Desordenar la biblioteca 2

27 09 2009

La primera: ESCRITORES QUE SE VOLVIERON LOCOS. Ahí podrían comenzar por ir, por ejemplo: Lucrecio, Pound, Hölderlin, Nietzsche. Pero ya surgían los primeros problemas de este nuevo método clasificatorio. De hecho, surgió una duda enorme al pensar en Paul Verlaine, porque no acababa de tener claro que lo de Verlaine con Rimbaud no hubiera sido una locura.

Aunque a Verlaine podría incluirlo en ESCRITORES QUE HUBIERAN TENIDO AL MENOS UNA EXPERIENCIA GAY-LÉSBICA-TRANSEXUAL-BISEXUAL. Me tocaba llevar allá a Pizarnik, a Marguerite Yourcenar, a Lorca, a Cernuda, a Mishima, a Safo (pero también al resto de los griegos clásicos, por si las moscas), a Kavafis, a Rimbaud. Pero, claro, ¿quién me decía a mí que otros no tan evidentes habían vivido experiencias no heterosexuales? Por ejemplo, Stefan Zweig, que me parece el autor más sospechosa y claramente femenino de la historia de la literatura.  Y Melville (lee cómo describe a Billy Budd, lee el capítulo de Moby Dick en que Ismael y el corpulento Queequeg se conocen y pasan la noche y la mañana abrazaditos y dándose calor mutuo mientras se cuentan sus vidas). Decidí dejar esta categoría en suspenso. La siguiente fue: AUTORES QUE SE HAYAN ARRUINADO MÁS DE UNA VEZ. Me traje a Melville, por supuesto. A Balzac, Cervantes, Jack London…

Había empezado mal. Tenía que haber comenzado por donde iba encaminado a hacerlo con las dos autoras que focalizaron la atención en el hecho biográfico. Así que me apresuré a establecer una nueva categoría: SUICIDAS. Entonces vi que tenía que hurtar autores a otras categorías ya establecidas: Lucrecio, Mishima, Pizarnik (vuelve a tu sitio, maga de los silencios), Jack London (aunque ahora se dice que no, pero hasta que no sea oficial…), Zweig (me lo traje para acá). Luego tendrían que estar Virginia Woolf, Plath (por supuesto), Hemingway, Kennedy Toole, Sándor Márai… Cielo santo: Mishima. No había contado con los japoneses. Directamente, me traje a casi todos los japoneses, entre los que destacaban, por supuesto, Akutagawa y Kawabata. De hecho, me cuesta recordar a algún autor japonés que no se haya suicidado, mención aparte de Ishiguro, demasiado británico para ser considerado japonés. (Dejé a Murakami cerca, por si las moscas llega alguna mala noticia).

Luego surgieron otras categorías: ESCRITORES QUE, POR CASUALIDAD, NO HUBIERAN NACIDO EN SU PAÍS. (Cortázar, Ítalo Calvino). ESCRITORES QUE SE HUBIERAN REÍDO DE TODO (Oliverio Girondo, Alfred Jarry, Raymond Queneau y Boris Vian, Quevedo, Dürrenmatt, fueron los primeros, antes de traerme a Cortázar de la categoría precedente). ESCRITORES QUE HUBIERAN SIDO INCOMPRENDIDOS EN SU ÉPOCA. Llegados a este punto, me negué a desordenar los estantes de mis suicidas, y me limité a empezar por Cioran, Quevedo (a quien me traje de la categoría anterior), Kafka, Proust, Anthony Burguess y Jim Thompson. Aunque después cogí los libros de Thompson y lo llevé a la categoría de ESCRITORES QUE SE HAYAN ARRUINADO MÁS DE UNA VEZ.

Otra circunstancia bastante común: la cárcel, el exilio, el confinamiento. Así que se imponía una nueva categoría: ESCRITORES QUE HAYAN SUFRIDO MEDIDAS JUDICIALES O SE HAYAN EXILIADO, VOLUNTARIA O FORZOSAMENTE. Chester Himes, O’Henry, Virgilio, Quevedo (hubo que moverlo nuevamente), Cervantes, Unamuno, Pedro García Cabrera, Federico García Lorca (definitivamente, decidí suprimir la categoría que se refería a las opciones sexuales; al fin y al cabo, tiene para mí una importancia igual a cero lo que la gente haga o prefiera hacer en la cama y cualquiera que base su obra en esas preferencias, me interesa menos que la neurastenia en el escarabajo pelotero, dicho sea por individuos como Jaime Baily), Miguel Bonasso, la mayor parte de la Generación del 27,  Solzchenisyn, Nabokov, Monterroso, Thomas Mann, Rilke, Pound (qué problema con Pound), la mitad del Boom Latinoamericano…





Desordenar la biblioteca 1

27 09 2009

No hablo de las bibliotecas públicas o pertenecientes a centros culturales o educativos. Esas disponen de unos seres generalmente malhumorados que se pasan la vida pidiéndote silencio y que, cuando les hablas, parece que te escuchan, pero en realidad están preguntándose qué harán hoy para almorzar o pensando en paradisíacas playas de las Islas Griegas. Me refiero a las otras, esas que tiene cada uno en casa. Esas, ¿cómo mantenerlas en orden?

No es frecuente, pero de vez en cuando ocurre. Finaliza tu temporada de exámenes o acabas una serie de artículos o terminas de escribir una novela o, simplemente, sacan de la parrilla el programa de televisión para el que trabajabas. Entonces toca recoger todos esos libros que has ido sacando y utilizando para preparar exámenes, redactar artículos, escribir novelas o, simplemente, buscar ideas con las que alimentar esa tonelada de guiones que antes debías entregar cada semana. Toca recogerlos y ponerlos en su sitio. Y es en esos momentos, cuando te replanteas el orden.

Hay quien ordena su biblioteca por temas. Esas personas lo pasarán fatal cuando les toca ubicar los Ejercicios de estilo, de Raymond Queneau o el Tristram Shandy. Y ni quiero imaginar cómo lo pasarán cuando les toque ubicar El Quijote. También hay quien opta por atender al género (literario). Los imagino con sus ejemplares de Crimen, de las Iluminaciones o de Un bárbaro en Asia, con cara de tontos delante del anaquel, pensando en la seria posibilidad de mudarse a algún país frío, donde aún haya estufas de carbón que sea necesario alimentar.

No quiero ni siquiera mencionar las deficiencias de otros criterios, como el del tamaño, el color o el número de página, más arbitrarios, pero no menos inútiles que el de la nacionalidad del autor (¿qué hacer con Danilo Kis, con Vladimir Nabokov?) o la lengua en la que fueron escritos originalmente (Beckett, por ejemplo, incluiría dos categorías).

Por mi parte, hace años que mi amigo y censor Antonio Becerra (en una noche en que vaciamos, según recuerdo, tres cuartos de botella de Pernod) me dio un consejo que, hasta el día de hoy, he seguido a rajatabla: la literatura se ordena por estricto orden alfabético del primer apellido del autor. Punto.

Pero hace poco, en la última ocasión en que me tocó convertir mi salón (que hace las veces de biblioteca, cuarto de trabajo, comedor, sala de ver la tele, escuchar música o, si hay suerte y con quién, lugar de inicio de juegos amorosos) en un lugar habitable, recogiendo los volúmenes que pululaban por rincones inapropiados, tras haber sido extraídos de los anaqueles para su consulta o tras haber sido adquiridos (mediante compra, préstamo, robo u obsequio) en los últimos meses, di en la cuenta de una curiosa coincidencia. A causa del azar alfabético, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath no sólo compartían estantería, sino que se unían, así, muy amiguitas, contratapa contra tapa, en una Antología Poética de la primera y un ejemplar de Ariel de la segunda. Ya alguna vez me había llamado la atención cómo el alfabeto, mi incontinencia como comprador y/o mis lagunas bibliófilas hacían que Juan Marsé quedara junto a José Luis Martín Vigil, Poe tentarrujando lascivamente a Ezra Pound o Voltaire rozándose con Kurt Vonnegut. No obstante, las coincidencias biográficas de Pizarnik y Plath (ambas poetas hasta la médula; ambas desequilibradas; ambas suicidas) me llamaron la atención sobre cómo el alfabeto imita a la vida.

Una persona importante para mí me sugirió entonces un nuevo modo de ordenar mi biblioteca: el orden biográfico. Tras meditar sobre las ventajas e inconvenientes del nuevo sistema y tras mucho reflexionar (copa de vino en mano) sobre las circunstancias comunes en las peripecias vitales de muchos escritores, comencé a pensar en las posibles categorías, de las cuales paso a exponer las más importantes.








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