En casa, gracias a ese invento de la televisión interactiva, hemos visto una serie danesa titulada Borgen, que trata acerca de los entresijos de la política danesa siguiendo a una líder del Partido de los Moderados que llega a ser primera ministra.
Es, por supuesto, una ficción. Habla de las perversidades, los juegos sucios, las hipocresías, la manera en que las decisiones y hasta las circunstancias personales de los dirigentes políticos influyen en la ciudadanía. También, por supuesto (el psicodrama es importante), sobre cómo la actividad política cambia la vida de aquellos que se dedican a ella profesionalmente.
Pero no es esto lo que nos llama la atención en casa. La ficción política es uno de nuestros subgéneros favoritos y ya estamos acostumbrados a que los guionistas desplieguen todo el argumentario de Maquiavelo y Hobbes. Los seguidores de House of Cards o de Boss (con esos villanos y villanas dignos de Shakespeare) saben a qué me refiero. Lo que nos llama la atención es una serie de hechos que los guionistas dan como evidentes, porque en su país deben de ser perfectamente normales y que a nosotros nos parecen directamente ciencia ficción, cuando los comparamos con lo que sabemos acerca del ejercicio del poder en nuestro país.
Un ejemplo: en Borgen, todos los partidos con representación parlamentaria tienen su sede en el mismo edificio. Comparten pasillos, escaleras, ascensores y hasta menaje. No sé cuáles serán los inconvenientes de esta situación para los partidos, pero cada vez que el representante de un partido quiere reunirse con el de otro, simplemente cruza un pasillo o sube o baja una planta y entonces mi pareja y yo hacemos cálculos sobre cuánto se habrá ahorrado el erario público en combustible, coches oficiales, chóferes y seguridad.
Otro ejemplo: dado el espectro plural de partidos y la diversidad de voto, todos los partidos se verán obligados, en un momento u otro, a forjar alianzas para formar gobierno. Pero los partidos anuncian durante la campaña electoral con qué otras formaciones del espectro harán pactos en caso de obtener la confianza del electorado. Y esas, sus posibles alianzas, forman parte de su programa.
Sin embargo, el último ejemplo es el que hizo que nuestros ojos se desorbitaran desde los primeros episodios: en Dinamarca los políticos dimiten. Y no dimiten cuando hay una sentencia firme en contra de ellos. Ni siquiera es necesario que se sospeche que han cometido un acto ilegal. Basta, antes bien, con que exista por su parte una vulneración de la ética profesional. En Borgen, un primer ministro de la nación dimite porque llega a la opinión pública el hecho de que ha pagado con su tarjeta para gastos oficiales un bolso comprado por su mujer en pleno ataque depresivo.
No cuento más para no estropearte el visionado. Pero esta semana no he podido dejar de pensar en Borgen.
Amén de vacaciones de ministros que llevan cuatro años veraneando en hoteles sin licencia y pretenden hacernos tragar que han cruzado el océano para pasar cuarenta y ocho horas en un hotel de República Dominicana, esta mañana he podido seguir la comparecencia de Jorge Fernández Díaz, quien afirma haberse reunido en su despacho del ministerio del Interior con Rodrigo Rato para discutir cuestiones de seguridad que afectan al exministro hoy caído en desgracia. Y haberlo hecho no en un bar ni en un piso franco, sino con “luz y taquígrafos” (luz habría, pero taquígrafos no había por ningún lado; y, mucho menos, grabadoras). Dejando a un lado la pregunta de por qué Rato goza de la prerrogativa de reunirse directamente con el ministro para tratar temas que otros deben tratar en comisaría o, como mucho, con un director general, ahora ya da igual la explicación que quiera dar Jorge Fernández Díaz sobre los motivos, los contenidos y el desarrollo de la reunión.
Rodrigo Rato (encausado por el caso Bankia) y Jorge Fernández Díaz (ministro del Interior) podrían haber hablado sobre el tiempo, el campeonato del mundo de badminton o lo caras que se han puesto las hortalizas. Incluso podrían no haber hablado de nada y dedicado dos horas de sus apretadas agendas a mirarse tiernamente a los ojos. Porque, a mi modo de ver, esta asunto no trata sobre si el titular de Interior habló con Rato o no sobre los procesos con los que está relacionado. Tampoco sobre si la reunión fue secreta o no (para ser francos, Fernández Díaz pretendió que así fuera, pero un periodista lo pilló con el carrito de los helados). Todo eso huelga, ahora que la noticia ha salido a la luz. Nadie puede demostrar que Fernández Díaz y Rato hayan hablando sobre procesos judiciales, por supuesto. Pero es que nadie, tampoco el ministro, puede demostrar que no lo hayan hecho. Así pues, el ministro del Interior debe dimitir. No por lo que haya hablado con Rodrigo Rato en su reunión con él, sino, lisa y llanamente, por el hecho (reconocido por él mismo) de que esa reunión ha tenido lugar.
Al menos, ese es el tipo de comportamiento que uno espera de una persona de orden. Lo demás, como opinó un diputado de la oposición durante la comparecencia del ministro, son milongas.