Los nombres prestados

17 01 2022

El próximo 26 de enero llegará a las librerías Los nombres prestados. Publica Siruela (que ya ha tratado maravillosamente bien otros libros míos) y se trata de una novela que obtuvo el año pasado el Premio de Novela Café Gijón. Ya he explicado públicamente lo que ha significado (significa) este premio para mí. Para quien se ha formado en la artesanía literaria y ha conseguido cierta popularidad cultivando un género cuya etiqueta lleva pegada siempre, una distinción como esta, dedicada a premiar la literatura (sin adjetivo), supone un espaldarazo y una verdadera puesta de largo. Al pensar en esto, siento que siempre estoy empezando, aunque sea a los cincuenta años y veintitantos libros después. Y, se me ocurre, esa es una manera perfecta de mantenerme joven.

Los nombres prestados se presentará en Cartagena, el miércoles 2 de febrero, a las 20:00 horas, en la Biblioteca Josefina Soria de El Luzzy, en una conversación con el escritor y sin embargo amigo Antonio Parra Sanz. En Gran Canaria, la presentación consistirá en una lectura que tendrá lugar en la Biblioteca Insular, el viernes 18 de febrero, a las 19:00 horas.   

Como a ti, que frecuentas este blog ya tan poco frecuentado, te considero persona amiga, creo que este es el espacio adecuado para hablarte de ella.

Me gustaría pensar que Los nombres prestados es una novela distinta dentro de mi producción, en el sentido en el que son distintas muchas de mis últimas novelas, porque obedecen a esa necesidad de salirme de la zona de confort, de experimentar formalmente, de mudar de estilo y de razones. 

Transcurre a mediados de los años ochenta en Nidocuervo, un lugar inventado en un país que sí existe y que responde muy bien a eso que se denominaba entonces la España profunda, la que llamamos hoy vaciada, y que mañana estará olvidada como lo ha estado siempre. Uno de esos villorrios buenos para perderse y, por tanto, perfectos para encontrarse. Por exigencias argumentales, sus personajes son gente de la Península, aunque la voz del narrador siga siendo la de un canario, la de este canario, que se niega a negarse.

En cuanto a la cocina, el proceso de escritura, uso mis diarios para recordar y contarte que los primeros apuntes datan de junio de 2013 y no tuvo un original más o menos definitivo hasta septiembre de 2020. Suelo preguntarme por qué algunas novelas las escribo en seis meses y, en cambio, otras se pasan años entrando y saliendo del cajón, avanzando a ratos, soportando versiones y reescrituras antes de estar más o menos presentables. El caso es que Los nombres prestados es de estas últimas.

Comenzó a surgir tras una visita con Thalía Rodríguez a una feria canina, donde conocimos a unos jóvenes que adiestraban a perros para usarlos en terapias con niños y niñas que tenían problemas con las habilidades sociales. Esa tarde, tras una conversación en casa, apareció, como germen de esta historia, una imagen muy clara que hoy es el primer capítulo del libro: el encuentro entre un perro y un adolescente en medio del campo.

Luego, como digo, pasaron años, a lo largo de los cuales le fueron ocurriendo cosas a este país. Por ejemplo, la revitalización de la reflexión en torno a la memoria, la polarización del debate político, la tendencia a la cosificación del otro y la desaparición cada vez más notable de la compasión en ese ámbito. Esos fenómenos, unidos al hecho ineluctable de que me he ido haciendo mayor (y leyendo libros y más libros cada día) y mi manera de ver el mundo ha ido evolucionando, fueron convirtiendo esta novela en lo que es: una historia sobre la identidad, el dolor, las relaciones siempre complejas entre víctimas y verdugos, la compasión y la posibilidad de redención. Al final hay otro tema que se fue colando con fuerza: el de la fe. Y eso es curioso, si tenemos en cuenta el ateísmo que constituye una de mis pocas convicciones firmes.

No quiero contarte nada del argumento (ya la sinopsis de contraportada cuenta más de lo que yo habría querido) para no destriparte la historia. En cuanto al género, no sé si es una novela de género. Probablemente, el resultado final responda más a la estructura de un western que a la de un thriller o una novela negra clásica (si es que existe algo que podría ser denominado así). Yo, en todo caso, mientras la escribía, pensaba en un relato alegórico, o en las novelas de fuerte tesis política de Leonardo Sciascia o Jean-Patrick Manchette. Sea como fuere, da igual: ahí estará en breve, ya publicada y a tu disposición. Te la ofrezco para que la goces y la sufras como te apetezca. De las etiquetas y los géneros ya se encargarán los críticos y los estudiosos, que también tienen que comer.





Aridane Criminal, un festival al golpito

25 01 2021

La idea era sencilla y, a la vez, presentaba sus complicaciones: organizar un encuentro de novela negra y policiaca en la periferia y que saliese al mundo; atendiendo a la historia pero a la altura de los tiempos; de humildes pretensiones aunque con la ambición de hacerlo todo lo mejor posible. Y, además, buscando contacto, intercambio y calidez en tiempos marcados por bichos, distancias sociales y mascarillas.

El resultado ha sido Aridane Criminal, un pequeño festival celebrado en Los Llanos de Aridane, en la mágica isla de La Palma, a lo largo de tres jornadas que han permitido a público y autores el contacto, el debate, el conocimiento y hasta la profundización en estos géneros literarios, lo cual supone, evidentemente, el contacto, el debate, el conocimiento y la profundización en el hecho literario.

Esta fiesta de la palabra arrancó el pasado jueves a las cinco de la tarde, cuando Rosa Ribas entró en un aula en la que predominaba el alumnado joven y femenino para impartir un taller sobre estructura del relato, y finalizó el sábado, a la una y media de mediodía, cuando el Cristóbal Montesdeoca Quartet interpretó “Mac the Knife” para dar fin al Letras a tiros, un concierto leído en el que Carlos Álvarez hizo un recorrido por la novela negra desde Black Mask hasta nuestros autores de la transición. Entre uno y otro momento, hubo actos con diferentes formatos: la conferencia dictada por Yanet Acosta con apoyo plástico de Ari Acosta sobre los Lugares y no lugares de sus novelas; el debate Échale mojo, entre la propia Yanet, Carlos Álvarez y José Luis Correa (tan canarios y tan distintos todos), moderados por Eduardo García Rojas, quien condujo también un encuentro con José Luis Correa sobre su extensa obra, titulado Novela negra con Blanco; una mesa que podríamos describir como semi-virtual, pero también como histórica, en la que Alicia Giménez Bartlett (a través de las redes) y Rosa Ribas (en persona) charlaron con Marta Marne sobre su Literatura más allá del género; y, hubo un encuentro directo del público con la obra de estos autores y autoras, escuchadas de su propia voz, en una lectura colectiva que quisimos llamar Dímelo en la calle (Todo esto pudo seguirse a través de las redes sociales del festival e irá apareciendo en estos días en el canal de Youtube de Aridane Criminal).

Hoy, nuevamente en casa, con el agotamiento y la satisfacción entremezclándose, me llega, como director del encuentro (y, también, como persona, por eso lo hago en este blog del cual soy el único responsable), el momento de agradecerles a todos ellos, a todas ellas, su labor y su disposición para involucrarse en esta pequeña locura en estos tiempos de pandemia. Pero también, a todas y cada una de las instituciones, organismos y empresas que lo han hecho posible. Y, sobre todo, a los seres humanos que hay detrás y que son lo que me importa. En primer lugar, al Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane y a Noelia García Leal por dar cabida al festival. A Charo González Palmero, quien decidió confiar en mí para este encuentro tan exclusivo como inclusivo, celebrado precisamente en esta semana para conmemorar el centenario de la gran Patricia Highsmith (lo cual supone una declaración de intenciones). A Guacimara León (siempre metida en la oficina para que todos gocemos en la calle), y al extraterrestre Ricardo Suárez, el hombre que hace que es capaz de conseguir desde un alfiler a un elefante y que es uno de los mejores programadores y gestores que he conocido en mi vida (aparte de haberse convertido ya, para mí, en un hermano). A las librerías Ler, El Estudiante y Arcoiris, que se mudaron durante esos días a nuestra carpa de Juan Pablo II. A los equipos técnicos de SonoArte y SixtyMedia, auténticos artistas implicados mucho más allá del estricto cumplimiento del deber y a quienes he propuesto matrimonio en repetidas ocasiones. A Naira Gómez e Iriome del Toro, que crearon este fantástico téaser que nos envolvía en su atmósfera antes de cada evento y a Nano Barbero, que hizo para nosotros ese estupendo cartel con la gran PH y su gago. A Julia Rivero Padilla, quien aparte de responsabilizarse de las redes sociales, ejerció como mi ayudante (nunca había tenido ayudante; creo que no quiero volver a tener otra que ella). A Andrew Gallego, cuya cámara estaba siempre preparada para captar lo que se perdía el ojo. A quienes velaron por que se cumplieran todas la medidas y protocolos de seguridad general y sanitaria en particular, los equipos de la Agrupación de Protección Civil AXER Los Llanos de Aridane y el CECOSEM (Domingo y Gabriel, los quiero aunque no me dejen fumar en el recinto, porque es muy hermoso que quien ha de reconvenirte para que te portes bien lo haga con un sonrisa y un gesto amable). A David Dorta y los hosteleros y restauradores del municipio, que nos alojaron y alimentaron como lo habrían hecho nuestras madres. A Sergio Gisbert, nuestro chófer de lujo, nuestro protector y guía por los senderos infinitos de La Palma.

Siempre me habían dicho que era muy difícil dirigir un festival. Ahora sé que, con personas así alrededor, en realidad es todo muy sencillo.

El año que viene volveremos. Volveremos porque, si hemos podido nacer en estos tiempos de bichos y mascarillas, vamos a poder crecer mucho cuando nos hayamos librado de ellos. Así que volveremos con las secciones fijas y con otras nuevas. Intentaremos abrirnos a otros territorios, a otras disciplinas, a otras realidades, a otros espectros de edad. Ya estamos trabajando en ello, ahí, a nuestro estilo, al golpito.

Y sí, volveremos y todo será igual de bueno. O será mejor. Porque, con suerte, el año que viene podremos abrazarnos. 





Cómo se hizo

24 09 2020

Ayer llegó a las librerías Un tío con una bolsa en la cabeza. Editada por Siruela (que siempre mima a mis criaturas como si fueran suyas), ya está en manos de un puñado de lectores, esos incondicionales que siempre están ahí, apoyando y empujando. Presumo de ellos aquí.

Sobre el argumento de la novela poco puedo contar que no explique ya el título. Soy de los que opinan que los textos de ficción han de ser autosuficientes. Pero el libro acaba de salir y me ha parecido oportuno ocupar este ratito tuyo y mío para hablarte sobre su concepción y escritura.

Como sé que te gustan las novelerías y te interesará lo que ocurre en la cocina, aprovecho que estamos entre amigos para ofrecerte un relato de cómo surgió y fue escrito, lo que correspondería a una especie de making of, un «Cómo se hizo», en román paladino, de la novela, si la novela fuese una película y yo pudiese añadir un extra a su edición en deuvedé, con la ventaja de que no tendrás que oír a ningún actor haciéndoles la pelota a sus compañeros o al director.

Otros van retransmitiendo su labor de escritura casi en directo en las redes sociales, o llevan paralelamente un diario que luego publican, con lo cual producen dos libros al mismo tiempo. No son malas opciones. Yo prefiero practicar la misericordia y limitarme a escribir esta posterior entrada de blog, sobre todo porque mientras estoy escribiendo la novela solo puedo estar escribiendo la novela, de igual forma que no podría correr el Tour de Francia y retransmitirlo al mismo tiempo. A propósito de esto, guárdame un secreto: yo creo que a los escritores nos gusta contar cómo escribimos para que parezca que esto de escribir es un trabajo duro, que lo pasamos muy mal y que no somos unos vagos redomados, que es lo que en realidad somos.

Lo que no sé exactamente es por qué escribo esta entrada. Para ser sincero, supongo que porque esta vez no haré grandes viajes ni demasiados actos públicos para promocionar el libro. También puede que lo haya hecho porque soy un egocéntrico y hablar de mí mismo es buen incentivo para sacudirme el polvo digital y retomar este sitio que tengo abandonado desde hace ya tanto (prometo que las próximas entradas no hablarán de mí, sino de otros). O acaso sea solo que la novela ya está ahí, arrojada al mundo y yo ando ordenando papeles y guardando borradores. Aunque a lo mejor mi decisión es menos decisión de lo que yo creo y ocurre, simplemente, que tengo un hueco libre, que el tercer café del día me ha salido convincentemente fuerte, que anoche llovió.

Cómo se hizo

Comencé a escribir Un tío con una bolsa en la cabeza (que aún no se titulaba así) el 2 de febrero de 2018, mientras escuchaba una conferencia particularmente aburrida. No obstante, casi sin percatarme de ello, llevaba meses pensándola. Las novelas (al menos las mías) no surgen de pronto y de la nada. Uno va pensando en diferentes asuntos que lo preocupan hasta que surge la anécdota adecuada que sirve de excusa para abordarlos. No haré la nómina de las ideas a las que había estado dando vueltas: eso sería destripar la novela. Además, ya he dicho que soy un vago. Sea como fuere, desde otoño de 2017 daba vueltas a algunos temas que no sabía cómo abordar.

Y, de pronto, en enero de 2018, di con una nota de sucesos: una concejala de un municipio turístico había sido atracada en su casa y los ladrones, en su huida, habían olvidado quitarle de la cabeza la bolsa que le habían puesto para que no los reconociera. La pobre señora logró salvarse porque su móvil disponía de una aplicación de reconocimiento de voz y eso le permitió pedir ayuda.

Al pensar en el percance sufrido por esta mujer (que, por suerte, puede contarlo), surgió la idea de este ejercicio de estilo: establecer como tiempo de ficción el que alguien puede pasar en esa situación sin asfixiarse y hacer que la novela transcurriese en la cabeza del personaje. Eso me posibilitaba jugar con la percepción psicológica del tiempo y organizar un argumento policial en el que la víctima es el investigador, las pesquisas no son itinerantes, la muerte aún no se ha producido y la policía no intervendrá. Me daba, además, la excusa perfecta para hablar de diversos asuntos y, por otro lado, me permitía experimentar con técnicas que hasta el momento solo había utilizado de forma ocasional.

La idea estaba ahí. Ya tenía una propuesta, aunque me faltaba cerrar bien el argumento. Como no me gusta trabajar en vano (insisto: soy un vago), jamás comienzo a escribir hasta no disponer de un final. En esta ocasión, me hice un preciso mapa del argumento, los personajes y la cronología. Está todo aquí, ordenadito, contado en este pulcro esquema:

La primera versión fue escrita a mano, en ese cuaderno y alguno más, a lo largo de las semanas siguientes, en diferentes lugares de las Islas, la Península y Francia a los que viajaba por trabajo o para asistir a encuentros y mientras acababa de escribir La ceguera del cangrejo. De hecho, el tiempo invertido en ese primer borrador retrasó considerablemente la escritura de aquella otra novela (por esa época, por cierto, aburría a todos los amigos con los que me emborrachaba contándoles lo que estaba escribiendo, cómo lo hacía y las ventajas e inconvenientes a los que me enfrentaba. Milagrosamente, he conservado a algunos de estos amigos). En cualquier caso, trabajando en aviones, hoteles y terrazas de bares, logré tener la primera versión de la cual surgieron las siguientes, a las que me dediqué ya en casa. Estas fueron cambiando (espero que para mejor) gracias a un procedimiento que uno no siempre puede permitirse: la lectura en voz alta. La oralidad siempre se me antoja importante, pero esta vez era fundamental: leía, grababa, escuchaba y corregía el texto.

Hacia enero de 2019 logré tener un texto más o menos definitivo (no hay nada definitivo en un texto hasta que no se ha publicado), que dejé reposar unos meses hasta el momento de preparar la edición.

Esta última es siempre mi parte favorita del trabajo, esa que desconocen quienes piensan que pueden prescindir de los editores, aunque es la que termina de convertir un texto en un libro. Esa época de la revisión del original, de la corrección de pruebas (en este caso, con Estrella García Giráldez), siempre me resulta fascinante: es cuando se establecen grandes (y para mí, enriquecedores) debates sobre lenguaje y estilo, cuando salen a la luz las costuras del texto, cuando entiendes que siempre puede ser mejor. Con Un tío con una bolsa en la cabeza el proceso ocurrió en los meses en los que ya había comenzado a ocurrir lo impensable o, al menos, lo imprevisible. Hacia el final, una mañana me desperté alarmado por la siguiente idea: habíamos establecido una larga correspondencia acerca de una novela claustrofóbica cuyo leit motiv es la asfixia al mismo tiempo que a nuestro alrededor el mundo iba quedando marcado precisamente por la disnea y el enclaustramiento.

Y ahora esa novela está ahí, puesto de largo, en la librería, en tu bolso o en tu mesilla de noche, y poco más puedo hacer que contarte esto, porque, pese a la lluvia de anoche, ha vuelto el calor en este otoño extraño del año más extraño y yo pienso que, por mal que vaya la cosa, soy un tipo con suerte: soy un vago, pero puedo seguir escribiendo lo que me dé la gana sin que nadie venga a mi casa a enfundarme la cabeza en una bolsa. Al menos por ahora.





Nominaciones

16 02 2018

No suelo llevar bien eso de la competitividad. En mi oficio, prefiero emplear mi energía en intentar ser competente en lugar de competitivo. Sin embargo, a veces las circunstancias me sitúan en situaciones en las que, se supone, he de competir. En esos casos, normalmente, me tiro al suelo y me hago el muerto. No obstante, esas situaciones también tienen algo bueno: la coincidencia con otros a los que les ocurre algo similar. Me explico: El peor de los tiempos está nominada a dos premios inminentes. El Premio Ciudad de Santa Cruz 2018, que se concede en el marco del Festival Atlántico del Género Negro Tenerife Noir y el Premio Novelpol, que esa asociación concede cada año coincidiendo con la celebración de algún festival (este año será en el propio Tenerife Noir). El primero de los premios tiene una dotación de 3000 euros. La del segundo es más comestible: consiste en un queso manchego (de los de La Mancha de verdad, traído directamente de Ciudad Real) y una botella de vino de la misma zona. Pero ambos son certámenes de esos a los que no te presentas, sino en los que eres seleccionado por otros autores, por críticos y expertos en el género, lo cual supone que quienes entienden de esto se hacen con un ejemplar de tu libro, lo leen y deciden que ha de estar entre los finalistas. De ahí que me sienta muy honrado y agradecido a los comités de lectura y/o los jurados por haber tenido en cuenta a mi última criatura. Vamos, que el hecho de estar en esas listas ya te enorgullece.

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En ocasiones similares, mi estrategia de hacerme el muerto me ha traído suerte: en el Dashiell Hammett de Gijón, en Valencia Negra, en el Tormo de Las Casas Ahorcadas, en el propio Novelpol, en el año 2014, ex aequo con Rosa Ribas y Sabine Hofmann (no tuvimos que compartir el queso, porque la Asociación Novelpol, generosamente, dobló la dotación y el queso y el vino se multiplicaron). Pero, aunque suene a falsa modestia, daría igual haber ganado o haber perdido (ganar y perder son dos verbos que, aplicados a la escritura, no son de mi agrado), ya que lo bueno de estos premios es estar nominado, no solo porque sea una muestra de que se valora tu trabajo sino también, y sobre todo, porque esa nominación te permite relacionarte con autores (y detrás de los autores hay personas) que valen la pena.

Quiero decir: algunas de las personas con las que competía en esos casos eran buenas amigas o acabaron siéndolo tras nuestro encuentro en los respectivos certámenes: Rosa Ribas, Eugenio Fuentes, Marcelo Luján, Empar Fernández, Jon Arretxe, Javier Valenzuela, Horacio Convertini (a los dos últimos los conocí, de hecho, con ocasión de estar nominados a los mismos premios) son gente a la que respeto y admiro y cuya amistad no me ha fallado nunca. Se me queda algún nombre porque cito de memoria, pero el caso es que en esas ocasiones en que he asistido a algún festival nominado para uno de estos premios críticos, siempre he regresado a casa, ganara o no, con un buen número de nuevos amigos y de textos que valía la pena leer.

Creo que en esta ocasión me va a ocurrir igual. Para el Premio Ciudad de Santa Cruz están nominadas también La mala hierba de Agustín Martínez, Sucios y malvados de Juanjo Braulio y Ya no quedan junglas adonde regresar de Augusto Casas. Para el Novelpol, además de las mencionadas (que también hacen doblete), Taxi de Carlos Zanón y Conduce rápido de Diego Ameixeiras. Salvo en el caso de Zanón (a quien aprecio y cuya última novela me ha gustado mucho), no conozco personalmente a los demás compañeros, pero amigos que están al día me hablan muy bien de sus respectivos títulos. Y la experiencia me dice que, gane o pierda, me traeré de Tenerife un buen puñado de nuevos textos y, con suerte, de nuevas amistades regadas con buen vino de Tenerife (o de La Mancha).

Sé también que habrá algunos que dirán que digo (escribo) esto para curarme en salud, que todo esto es puro buenrollismo (o cualquier otro neologismo barato que se les ocurra para definir aquellas actitudes que son incapaces de comprender), que en realidad, por detrás de las bambalinas, los autores nos llevamos a matar. Pero qué se le va a hacer, gente mezquina hay en todos lados y en las redes no escasea, precisamente.

Yo repito lo antedicho: lo bueno de estos premios no es ganarlos, sino compartir su posibilidad con gente que merece la pena y que luego, con suerte, seguirá ahí mañana, compartiendo sendero, haciéndote sentir que no estás solo en este oficio tan solitario.





La sangre y la tinta

12 12 2016

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Sangre en los estantes, de Paco Camarasa. Barcelona, Destino, 454 páginas

Una amiga mía decía siempre: “Los mejores amantes son los buenos libros, porque no te exigen fidelidad, sino promiscuidad”. Esto es, todo buen libro te lleva a otros libros, es una llave para recorrer caminos que aún no has explorado. Sangre en los estantes, de Paco Camarasa, es el ejemplo perfecto. Puede ser leído de un tirón, disfrutándolo como una novela (así lo leí yo la primera vez, hace solo unas semanas, cuando apareció). Puede releerse luego buscando capítulos y pasajes favoritos (así he vuelto a leerlo para preparar esta entrada). Y sospecho que puede tenerse luego a mano para consultarlo cuando haga falta (para eso estará, a partir de ahora, cerca de mi escritorio). Porque es de esos libros que contribuyen a aclarar el caótico mapa de la novela negra y criminal, que, aunque ha gozado de ensayos y estudios importantes en los últimos años[1], sigue precisando de luz y cierto orden.

Camarasa no es un escritor de ficción. Tampoco es crítico, periodista o profesor de universidad. Ni siquiera es editor. Es, como él mismo se define en el prólogo, un “librero que se ha especializado en un solo género: el negrocriminal”. Durante años, ejerció ese oficio que consistía en disponer de una buena selección de libros, de saber no solo cuáles valían la pena y cuáles no, sino cuál era el que le podría gustarle a cada lector. Además, su librería no era una librería cualquiera: incardinada en el centro de La Barceloneta, Negra y criminal acabó convirtiéndose en uno de los epicentros del género en España (y muy posiblemente de Europa). Allí, él y Montse Clavé reunían a los mejores autores nacionales e internacionales en míticas presentaciones de sábado por la mañana en las que abundaban el vino, los mejillones y el trato directo. Pero no solo eso: también durante años, Paco Camarasa ha dictado conferencias sobre novela negra y policiaca, tanto en la Escuela de Letras del Ateneo de Barcelona como en diferentes foros de todo el país. Esto es: Paco Camarasa sabe de lo que habla.

Adoptando el orden alfabético (con el que juega al desorden, al azar, casi a la serendipia), en capítulos breves en los que se dibujan escuetas fichas biográficas, Camarasa ejerce la prescripción con esa eficiencia que siempre tuvo, huyendo de tópicos, para mostrarnos esos lados de sombra que los resúmenes apresurados suelen obviar. Eso, de por sí, ya sería una delicia, pero Sangre en los estantes se ve, además, enriquecido por un sinfín de anécdotas y recuerdos personales, que nos hacen reír o descubrir los aspectos más humanos de nuestros escritores admirados. Anécdotas que, a veces, ilustran mejor la importancia de un autor o un texto que cientos de páginas de sesudos ensayos.

Con ligereza, con consistencia, Camarasa establece un mapa del territorio negrocriminal, llevándonos a sus capitales importantes, pero sin dejarse atrás las aldeas, los villorrios, los rincones con encanto. Despacha, en solo tres páginas, la tan traída y llevada distinción entre novela negra y novela enigma, que tantos ríos de tinta ha hecho correr (en la sección “«H» de hastío, de hartazgo de explicar que Agatha Christie no es novela negra”) o defiende como autores de género a Dürrenmatt y Sciascia, pero tiene tiempo para secciones como “«A» de amores y desamores entre los estantes”, en la que cuenta amores fecundos o efímeros que comenzaron o acabaron en su librería o de explicar por qué Jim Thompson es la paloma o de por qué Andreu Martín era considerado el escritor de guardia de la librería.

En otros lugares he hablado del afecto que siento por Paco Camarasa y Montse Clavé, de lo mucho que les debo y lo importantes que son para mí. Sin embargo, no escribo sobre todos los libros de las personas a las que quiero. Si lo hago hoy es porque la aparición de este libro me parece un acontecimiento. Lo he gozado como uno de esos textos que te hablan con nuevas perspectivas de cosas que ya conoces y te descubren textos y autores que te eran desconocidos. Es un libro llave, uno de esos amantes que te exigen promiscuidad. No sé si se trata de un libro imprescindible (no sé si hay algún libro que realmente lo sea), pero sí sé que es un libro de esos que te hacen disfrutar además de ampliar tus horizontes, mostrándote, al mismo tiempo, lo pequeños y lindos que somos los seres humanos, aunque escribamos sobre violencia.

[1] El género negro: de la marginalidad a la normalización (compilado por Álex Martín Escribá y Javier Sánchez Zapatero), Literatura del dolor, poética de la bondad de Eugenio Fuentes y Cómo escribo novela policíaca de Andreu Martín.

 





Pequeñas grandes historias: La entrega, de Dennis Lehane

22 09 2016

«Los triunfadores pueden esconder su pasado, mientras que los fracasados se pasan el resto de la vida intentando no ahogarse en el suyo».

Dennis Lehane. La entrega.

 

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La entrega, de Dennis Lehane, 2014, Barcelona, Salamandra, 190 páginas.

Con algunas de sus historias, Dennis Lehane es capaz no solo de encogerte el estómago, sino, además, de conmoverte. Eso lo sabe cualquiera que se haya acercado a Desapareció una noche o Mystic River. Con La entrega vuelve a demostrarlo, en muchas menos páginas y de forma igualmente brillante.

Uno sigue con curiosidad casi cariñosa los pasos de Bob Saginowski, ese solterón grandote y algo simple que trabaja con su primo Marv en el bar que ya no es de Marv, sino del clan checheno de los Umarov, quienes lo utilizan, como otros tantos garitos, para recaudar los beneficios de apuestas ilegales. Lo sigue en su extraña relación con Nadia, la chica a la que conoce al mismo tiempo que al cachorro al que cree salvar la vida y que, en realidad, lo está salvando a él. Y cuando los pasos de Bob se adentran en terreno pantanoso, cuando el peligro le ronda personificado en las figuras del inquietante Eric Deeds, el inspector Evandro Torres y el propio primo Marv (cada uno de ellos propietario de su propia parcela en el infierno), la curiosidad se convierte en verdadero interés y el cariño en inquietud por lo que pueda pasarle a Bob, tan buena gente, tan asiduo a la misa semanal, tan tierno con las ancianas y los cachorros. Hasta que vamos descubriendo que Bob sabe cuidarse solo, que por algo, aunque vaya a misa, no comulga jamás.

Una historia pequeña, de barrio, que le sucede a gente de barrio, pequeña; gente inculta y no demasiado inteligente a la que aprendemos a amar u odiar (a veces ambas cosas a la vez) mientras aprendemos a entender sus motivos. Una historia pequeña que se convierte en una gran historia cuando descubrimos que lo importante es el juego entre lo que se muestra y lo que se oculta, no lo que se dice explícitamente. Con todo su discurso sobre la compasión, la culpa, la religión, la identidad, la injusticia, la búsqueda de la felicidad y las trampas de la memoria, esta novela aparentemente menor acaba convirtiéndose en una de esas historias que uno no olvida fácilmente.

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Por supuesto, novela negra, con todos los ingredientes habituales: violencia, engaños, atracos, tiroteos, negocios sucios, corrupción y tipos peligrosos. Intriga, suspense y giros sorprendentes. Pero puede que eso no me parezca lo más importante en esta novela. Quizá se deba a que estoy haciéndome mayor, pues algo similar me ocurre con Galveston, de Nick Pizzolatto, o con la relectura de las novelas Ross Macdonald.

Como sabrás si eres de los informados, La entrega está muy unida a su versión cinematográfica (escrita por el propio Lehane, dirigida por Michael R. Roskam, interpretada por Tom Hardy, Noomy Rapace y, en su última aparición, James Gandolfini), ya que debió de ir naciendo al mismo tiempo como guion cinematográfico (inspirado en «Protectora de animales», un relato corto del mismo autor) y como novela. Nada que objetar. Pese a que ese método ha dado origen a cosas muy flojas (Raylan, de Elmore Leonard), también hay notables precedentes de textos literarios con el mismo origen (2001. Una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke y La promesa, de Friedrich Dürrenmatt).

Opino que es indiferente el origen más o menos alimenticio de los textos. Lo que cuenta es el resultado. Y, en este caso, otros autores con más pretensiones no habrían podido volar tan alto como lo hace Dennis Lehane. Para eso hacen falta oficio, sensibilidad, inteligencia y, sobre todo, disponer de una buena historia que contar, de las que revuelven el estómago y, al mismo tiempo, conmueven.

 





Donde los Pirineos tocan el crimen

17 07 2016

Vuelvo a estas Ceremonias que tenía tan abandonadas. Y lo hago reseñando el más reciente de los muchos libros que tengo pendientes de comentar. En fechas próximas iré dando fe de algunas joyitas que he podido disfrutar entre viaje y viaje, entre texto y texto, entre trabajo y trabajo. Hoy toca El país de los crepúsculos, de Sebastià Bennasar.

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El país de los crepúsculos, de Sebastià Bennasar, Barcelona, Alrevés, 203 páginas.

Los que vivimos cerquita de África llevamos ya unos días bizcochándonos por mor de la fotosíntesis y los vientos saharianos. Apetecen la playa, la piscina y los manguerazos o baldazos, la sombra de un árbol, la cervecita y algún texto refrescante. Por ejemplo, esta novela policíaca que lleva al inspector Jaume Fuster (sí: su nombre coincide con el del escritor catalán y, evidentemente, no puede ser una casualidad) al invierno de Vall de Boí, donde los Pirineos tocan el cielo. Allí, en el Pont de Suert, se encontrará el policía, impartiendo un cursillo sobre técnicas de investigación a los mossos de la zona y aprovechando para hacer un poco de turismo en los ratos libres, cuando comience una serie de brutales asesinatos rituales relacionados con las iglesias de la zona, declaradas Patrimonio de la Humanidad.

A través de una intriga policial conducida de forma meticulosa, Bennasar nos acerca a un territorio bellísimo que es también tierra de frontera en la que el eco de los contrabandistas y los maquis convive con los últimos pastores; donde cabe el ecoterrorismo y terrorismo del de siempre, sin dejarse fuera al de Estado; donde los sádicos se tutean con los taberneros y los nuevos eremitas buscan un lugar donde ocultarse de los pecados cuya penitencia, sin embargo, no dejará de alcanzarles.

Un mundo de rencillas ocultas y lealtades sin aspavientos, marcado por el frío y el aullido de un lobo, en el que se nos muestra que en los amables pueblecitos que los ecoturistas descubren con arrobada admiración también ha de esconderse la maldad, haciendo bueno el proverbio que afirma que todo pueblo chico es un infierno grande.

Esta no es la primera novela de Sebastià Bennasar, y se nota. Sin embargo, sí es la primera en verterse al castellano. Se inserta el autor mallorquín en la nómina creciente de autores que escriben desde la periferia geográfica, la cual es, asimismo, periferia cultural, enriqueciendo el discurso colectivo con su peculiar mirada.

Esto, la mirada, es asunto crucial: no se trata de buscar un paraje hermoso y contar desde él. Eso puede hacerlo cualquier turista. Se trata de hablar de lugares que se han respirado, de la forma de ver el mundo que tienen sus habitantes, de captar aquellos hechos universales que subyacen a sus peculiaridades y contárnoslos con honestidad.

El país de los crepúsculos consigue lo que algunos diletantes intentan: convertir parajes bellísimos en escenarios dignos de una buena historia de crímenes, sin traicionarlos y sin convertirse en una guía turística. Y, al contrario que esos diletantes, lo hace de manera elegante, inteligente y misericordiosamente breve.

Así pues, con su primera novela traducida al castellano (esperemos que no la última), Sebastià Bennasar consigue uno de esos libros perfectos para combatir el calor durante un fin de semana. No te durará más.





La violencia justa: vuelve Andreu Martín

14 02 2016

Andreu Martín debe de llevar, calculo, unos cuarenta años escribiendo sin cesar, haciendo incursiones en casi todos los géneros y tendencias (sin dejarse atrás el erotismo, la ciencia ficción, la novela histórica y la literatura juvenil), pero ha destacado siempre como referente de la novela negra y policiaca. Desde que en 1979 publicara Aprende y calla ha deslumbrado a los aficionados al género con novelas como Prótesis, A navajazos, Bellísimas personas, Piel de policía o Barcelona connection, por citar de memoria y sin orden cronológico algunas novelas de entre las varias decenas que ha publicado. Por ello, es ineludible citar su nombre entre los de los autores que nos trajeron el género (y lo hicieron nuevo) entre los años setenta y los noventa. Pero no ha cesado de crear, de contar las historias que cuenta tan bien sin perder ni un ápice de actualidad, sin dejar de buscar nuevos modos para trazar sus argumentos sorprendentes, verosímiles y magnéticos.

En los últimos años nos ha dado novelas estupendas, como Sociedad negra y Los escupitajos de las cucarachas. En ellas el lector encuentra siempre lo que se espera: historias de alto voltaje que van hacia delante tras arranques que son siempre una patada en la cara, con personajes que huelen a cenicero y exponen diálogos certeros, equilibrados e inteligentes, con un erotismo que ya quisiera más de un sello dedicado al género y humor de todos los colores (desde el más blanco y familiar a los chistes negrísimos que pueden hacerse mientras uno intenta hacer desaparecer un cadáver), con coreografías de acción cuidadas al milímetro y, sobre todo, diferentes planos de lectura en los que, a poco que se escarbe en el contenido, aparecen los asuntos más caros a la condición humana.

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La violencia justa, de Andreu Martín, Barcelona, RBA, 447 páginas

En La violencia justa, su novela más reciente, Andreu Martín aborda un problema con el que nuestra sociedad tiene una cuenta pendiente: nuestra relación con la violencia. La pregunta por cuándo es justo saltarse el contrato social (aquel mediante el cual los miembros de la sociedad se someten a un gobierno que pone el monopolio de la violencia en manos de quienes representan la ley), cuándo llega el momento en que un individuo está legitimado por las circunstancias para ejercer como juez y verdugo. Y, sobre todo, en esos casos, dónde está la fina línea, que separa la justicia de la venganza, el preciso castigo del desencadenamiento de la bestia que todos llevamos dentro, domesticada por la educación, tal y como finamente la analizó Freud en El malestar en la cultura.

La violencia justa plantea estas preguntas (y otras relacionadas con ellas), a partir de un argumento en el que se cruzan dos dramas personales: el de Teresa Olivella (que intenta rehacer su vida tras una tragedia personal en la que desempeñó el papel de víctima absoluta) y el de Alexis Rodón (jefe de seguridad de unos grandes almacenes que antes fue sargento de los mossos y debió abandonar el cuerpo acusado de torturar al secuestrador y asesino de una niña). Ambos personajes se encontrarán no por casualidad, sino porque ella, atraída por la leyenda de torturador de Rodón, lo buscará para intentar hacer lo que ella entiende por justicia. Pero Teresa llega a la vida del ex policía en mal momento, cuando acaba de interesarse por una repugnante organización de proxenetas infantiles.

No puedo explicar nada más del argumento sin estropear la lectura, pero sí me gustaría hacer hincapié en la habilidad compositiva de Andreu Martín. Contada en presente, casi exclusivamente en las primeras personas de sus dos protagonistas en capítulos que alternan sus voces (la única excepción es un capítulo necesario casi en la conclusión), La violencia justa nos va mostrando las diferentes caras de esa novela de pasados dolorosos y futuros inciertos, el lector asiste al desarrollo de la pasión entre Teresa y Alexis, a la forma en que cada uno oculta al otro los verdaderos problemas que le obsesionan, sus más secretos temores, sus cuentas pendientes, manejando la intriga novelesca con una brillantez que solo es posible gracias a la combinación del talento y la experiencia.

A lo largo de poco más de un mes (la acción comienza el 8 de enero y finaliza el 14 de febrero de 2014), Teresa Olivella y Alexis Rodón viven una tormenta en sus respectivas existencias y no pueden encomendarse a Dios y aguantar el chaparrón: han de buscar soluciones a los conflictos que la vida les pone por delante. Ambos (y el lector con ellos) habrán de tomar decisiones en las que se juegan sus propias creencias, hacerse nuevas preguntas y buscar nuevas respuestas a las preguntas viejas. Y, en cada una de sus acciones, sentirán que a cada paso cambian de forma de ser, se apuestan a sí mismos como seres humanos. Eso mismo que hacemos, sin darnos cuenta, nosotros. Eso mismo que hacen siempre los héroes de las grandes historias.

Vale la pena seguir a Teresa y a Alexis en su itinerario hasta lo más hondo de sí mismos, ese camino que, al mismo tiempo, les lleva al centro del mismísimo infierno, ese que hacemos, cada día, entre todos.





La Wycherly, para redescubrir a Ross Macdonald

29 01 2016

En la página 181 de su Breve historia de la novela policiaca (Madrid, Taurus, 1962), Alberto del Monte, afirma:

Margaret Millar (1915), la actual presidenta de los Mystery Writers of America, publica también unas veces con su propio nombre (notables, entre otras novelas suyas, Beast in view, 1955, y The soft talkers, 1957), otras con el seudónimo de “Kenneth Millar” y otras con el de “John Ross Mac Donald”. En sus novelas (…), que tienen generalmente como detective a Lew Archer, ofrece ambientes corrompidos, psicologías morbosas; en una palabra, una humanidad mísera y tortuosa con polémica perspicacia y con dignidad literaria.

No va mal encaminado Alberto del Monte: Margaret Ellis Sturm, que firmaba con su apellido de casada como Margaret Millar era una fantástica escritora de novelas de misterio, como La bestia se acerca, cuyo argumento ha sido luego imitado hasta la saciedad. Pero Kenneth Millar no era un seudónimo, sino el nombre de su marido, quien comenzó a publicar cuando su esposa ya era una autora de éxito y acabó firmando como Ross Macdonald la mayoría de las novelas (calculo que unas dieciocho) y los relatos de la serie de Lew Archer, seguramente para evitar confusiones como la del pobre Del Monte.

Ross Macdonald, creator of Lew Archer, wearing a straw hat

Macdonald pertenece, creo, a la segunda oleada de grandes autores de hard boiled norteamericanos y lo leímos cuando éramos más jóvenes y queríamos presumir de haber leído a los que los mayores nos marcaban como imprescindibles. La lista siempre empezaba por Dashiell Hammett y Raymond Chandler y luego siempre incluía a MacDonald, James M. Cain, Horace McCoy, Mickey Spillane y Chester Himes. En medio, acaso en un puesto de honor, estaba siempre Ross Macdonald. Y por eso, acaso, porque lo da por clásico, porque lo da por evidente, porque hay muchas cosas nuevas que leer, o muchos descubrimientos de viejos maestros que se han quedado atrás y no están en los manuales (hace poco, sin ir más lejos, descubrí a Dorothy B. Hugues gracias a Eduardo García Rojas) uno a veces olvida lo estupendos que eran estos tipos.

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La Wycherly, de Ross Macconald, Barcelona, Navona, 2015, 365 páginas

Por eso es bueno que, de vez en cuando, ocurran cosas como esta: que una editorial, para el caso Navona, rescate alguna de sus novelas. para el caso La Wycherly, y te refresque no solo la memoria, sino también la mirada.

Me sucedió una cosa curiosa con La Wycherly: entró en casa durante la época navideña y la leí en los primeros días de año, que es justamente cuando transcurre esta historia tortuosa en la que Lew Archer debe encontrar a Phoebe, la hija del acaudalado Homer Wycherly, desaparecida hace semanas, investigación a lo largo de la cual va a encontrarse con las huellas de su madre, la explosiva Catherine, inmersa en un no menos explosivo divorcio de Homer. Y de paso, con una red de engaños. De extorsiones. De violencia. De corazones rotos poética y también literalmente.

Me sucedió también que redescubrí por qué me habían gustado las novelas que había leído de Macdonald (cosas como El caso Galton o El martillo azul), por qué otros amigos cuyo criterio respeto (como José Luis Ibáñez Ridao) vuelven a mencionármelo una y otra vez, por qué siempre recordaba a Macdonald como a un Hammett, pero con menos prisa, como a un Chandler, pero con más estructura. Sí: Macdonald cuenta con eficiencia, pero no sacrifica el estilo ni un hilo de reflexión sobre un tema de enjundia si cree que vale la pena. Y nunca le ocurrió aquello de que él mismo no supiera quién había matado a un determinado personaje secundario. Sus novelas funcionan como mecanismos de relojería, máquinas perfectamente engrasadas.

Macdonald supo convertirse en un clásico en el género respetando una clave ya instaurada unas décadas antes (su detective no se apellida Archer por casualidad) y prolongándola en novelas lúcidas y pesimistas, crueles y compasivas, brutales y poéticas, plagadas de pasajes dignos de recitar a viva voz y de diálogos vibrantes, inteligentes y llenos de verdad. Todo ello en historias en las que la intriga novelesca se pone al servicio de una humanidad a la que mira con ironía, pero también con conmiseración.

Así pues, leer hoy a Macdonald es volver a lo mejor de la buena novela negra, esa que indaga en las pasiones humanas mediante argumentos cuidados contados con estilo, y vale la pena hacerle un hueco entre fenómeno de ventas y fenómeno de ventas (esos que nos asedian hoy desde todas las mesas de novedades y los expositores y que dentro de cincuenta años no valdrán nada) para comprobar que novelas como La Wycherly continúan tan vivas como en 1961 y diciéndonos más y más cosas a cada lectura.





La calidez de Pamplona en enero

20 01 2016

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En Pamplona Negra lo único que cojea es su director, el polifacético escritor Carlos Bassas, que se recupera de una complicada lesión deportiva que lo obliga a ir con muletas y someterse cada día a duras sesiones de rehabilitación, lo cual no le impide estar, como suele, en todos lados sin olvidar ni un solo detalle. Así, solo, o con alguno de sus cómplices (como Carlos Erice Azanza), se le ve puede ver volviendo de recoger invitados en el aeropuerto o en el hotel, pendiente de que no falte algún material, presentando actos, organizando reconstrucciones policiales o acompañando al siguiente ponente a buscar la emisora de radio a la que debe acudir. Carlos y el equipo de Baluarte (con la meticulosa Vera Wrana en la coordinación), hacen que en esta segunda edición de Pamplona Negra no falte absolutamente de nada, que todo esté donde debe estar y exactamente en el momento preciso.

Me consta que esto es muy difícil, que es muy complicado combinar talleres, conferencias, proyecciones de cine, coloquios, reconstrucciones de la escena del crimen y degustaciones gastronómicas sin que haya ninguna pifia. Pero ellos lo consiguen y continúan haciendo que el abundante (y pacientemente amable) público que acude a cada acto se vaya a su casa con buen sabor de boca. Este festival, que nació el año pasado, con una maquinaria eficiente y engrasada que ya quisieran para sí otros eventos, ha vuelto para seguir siendo el primer festival del año, la primera cita que ya no puede uno perderse.

En esta ocasión me ha tocado recoger el testigo de Juan Ramón Biedma y responsabilizarme del taller de novela negra. No me rompí la cabeza imaginando un título y lo llamé, simplemente, La tinta y la pólvora. Y ahí estamos, desde ayer, frente a 17 personas de todas las edades y oficios, intentando desentrañar algunos de los trucos de la disciplina, mientras en la sala de al lado, Nacho Faerna hace lo propio con el lenguaje cinematográfico, en el taller Una chica y una pistola.

Ha sido solo el arranque. El resto de la semana está llena de actividades que traen a Iruña algo de lo mejorcito del Noir hispano. Pero, como me conozco y sé que luego el ajetreo hará que se me haga tarde para decir lo que tengo que decir (motivo por el cual hace tantas semanas que no dejo nada para ti en este blog), he decidido que, antes de que todo continuara adelante, debía pararme un momento a decirlo. Así que me he sentado un momento en la habitación del hotel, he pinchado el cedé de la edición especial de Kind of Blue que adquirí ayer en uno de los puestos de discos y libros de Baluarte (9,90 euros) y he escrito esto, para que quede constancia.

Ahora ya puedo prepararme para lo que vendrá esta tarde, y mañana, y pasado. Pero solo después de dejar claro, nuevamente, que en Pamplona Negra solo cojea su director. Y, de paso, que aquí lo único que es frío es el clima, que todo lo demás es pura calidez.








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