Qué alivio lo de Bob Dylan

17 10 2016

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Qué alivio lo del Nobel de Literatura para Bob Dylan, qué fácil será todo ahora. Vale: como casi siempre te han cogido con la guardia baja. Tú estabas desempolvando ese borrador de artículo que escribiste hace ya tiempo sobre tu adorado Murakami (Haruki, al Ryu ese ya no lo lee nadie), preparando algo sobre Phillip Roth, o, a todas malas, intentando enterarte de quién carajo eran Ngugi Wa Thiong’o, Ismael Kadaré o el tal Adonis, por si los de la Academia te hacían lo de otros años y te ponían a escarbar en Wikipedia para escribir una cosa que quedara bien sin que se te notara demasiado que no los conocías ni de nombre antes de estar en la quiniela anual. Esta vez sí que puedes hablar libremente, escribir tu articulico, dar declaraciones al periodista de turno (ese que te tiene en su agenda para llamarte cada vez que se muere alguien de quien no ha preparado obituario), poner comentarios en las redes sociales y hasta parecer democrático, moderno y progresista, porque Dylan es de los que se mojaban cuando había que mojarse, cuando tú aún ibas al cole y ni siquiera sabías que existía, cuando el cura progre de tu parroquia dejaba que los catequistas amenizaran la misa con aquella versión del “Blowing in the Wind”. Quizá esa fue la primera vez que oíste la melodía, que no la letra, de una de sus canciones. ¿Recuerdas? Además, el tipo se puso como apellido artístico el nombre de no sé qué poeta y así la cosa suena más a poesía. Lo cierto es que eres incapaz de recordar más de cinco canciones de Bob Dylan sin acudir a internet y que en tu casa es posible que no haya más de un disco (si hay al menos uno) de los suyos, pero, si haces memoria, conoces la mentada “Blowing in the Wind” (ha salido en muchos documentales, aunque sea un poco mónotona), “Knocking on Heavens Door” (qué chula aquella versión de Guns and Roses), “Mr. Tambourine Man” (había una peli en la que Michelle Pfeiffer la usaba para civilizar a unos jóvenes sociópatas) y, cómo no, “Like a Rolling Stone”, aparte de “Times are Changing”, ideal para finalizar tu comentario o tu artículo de opinión.

De cualquier manera, esta vez también te han hecho una pequeña faena, porque en estas ocasiones no basta con que digas que no te disgusta, hay que haber sentido a-do-ra-ción, tener al individuo como icono, haberlo seguido desde siempre. Y a ti, Dylan, recónocelo, ni fu ni fa y el gangoseo con el que canta pone a prueba tu inglés de academia Stillitron. Ya se lo podían haber dado a Silvio Rodríguez, a Sabina o al Nano, que los tienes más fresquitos y encima cantan en cristiano. Pero, a fin de cuentas, no es lo mismo que cuando se lo dieron a Alice Munro (a quien solo había leído la madre de tu mujer en un club de lectura), a Le Clézio (mencionado una vez por ese amigo solterón que siempre te encuentras en la mesa del fondo de la librería, donde están las rarezas), a Mo Yan (que te sonaba poco) o a Thomas Tranströmer (que no te sonaba nada, porque, total, no pensabas que se lo fueran a dar a un sueco y tú, suecos, un par de novelistas de policíaca y para de contar).

En todo caso, es bonito que puedas decir “Bob Dylan” y todo el mundo sepa de quién hablas. Cuando uno dice “Tranströmer”, o “Svetlana Aleksiévich” en una reunión social, todos lo miran como si hubiera dicho una palabrota, lo acusan con la mirada de ser un pedante insoportable. Y tú tienes que parecer culto, pero no pedante.

Así que ahora puedes decir “Bob Dylan” y añadir que en sus canciones hay también poesía. Y de la buena, de la que llega a todo el mundo (ya sabes que hoy es mejor llegar a todo el mundo que llegar a cada uno, que es el camino que hasta hoy recorría la poesía). Sí, tras el impacto inicial, puedes escribir un artículo valorando positivamente la cosa y caerás muy bien en las redes, no serás uno de esos culturetas carcas que no están en el siglo. Y preguntarte por qué no le van a dar el Nobel de Literatura a un cantautor (aunque hace poco hayas leído que «¿Por qué no “no”, entonces, si el mejor razonamiento que puedes hacer es por qué no?»), obviando el hecho de que hay poetas que también han sido cantautores (Boris Vian, sin ir más lejos) y cantautores que han sido pintores (Luis Eduardo Aute, por ejemplo) y hasta cantautores que han sido actores (el propio Bob Dylan), pero que si un cantautor, por el hecho de serlo, fuera ya poeta entonces no necesitaría guitarra. Alguien podría decirte esto, pero, entonces, sería fácil argüir que la poesía es mucho más que escribir en verso, que la poesía está en todos lados, está en el aire, en el fondo de uno mismo, en un viejo sentado en un parque y en un niño jugando con un barquito de papel. Si alguien insiste, diciéndote que los poetas son precisamente las personas que se dedican a intentar captar toda esa belleza re-creándola en firmes palabras, en obras a las que la palabra le basta por sí sola para evocarla, dispones de varios recursos: hablar de la dilatada trayectoria de Dylan, de su influencia, de la ocasión en que se publicó un libro con sus letras. Si todo esto falla, puedes terminar la polémica diciendo que hay que abrir la mente, acostumbrarse a los nuevos tiempos, democratizar la cultura (siempre es más fácil democratizar la cultura que democratizar la sociedad), abandonar los prejuicios (obviando el hecho de que los prejuicios nos sirven para establecer categorías entre lo que percibimos, permitiéndonos diferenciar, por ejemplo, entre un pene y una silla, lo cual nos permite andar con menos cuidado a la hora de elegir dónde sentarnos). Y, por supuesto, acabar diciendo que los tiempos están cambiando. Que nadie te quite tu final de artículo.

Eso sí: vas a guardar el borrador sobre Murakami (Haruki). Todavía es posible que, en una de estas, le den un Grammy.

P.S.: Lo que yo he nombrado como «Times are Changing» en realidad se titula «The Times They are A-Changin'». Gran error que espero no haya causado grandes males a la humanidad ni haya herido la sensibilidad de ningún fan de Dylan y que intento subsanar en esta nota.





El Nobel, el Planeta, la novela negra y la Benemérita

21 10 2012

Dejamos de hacer La buena letra una semana y el trabajo se acumula: le dan el premio Nobel de Literatura a Mo Yan y el Planeta a Lorenzo Silva. Sé que hay quien se ha cabreado porque el Nobel no le ha caído a Murakami, a Roth o a Munroe. Pero a mí me alegra mucho que el premio más prestigioso del oficio recaiga en un autor poco conocido aquí, editado por una editorial independiente. A Roth, a Munroe, a Murakami ya los conozco; a Mo Yan no y eso me va a dar la oportunidad de acercarme y leer a un autor nuevo. Ya me ocurrió el año pasado con Tomas Tranströmer (de quien te debo una reseña) y el resultado fue que me llevé una grata sorpresa. De Mo Yan, El Aleph editó El sorgo rojo, que dio pie a la película de Zhang Yimou. Lo demás lo edita Kailas, una editorial, como te dije, pequeña e independiente, que son las que editan a muchos autores interesantes que no conoce el gran público.

En cuanto a la concesión del Premio Planeta a Lorenzo Silva, es algo que también me alegra, porque no solo ha recaído en uno de los nuestros, sino en un tipo agradable, cercano y generoso que, además, no ha ingresado en la literatura por ser presentador de televisión ni famosete habitual, sino por la vía del trabajo duro, constante y riguroso.  La marca del meridiano será el séptimo libro (y sexta novela) protagonizado por Bevilacqua y Chamorro, que van por segunda vez a Barcelona. Por cierto, estos dos guardias civiles se han paseado medio país, incluidas Tenerife y la Gomera, en la cuarta novela de la serie: La niebla y la doncella.

Y, como esta es la actualidad, yo me estuve devanando los sesos y pensando a ver qué podía traerte hoy que fuera de un Premio Nobel, novela negra y, a poder ser, que saliera la Guardia Civil. Y créeme que la cosa está complicada, porque, por ejemplo, en Camilo José Cela sale la Benemérita pero nunca escribió novela negra.

Después de mucho pensar, descubrí que siempre hay un rinconcito en el que el azar dejar de serlo. El rincón, en este caso, es una novela de Mario Vargas Llosa, titulada ¿Quién mató a Palomino Molero?, una novela negra escrita en los años ochenta por el Premio Nobel 2010, y protagonizada por Lituma, un guardia civil. Eso sí, no hablo de la Guardia Civil española sino de su homónima peruana, un cuerpo que ya no existe pero que también era denominado calificado de benemérito.

¿Quién mató a Palomino Molero?, de Mario Vargas Llosa, Madrid, Punto de Lectura, 166 páginas.

La historia transcurre en Talara, una localidad del departamento del Piura, al noroeste de Perú, una región semidesértica donde la actividad económica se movía en los años cincuenta en torno a los pozos petrolíferos y donde había bases militares. Vargas Llosa construye la novela a partir del brutal asesinato de un joven avionero, que aparece torturado, empalado y semicapado. (No busques “avionero” en el diccionario porque no viene: el término se refiere a los soldados rasos del ejército del aire peruano). A partir de ahí, Lituma y su jefe, el teniente Silva, con muy poquitos medios y muy poca colaboración por parte del ejército, comenzarán a escarbar en la biografía de la víctima, Palomino Molero, que era un muchacho que, cual Orfeo rural, alelaba a todo el mundo dando serenatas con su guitarra. Lo primero que descubren es que Palomino era de origen humilde, parecía ser muy buena persona y se había metido en el ejército voluntario, aunque estaba exento de hacer la mili por ser hijo de viuda. Como suele ocurrir en este tipo de novelas, el teniente Silva y Lituma pronto se encontrarán con una conspiración de silencio que apunta bastante alto, en este caso, dentro de la jerarquía militar.

Vargas Llosa nos introduce en el centro de la novela con dos capítulos muy breves, después de los cuales ya no podemos dejar de seguirle. Portentoso es su manejo del ritmo y la manera en que lleva la indagación en el léxico hasta las últimas consecuencias, haciendo alta literatura con el habla popular, como hacen los grandes (Rulfo, Fuentes, Onetti), en diálogos rápidos y chispeantes. En ¿Quién mató a Palomino Molero? los acontecimientos se suceden al ritmo al mismo tiempo denso y vertiginoso de una pesadilla, y las imágenes que van salpicando el relato, los juegos con el tiempo y el punto de vista hacen que sea de vital importancia el fuera de plano, aquello que no se cuenta.

Esta no es la única novela en la que aparece Lituma. De hecho, aparecía ya como uno de los personajes importantes de La casa verde, uno de sus primeros grandes éxitos, de 1966. Pero no fue hasta veinte años más tarde, para descansar, según él mismo sugiere, de La guerra del fin del mundo, cuando Vargas volvió a retomar a Lituma, uno de los inconquistables del Piura, personajes de La casa verde que aparecen aquí, igual que otros, como La Chunga, que también les sonará a los seguidores del maestro de Arequipa. Aún escribiría otra novela más, inmediata continuación de esta, Lituma en los Andes, que, por cierto, obtuvo el Premio Planeta en 1993. (Así que ya ves, el círculo se cierra).

Yo estoy contento por todas estas casualidades, porque me han servido de excusa para hablar de Vargas Llosa, de quien todavía no habíamos recomendado nada. Aclaro, para sus fans (sé que son muchos): por supuesto que Vargas Llosa ha escrito novelas seguramente más grandes y mejores: Conversación en la catedral, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, La casa verde o La guerra del fin del mundo, sin ir más lejos. Yo, en concreto, si tuviera que quedarme con una, me quedaría con su primera y deslumbrante novela, La ciudad y los perros, que, por cierto, la Real Academia de la Lengua ha lanzado este año en una edición conmemorativa de las bodas de oro.

No obstante, ¿Quién mató a Palomino Molero? presenta un par de ventajas. La primera, que se trata de un texto muy breve y asequible, lo cual puede contribuir a hacer una cata en la obra de Vargas a alguna de esas personas (también sé que son muchas) que no lo han leído, por falta de oportunidad o porque, sencillamente, no les caiga bien el personaje. Una segunda ventaja es que en este novela aparecen, en mi opinión, muchas de las constantes que podemos encontrar en su narrativa: los ambientes rurales y prostibularios, la naturaleza desolada como expresión del mundo interior de los personajes, la ironía y el erotismo conviviendo en una prosa firme y consistente como una estatua de mármol. Todo eso está aquí, en esta novela del Premio Nobel 2010, novela negra y novela de guardias civiles: ¿Quién mató a Palomino Molero?, de Mario Vargas Llosa, Madrid, Punto de Lectura, 166 páginas de literatura excelente de esa que no podemos perdernos, porque viene de la mano de un maestro.

(Con la desrecomendación de esta semana intento demostrar dos cosas que no se excluyen mutuamente: que mi salud mental se está viendo seriamente afectada y que hasta los más grandes autores han firmado algún libro, pues el libro que desrecomendamos y destruimos esta semana fue La civilización del espectáculo, firmado, precisamente, por ya sabes quién).








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