete). Max Brod cuenta cómo Kafka se partía la caja de risa cuando iban leyendo fragmentos de El proceso.

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Kafka es confuso. Esto me cabrea bastante. El sentido último de las ficciones de Kafka es oscuro, eso es innegable. Nunca terminamos de entender del todo lo que quiere comunicarnos (puede que ni él mismo lo hiciera). Pero su prosa es sencilla, sin barroquismos, con los adjetivos justos, casi austera. Trabaja siempre con el mínimo de medios y no abusa de los artificios técnicos. Pero ocurre que, como ya entendió Camus en El mito de Sísifo, su asunto principal es el absurdo y las preguntas que nos obliga a hacernos sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Evidentemente, si eres de esos lectores que quieren seguir siendo como eran antes de leer un libro, de esos que no quieren libros de esos que te provocan preguntas, sino de esos otros que te dan respuestas, no te conviene leer a Kafka: mejor elegir un buen catecismo.

Dos curiosidades referidas a La transformación:

Un escarabajo, no una cucaracha: Kafka describe muy minuciosamente al insecto en el que se convierte Gregor Samsa, pero se niega a decirnos el nombre de la especie concreta. Tradicionalmente, muchos lectores (incluidos algunos tan ilustres como Augusto Monterroso), han entendido que se trataba de una cucaracha. Pero Vladimir Nabokov (que aparte de escribir como los ángeles y jugar al ajedrez era un entomólogo reputado) hace un preciso análisis de la descripción kafkiana del bicho (puede leerse en su Curso de literatura europea), llegando a la autorizada conclusión de que se trata de un tipo de escarabajo. Esto, probablemente, no cambia para nada el sentido último del relato, pero no está de más saberlo.

Sobre el título: la temprana traducción de Borges apareció titulada, para sorpresa del propio Borges, como La metamorfosis. Y así es como ha sido conocida durante décadas en el mundo hispanohablante. Pero lo cierto es que Kafka tituló el texto Die Verwanlung (Literalmente, La transformación). Cuenta Xandru Fernández (y yo estoy de acuerdo) que si Kafka hubiera querido que se llamase La Metamorfosis, simplemente lo hubiese titulado Die Metamorphose.

Dichas esta cuatro o cinco cosas, ahora olvídate de todo y busca a Kafka. Busca sus magníficas e hipnotizantes novelas: El desaparecido (América), la inconclusa El castillo o la incesante El proceso; su Diario (lo edita Tusquets) o sus correspondencias (con Felice, con Milena, con Brod o su famosa Carta al Padre); pero, sobre todo, sus cuentos. Los publicó ya hace años Alianza en diferentes colecciones (La muralla china, La condena) y hoy están disponibles en un solo volumen en el Club Diógenes de Valdemar. O, simplemente, si aún no le has leído, hazte con un ejemplar de La transformación, esas 115 páginas rara vez igualadas en la Historia de la Literatura y que hoy edita Navona. Hazlo como sea, lo traduzca quien lo traduzca y lo edite quien lo edite. Porque hay ocasiones en que uno se despierta convertido en un horrible insecto, y entonces uno de los pocos consuelos que quedan es saber que eso ya le ocurría a los seres humanos hace cien años.





Ah, Joe Bonham. Ah, humanidad

28 02 2015

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… oh no no seremos nosotros los que mueran. Seréis vosotros. 

Seréis vosotros sí vosotros que nos llamáis a la batalla vosotros que nos incitáis contra nosotros mismos vosotros que hacéis que un zapatero mate a otro zapatero vosotros que hacéis que un trabajador mate a otro trabajador y que hacéis que un ser humano que solo quiere vivir mate a otro ser humano que solo quiere vivir. Recordad esto. Recordad bien esto vosotros los que hacéis planes para la guerra. Recordad esto vosotros los patriotas vosotros los feroces vosotros los sembradores de odio los inventores de consignas.

Johnny empuñó su fusil, de Dalton Trumbo, Barcelona, Navona, 271 páginas

Johnny empuñó su fusil, de Dalton Trumbo, Barcelona, Navona, 271 páginas

El timbre de un teléfono hace despertar a Joe Bonham a una espantosa resaca. Nadie descuelga el maldito aparato, que suena y suena durante toda la noche. Pero él no puede responder, porque está cansado y tiene la cabeza loca. «Podrían meterle el aparato entero por la oreja y ni siquiera se enteraría. Debió de haber bebido dinamita». Poco a poco, Joe se va dando cuenta de que los timbrazos solo en el interior de su cabeza: es el recuerdo del timbre del teléfono que tiempo atrás le anunció la muerte de su padre. De haber estado sonando realmente un teléfono cerca de él, no hubiese podido oírlo. Porque él carece ya de oídos. Tampoco tiene boca, ojos o nariz. Ha perdido, además, todas las extremidades. Porque es 1918 y, en algún lugar de Francia, un obús ha reducido a Joe Bonham a un tronco con cerebro. Artificialmente, tubos y sondas y cuidados diarios mantienen la vida vegetativa de este despojo al que ha sido reducido Joe. Pero, trágicamente, su mente aún funciona, es consciente y carece de estímulos sensoriales, salvo los provenientes del tacto en la poca piel que el obús dejó intacta.

Este es el planteamiento de Johnny Got his Gun, de Dalton Trumbo, traducido en su momento como Johnny cogió su fusil y que ahora, por aquellas cosas de la distribución para Hispanoamérica, Navona nos trae editado como Johnny empuñó su fusil. Lo coja, lo empuñe o lo agarre, lo cierto es que da igual, porque la historia de ese chico de Colorado emigrado a Los Ángeles, reclutado a los 19 años para ir a la Gran Guerra y terriblemente mutilado por la explosión de un obús, es la base de una novela fascinante de esas que se convierten en inolvidables. Una novela que se convirtió en una novela de culto y en uno de los más tremendos alegatos antibelicistas y que incluso inspiró una canción de Metallica, One, incluida en su mítico … And Justice for All. Pero que es muchísimo más que eso.

Joe es mantenido con vida en lo que se supone es un hospital militar, y quienes le cuidan no saben, al parecer, que su mente consciente ha sobrevivido. Digo “se supone” y digo “al parecer” porque la novela, pese a estar contada en tercera persona, está absolutamente focalizada en el protagonista: transcurre absolutamente en su mente.

Así, en el despertar terrible tras la explosión del obús, el lector va a hacer con Joe un doble recorrido: hacia el pasado, a través de sus recuerdos y sus sueños (en los que se nos cuentan su infancia y juventud, sus amores y relaciones familiares, sus experiencias laborales y bélicas) y hacia el exterior, intentando medir el paso del tiempo y comunicarse con quienes le están cuidando, para explicarles que los movimientos de su cabeza no son meros espasmos, sino actos deliberados de un hombre consciente.

Por supuesto, es una novela angustiosa, pero también terriblemente bella, en por su escritura y su composición, por el modo en que maneja tiempos y temas, por la cruel exactitud con la que recorre la psique del protagonista en un recorrido por la amplia variedad experiencias humanas, contraponiendo a las situaciones más duras el recuerdo de momentos de inusitada ternura, en los que una caña de pescar, un huerto o una madre recitando un poema navideño son símbolos de un mundo en el que no son necesarios los fusiles, la patria o los héroes.

Y todo esto con dos constantes de estilo: la primera, el léxico utilizado es el de un chico de diecinueve años, un chico de pueblo que luego ha trabajado en la gran ciudad en una panadería industrial y que, por tanto, pese a poseer una fina sensibilidad no es una persona muy cultivada. La segunda, el paso cada vez más progresivo desde la tercera persona al monólogo interior, captando el flujo interno de la conciencia del personaje. Para esto, Dalton Trumbo se sirve de hábiles herramientas, como el uso del diálogo indirecto libre o la ausencia de comas.

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Dalton Trumbo (1905–1976) publicó Johnny empuñó su fusil en 1939. Con mucha puntería, porque poco después comenzó la Segunda Guerra Mundial. Volvería a publicarla en 1959, cuando ya era uno de los represalidos de la Caza de Brujas del senador Joseph McCarthy. Y de nuevo en 1970, justo antes del estreno de la película, que él mismo dirigió y que en 1971 obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes.

Trumbo tuvo una larga y fructífera carrera como guionista. En los cuarenta, fue autor de guiones exitosos, como Treinta segundos sobre Tokio, pero en 1947 fue llamado por el Comité de Actividades Norteamericanas y fue uno de los Diez de Hollywood. Tras once meses en prisión se exilió a México. Y, desde allí, continuó escribiendo guiones con seudónimo, circunstancia de la que se aprovecharon muchos. Curiosamente, aunque tenía que ocultar su nombre, en esta época ganó dos oscars: uno por Vacaciones en Roma (le había cubierto Ian McLellan Hunter) y otro por El Bravo, que había firmado como Robert Rich.

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Volvió a firmar con su nombre a partir de 1960, cuando escribió Espartaco (basada en la novela de otro represaliado, Howard Fast). Y luego escribiría algunos otros guiones interesantes, como los de Papillon y Acción ejecutiva.

Póstumamente, se publicaría otra novela suya, La noche del Uro, que también resultó polémica, porque cuenta en primera persona la vida de un criminal de guerra nazi, algo que solo haría, muchos años después, Jonathan Littell en Las benévolas.

Muy interesante, si te interesa saber más sobre su vida y su obra, es un documental de Peter Askin, titulado Trumbo y la lista negra. Como tampoco hay que perderse esta maravilla que nos trae Navona, muy bien traducida, por cierto, por José Luis Piquero: Johnny empuñó su fusil, Barcelona, Navona, 271 páginas, una novela de culto para la que no pasan los años.





Una radiografía del dolor

2 02 2015

[Con algo de retraso (ando de viaje), cuelgo la entrada correspondiente a La Buena Letra de la semana pasada]

El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, Barcelona, Navona, 90 páginas.

El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, Barcelona, Navona, 90 páginas.

El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, es una novela muy breve, muy dura, muy tierna y muy atípica en la producción de su autor. Se trata de uno de esos fogonazos de verdadera maestría que solo se dan en muy raras ocasiones y que acaban dando libros absolutamente inolvidables.

William Kotzwinkle es un autor norteamericano especializado en libros infantiles, en novelas Sci–Fi y en novelizaciones de películas. Esto se hacía mucho antes: cuando una película tenía éxito, se encargaba a algún autor artesanal que escribiera una novela a partir del guion original. Kotzwinkle firmó varias cosas infames, como ET, el extraterrestre o Supeman III, además de ser el guionista de la no menos infame Pesadilla en Elm Street 4. Sin embargo, en 1975, tras una amarga experiencia pérdida, supo enterrar su dolor y su rabia en esta nouvelle, El nadador en el mar secreto.

El argumento es sencillo y brutal: una pareja de artistas neoyorquinos que se ha ido a vivir a los montes de la frontera con Canadá va a tener su primer hijo. Algo sale mal y el bebé nace muerto.

Sin alharacas, sin melodrama, sin grandes artificios, Kotzwinkle nos cuenta cómo afronta un padre esta durísima experiencia, en medio de un bello paisaje dominado por la nieve y el frío; cómo una pareja que no es creyente y que además tiene lejos a todos sus familiares y casi todos sus amigos afronta la pérdida de aquel ser en el que tenían puestas todas sus ilusiones.

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Yo no lo sabía (lo he averiguado hace poco), pero esta novela surgió, al parecer, a raíz de la experiencia personal del propio William Kotzwinkle y su mujer, la también autora de libros infantiles Elizabeth Gundy. Al parecer, justo después de enterrar a su hijo, Kotzwinkle se encerró y escribió prácticamente de un tirón este bello y triste relato que, publicado en una revista, fue olvidado durante muchos años, hasta que volvió a ser editado para Estados Unidos y Gran Bretaña en 2010.

Y ahora lo publican en España los guerrilleros de Navona, esos especialistas en rescates fascinantes, para inaugurar la colección Los ineludibles, en la que aparecerá pronto también Golowin, una exquisita novela de Jacob Wasserman de la que ya hemos hablado alguna vez.

El nadador en el mar secreto es uno de esos libros que se leen con emoción contenida y que a mí me ha puesto el nudo en la garganta en algún momento. Sin embargo, no es premeditadamente lacrimógeno: al contrario, se trata de un libro sobrio y sincero, acerca del tiempo, el amor y el luto, sobre cómo nos enfrentamos los seres humanos al dolor de la pérdida. Un libro, en fin, de esos que nos hacen preguntas importantes y que, por tanto, no deberíamos perdernos si somos de las personas que tienen los pies en la tierra. Así pues, para esta semana, El nadador en el mar secreto, de William Kotzwinkle, editado en Barcelona por Navona editorial, 90 páginas de dolorosa e imprescindible belleza.





Pedaleando hacia 2014

30 12 2013

No sé quién dijo que la vida es como montar en bicicleta: mientras está pedaleando, te tienes en pie; si te paras, te caes.

Sea quien fuere, el dicho se ha hecho proverbio y continúa siendo una verdad del tamaño del puño de Joe Frazer. Yo he pedaleado bastante en este 2013 y me acerco al fin de etapa (que no de competición) con un sentimiento agridulce.

Lo dulce lo ponen los lugares que he podido recorrer este año en el que me han nacido tres criaturitas. La primera pasó ciertamente desapercibida pero me llenó de alegría su aparición. Es un libro infantil, Las pruebas de Maguncia, en el que un hada prima segunda (suspendió los exámenes para hada madrina y anda de becaria) se enfrenta a los trols con la ayuda de personas de buena voluntad.

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De las otras dos ya tendrás noticia porque, para mi fortuna, no se ha dejado de hablar de ellas en las redes. Una, La estrategia del pequinés, publicada por Alrevés en febrero, agotó pronto su primera edición. Y uno de sus personajes, Cora, fue elegida, además, mejor personaje femenino en los Premios LeeMisterio. La otra, La última tumba, que apareció publicada por EDAF en octubre, con el sello del Premio Ciudad de Getafe de Novela Negra 2013.

También fue dulce participar en otros alumbramientos: Dácil, princesa de Taoro, una adaptación de un fragmento de las Historia de Canarias… de Viera y Clavijo, El viento y la sangre, una novela del desconocido en nuestro ámbito M. A. West, la aparición en Navona Negra de Epitafio para un espía, de Eric Ambler, la compilación de cuentos reunidos en Voces al tiempo. Todos ellos hechos editoriales felices.

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Con algunos buenos amigos, muchos de ellos novelistas canallas, en la Semana Negra de Gijón

Como felices fueron los viajes a Bilbao, Gijón, Barcelona, Cuenca, Madrid y todos los demás lugares donde he podido conocer o reencontrar a gente estupenda que escribe, lee o hace de intermediaria entre quienes escriben y quienes leen. Hay ahí objetos (una camiseta con la cara de Paco Gómez Escribano, un bloc de notas fabricado por Juan Carlos González Montes, un búho obsequio de Espe Moreno, botellitas de resolí y de aceite de oliva, libros firmados respectivamente por Andreu Martín y Pedro Salmerón, otro de Gutiérrez Maluenda sin firmar) que atestiguan que esos y otros momentos se dieron en la realidad, que no fueron sueños vividos entre la embriaguez y la resaca.

También tienen relación con la literatura otros buenos momentos que he podido vivir este año: las muchas horas de contacto con talleristas en Unibelia y en el Museo Poeta Domingo Rivero (y aun en institutos y bibliotecas, tanto de Gran Canaria como de Tenerife o Fuerteventura). No hay nada tan sano y edificante como el encuentro con el talento ajeno y, lo confieso, no hay nada que me guste tanto como compartir con un grupo de personas la lectura de textos y más textos de una lista inacabable.

Y el contacto (personal y a través de las redes) de los muchos lectores y lectoras que nunca dejan pasar la oportunidad de transmitirme su afecto, de alegrarse por mis alegrías y animarme en esta tarea tan solitaria como pública.

Pero, como dije, no todo fue dulce. Durante este año en el que me pasaron tantas cosas buenas, a este país le ocurrieron muchas cosas malas. No voy a detenerme a enumerarlas todas (de hecho, no recuerdo ahora mismo cuántos consejos de ministros ha habido este año), y además, tú ya sabes cuáles son, porque has asistido, como yo, a la depauperación económica, política y social de esto que habíamos construido entre todos y que está siendo atacado por unos pocos.

En lo personal, perdí a algunos buenos amigos: a algunos, porque se los llevó la muerte; a otros, porque se los llevó la crisis y tuvieron que poner tierra de por medio para no morirse de hambre a los pies de instituciones gestionadas por otros menos preparados y sin duda más mediocres que ellos.

Y tengo que anotar algunas cosas en el «debe», cosas que se han quedado por hacer única y exclusivamente por mi culpa (¿verdad, Míchel?), porque lo urgente se impone a lo importante, y uno no siempre tiene tiempo y vigor para sacar adelante al mismo tiempo todos los proyectos que desea llevar a cabo.

Y también tengo que recriminarme a mí mismo el no prestar más tiempo y atención a mis amigos más cercanos y a mi pareja, Thalía Rodríguez, que soporta con paciencia de cátaro mis horas de trabajo, mis viajes no avisados, mis ausencias de autor neurótico.

Así, pedaleando, como siempre, se cumple al fin esta etapa. La siguiente empieza con un par de ascensos fuertes: la puesta en escena de Clara y las sombras, la ópera de Juan Manuel Marrero, otro proyecto dramático-musical en colaboración con amigos tan queridos como Marrero, o una nueva novela que aparecerá en el catálogo de Alrevés. Y también nuevos talleres en Unibelia, en el Domingo Rivero o allá donde tengan a bien reclamarme.

Y así sigue uno, dándole al pedal, agradeciendo la posibilidad de disponer de la vía de escape que constituye este blog, en el que tú y yo nos encontramos una o dos veces a la semana para hablar de estas y otras cosas y que me sirve, por ejemplo, para aprovechar la oportunidad y desearte que tengas un próspero y feliz año 2014, lleno de lecturas y de gratos contactos con personas que te ayuden a seguir pedaleando.








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