Ahora empiezan a salir los libros del otoño. Novelas con tapa dura, carísimas, de 500 ó 600 páginas (eso no tendría nada de malo, si no fuera porque generalmente, suelen sobrarles 400). Y a mí, qué quieres que te diga, cuando veo en los escaparates estos ladrillos que las editoriales y los críticos a sueldo de éstas quieren obligarme a leer, lo que se me pone, es cuerpo de poesía.
De entre los últimos descubrimientos que he hecho (agradezco mi ignorancia, que me permite hacer un descubrimiento casi cada día), te traigo uno que debo agradecer a una buena amiga y que lamento no haber hecho antes. Se trata de una poeta descomunal, muy poco publicada (o, más bien, descatalogada) en España y por la que hay auténtica devoción en el resto del mundo hispano. Te hablo de la argentina Olga Orozco, de quien el año pasado editó Bruguera, en su colección de poesía, Últimos poemas. ¿Qué vas a encontrar entre las tapas de ese libro? Pues precisamente sus últimos doce poemas, que Orozco dejó sobre su mesa de trabajo, ordenados en dos carpetas, antes de ingresar en el hospital para una operación a la que no sobrevivió y que fueron preparados para la edición por su amiga íntima, la poeta y traductora Ana Becciú.
La poesía de Olga Orozco es una poesía aparentemente sencilla, de verso libre que no abusa de los grandes alardes técnicos, pero oculta una elaboración muy precisa. El resultado es puro ritmo, pura hipnosis. Tiene tendencia al verso largo, empleado como un versículo de indagación metafísica, de verdad inasible encontrada en el propio yo y en las cosas cotidianas. Porque, más allá de lo formal, como dice Ana Becciú, la de Orozco es una poesía esencialmente autobiográfica y lírica, esto es, donde la poeta escribe no sobre su propia persona real, sino sobre una subjetividad del poeta que se nombra como otro, eso que se denomina el “yo poético” (y que nos ha dado tantos poemas memorables de, por ejemplo, Sá-Carneiro).
Y, pese a ser tan personal, cualquiera puede reconocerse en estos versos que nos hablan de la vida, del tiempo, de la nostalgia y de Dios, desde la perspectiva tremendamente vitalista de una persona de 79 años que mira, tanto al pasado como al futuro, con una sonrisa de inteligencia. Me gustan los poetas maduros, que miran con la lúcida sencillez de quien ya está casi del otro lado y, sin embargo, continúa haciéndose preguntas esenciales (pienso en los últimos libros de Ángel González, de José Hierro, de José María Millares).
Orozco, como te decía, es muy popular en Argentina. Nació en Toay, La Pampa, en 1920, pero vivió su juventud en Buenos Aires, donde frecuentó “malas compañías”, formando parte del grupo Tercera Vanguardia, encabezado por Oliverio Girondo, de quien ya te he hablado en alguna otra ocasión y se desempeñó principalmente en el periodismo, donde se dedicó, incluso, a redactar los horóscopos de la revista Clarín. Y aquí te cuento la anécdota (yo sé que a ti te gusta que te cuente curiosidades): le gustaba echar las cartas. Era muy aficionada al Tarot le inspiró más de un poema. Pero, al margen de la anécdota, las influencias de las que bebe Orozco son bastante más ilustres y muy variadas, porque en ella se escuchan los ecos de San Juan de la Cruz, Luis Cernuda, Czeslaw Milosz o Rilke. Por otra parte, fue amiga íntima de otra poeta enorme: Alejandra Pizarnik.
Últimos poemas, de Olga Orozco, 77 páginas en Bruguera Poesía (colección muy interesante donde está editado también Lugares que fueron tu rostro, del cronopio José Carlos Cataño). Como te decía, ahora salen a la calle todos esos tochos larguísimos que las editoriales nos venden para el otoño, pero podemos curarnos de tanta página que sobra leyendo alguna imprescindible: un poco de esta poesía tan personal, tan bella, pero, sobre todo, tan humana.