Días perfectos para El cuento de la criada

2 11 2017
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El cuanto de la criada, de Margaret Atwood, Barcelona, Salamandra, 2017, 412 páginas

En estos días extraños, en casa estamos viendo El cuento de la criada, la serie de HBO, adaptación de la novela homónima publicada por Margaret Atwood en 1985. Ya en 1990 hubo una versión cinematográfica con guion de Harold Pinter y dirigida por Volker Schlöndorff, director especializado en llevar a la pantalla grande o chica, textos inolvidables. Confieso que no leí hasta hace poco esta novela que me habían recomendado tanto. Quizá porque se había puesto demasiado de moda (hay algo que siempre me echa atrás cuando un producto cultural se convierte en fenómeno de masas. Supongo que me guía el prejuicio, cierto esnobismo cultureta propio de críticos a los que nadie lee ni leerá). He entendido que me equivocaba, que no siempre el público de masas anda en el error: se trata de una novela excelente, de esas que perturban, que hacen pensar.

Su argumento distópico (o cacotópico) es ya conocido, pero intentaré resumirlo. A causa de la contaminación medioambiental, el mundo sufre una dura crisis de fertilidad y una buena parte de la población norteamericana se refugia en la religión y en un retorno de los valores tradicionales para consolarse. La planificación familiar es vista como una abominación. En Gilead (parte de los antiguos Estados Unidos) una cadena de atentados atribuidos al extremismo islamista, ha descabezado a los poderes legislativo y ejecutivo del país original y, bajo leyes de excepción, un grupo ultraconservador de raíz religiosa se hace con el poder. Los Comandantes instauran rápidamente un nuevo orden social, en el que las mujeres tienen prohibidas cosas tan básicas como leer o manejar dinero y las universidades están tan prohibidas como la libertad sexual. La sociedad es dividida en castas, con rígidas reglas cuya desobediencia implica castigos inimaginables. Las pocas mujeres fértiles son incluidas rápidamente en una de ellas, la de las Criadas, que serán asignadas a los Comandantes para ser violadas una vez al mes y concebir hijos que serán adoptados por estos y sus esposas. Estas mujeres, las Criadas, son despojadas incluso de su nombre: pasarán a ser denominadas bajo un patronímico que indique su pertenencia a un Comandante concreto. Así, la protagonista y narradora de esta historia responde al nombre de Offred o Defred, en castellano.

Pero Defred pertenece a la primera generación de criadas y guarda, por tanto, la memoria de los tiempos anteriores a Gilead: recuerda a su marido Luke y a su hija Hannah, que les han sido arrebatados; a su madre, mujer independiente y fuerte que ha desaparecido en medio del desastre; a su amiga Moira, rebelde aparentemente irreductible. Así, Defred es la cronista de los tiempos de Gilead, pero también la guardiana de la memoria del tiempo en el que la sociedad gozaba de unas libertades que le fueron arrebatadas. Es consciente de que la suya es la última generación de mujeres que fueron en algún momento libres; la siguiente ya no habrá conocido la libertad y, acaso por eso, posiblemente no llegue a echarla de menos. De ahí la importancia que ella misma confiere a su crónica.

Lúcida, eficazmente, Atwood usa la voz de Defred para explorar el dolor y la carencia. Pero también y sobre todo de lo difícil que es ganar territorio a la sociedad abierta y lo fácilmente que ese territorio puede ser reconquistado por el totalitarismo. Este siempre se disfraza de legalidad, legitimada por los finos mecanismos de la ideología, para no dejar un resquicio al libre pensamiento. Como todos los regímenes totalitarios que en el mundo han sido, la República de Gilead viste de legalidad toda una serie de decisiones repugnantes y arbitrarias, algo que es muy sencillo de hacer si se suprime (o, más sutilmente, se vicia) el sistema de separación de poderes y se dispone, al mismo tiempo, de un aparato retórico que permita soslayar que en el contrato social los gobernados se someten al imperio de la ley, pero que esas leyes deben estar dictadas por las demandas de la sociedad que ellos integran y no al contrario y que solo la posibilidad de que exista la alternativa del disenso legitima el consenso social.

Al pensar su distopía, Margaret Atwood se impuso la prohibición de incluir en ella nada que no hubiera ocurrido ya alguna vez a lo largo de la Historia. No hay en ella coches voladores, implantes cerebrales de control ni una dimensión alternativa en la que se pueda burlar o combatir a los guardianes. Quizá por eso al leerla se nos hace muy directa la referencia a nuestras sociedades y a situaciones que pueden darse perfectamente en ellas. Habrá que pensarlo en estos días extraños en que la ideología vela el escenario del resurgir de los monstruos que, disfrazados de legalidad, amenazan a las libertades de nuestras democracias supuestamente avanzadas.

Mientras tanto, Defred, en silencio, en la soledad del cuarto en el que vive confinada, disiente y resiste como puede, testigo de la crueldad, como una Anna Frank más crecida, como un Julius Fučík a quien espera cada mes algo peor que la horca, como un D–503 sin vecino que descubra la finitud del universo, como un Winston Smith al que no le queda ni la palabra escrita. Y se defiende del silencio con una sola frase, una broma en latín heredada de la anterior Defred y que se repite a sí misma como un mantra: Nolite te bastardes carborundorum. No dejes que los bastardos te hagan polvo.





Una viaje en taxi hacia la madurez

5 10 2017
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Taxi, de Carlos Zanón. Barcelona, Salamandra, 368 páginas

Una novela que se titula Taxi está condenada a ser una novela itinerante. La historia de Jose, por mal nombre Sandino, es la de un hombre que se halla en una encrucijada entre diversos problemas: un matrimonio que se rompe (muy probablemente por culpa suya), unos padres carcomidos por el tiempo y la desidia, una abuela odiosa a quien solo comienza a comprender cuando va de un lado a otro de la ciudad con sus cenizas en una urna, una serie de follamigas (valga la palabra) con ninguna de las cuales se encuentra realmente a gusto, unas amistades que oscilan entre lo taciturno y lo peligroso. Todos estos problemas se resumen, a mi entender, en un solo argumento: el fin de la juventud y de los devaneos, la inevitable constatación de que la adolescencia ya no puede estirarse más y es necesario afrontar el mundo y sus problemas desde una perspectiva adulta. Al fin, Sandino se enfrenta a la madurez absolutamente desarmado, aprendiz de todo y maestro de nada, con un alma que hace apuestas que su organismo difícilmente podrá cubrir.

En una entrevista, Carlos Zanón dijo de esta novela cuando aún estaba escribiéndola: «No es negra, pero algunos dirán que lo es». Será inevitable. Sobre ella flotan las sombras de Jean–Patrick Manchette (no solo porque el protagonista lleve encima un libro suyo en su deambular por Barcelona sino porque una de sus muchas subtramas, que no puedo desvelar aquí, remite a asuntos preferidos por el autor de El caso N’Gustro) y del David Goodis de Disparen sobre el pianista (el larvado conflicto con un rival amoroso dueño de un bar y la compleja coreografía del inevitable estallido de violencia entre este y el protagonista recuerdan una situación similar en aquel texto inolvidable).

Dirán que lo es también por el corte de sus personajes marcados por la violencia y la degradación personal, por la existencia en su argumento de un alijo de drogas y de un dinero perdidos, por la predilección por los ambientes sórdidos y la preferencia expresionista a la hora de describirlos, por las zonas de sombra que el autor se niega a iluminar.

Bien cierto es que, con esos materiales, Zanón podría haberse limitado a escribir una novela negra que habría cumplido perfectamente con las exigencias de los aficionados al género. Pero no lo ha hecho: ha preferido arriesgarse, escribir una novela acerca de la soledad y las torpezas de un individuo que está solo en un mundo poblado por seres igualmente solitarios, una novela de viajes en la que el personaje no llega apenas a salir de una ciudad, porque el viaje realmente interesante es el que Sandino hace hacia su ego, hacia ese lugar en el que se encuentra consigo mismo y donde no le gusta demasiado lo que ve: sus proyectos fallidos, sus oportunidades perdidas, la promiscuidad enmascarando la inmadurez, el miedo, la desidia y el tedio.

Zanón suministra su material narrativo por jornadas, mediante un narrador omnisciente que interpola breves monólogos interiores del personaje en torno al cual está focalizado todo el relato, en un presente que frecuenta la elipsis pero se demora en las escatologías de lo cotidiano, llevando al lector al terreno de un realismo sucio que en nuestra lengua siempre hemos estado (en mi opinión) por descubrir y en el que se verá inevitablemente reflejado: todos hemos sido Sandino o acabaremos siéndolo. Todos buscamos o hemos buscado una última oportunidad. Todos intentamos salir adelante intentando no destrozarnos y, al mismo tiempo, hacer a nuestro alrededor el menor daño posible. Y no siempre lo conseguimos.

Pese a que Carlos Zanón, quizá porque también es poeta, es un autor que domina muy bien el fragmento (es un narrador de frases y párrafos felices, de los que sorprenden e invitan a la relectura) y su estilo es de los que siempre me han interesado, confieso que la composición de alguna de sus novelas anteriores no había acabado de convencerme. No es el caso de Taxi, donde brilla con el esplendor de una madurez que le ha llegado pronto y de la que espero otras novelas tan consistentes y deslumbrantes como esta.

 





Pequeñas grandes historias: La entrega, de Dennis Lehane

22 09 2016

«Los triunfadores pueden esconder su pasado, mientras que los fracasados se pasan el resto de la vida intentando no ahogarse en el suyo».

Dennis Lehane. La entrega.

 

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La entrega, de Dennis Lehane, 2014, Barcelona, Salamandra, 190 páginas.

Con algunas de sus historias, Dennis Lehane es capaz no solo de encogerte el estómago, sino, además, de conmoverte. Eso lo sabe cualquiera que se haya acercado a Desapareció una noche o Mystic River. Con La entrega vuelve a demostrarlo, en muchas menos páginas y de forma igualmente brillante.

Uno sigue con curiosidad casi cariñosa los pasos de Bob Saginowski, ese solterón grandote y algo simple que trabaja con su primo Marv en el bar que ya no es de Marv, sino del clan checheno de los Umarov, quienes lo utilizan, como otros tantos garitos, para recaudar los beneficios de apuestas ilegales. Lo sigue en su extraña relación con Nadia, la chica a la que conoce al mismo tiempo que al cachorro al que cree salvar la vida y que, en realidad, lo está salvando a él. Y cuando los pasos de Bob se adentran en terreno pantanoso, cuando el peligro le ronda personificado en las figuras del inquietante Eric Deeds, el inspector Evandro Torres y el propio primo Marv (cada uno de ellos propietario de su propia parcela en el infierno), la curiosidad se convierte en verdadero interés y el cariño en inquietud por lo que pueda pasarle a Bob, tan buena gente, tan asiduo a la misa semanal, tan tierno con las ancianas y los cachorros. Hasta que vamos descubriendo que Bob sabe cuidarse solo, que por algo, aunque vaya a misa, no comulga jamás.

Una historia pequeña, de barrio, que le sucede a gente de barrio, pequeña; gente inculta y no demasiado inteligente a la que aprendemos a amar u odiar (a veces ambas cosas a la vez) mientras aprendemos a entender sus motivos. Una historia pequeña que se convierte en una gran historia cuando descubrimos que lo importante es el juego entre lo que se muestra y lo que se oculta, no lo que se dice explícitamente. Con todo su discurso sobre la compasión, la culpa, la religión, la identidad, la injusticia, la búsqueda de la felicidad y las trampas de la memoria, esta novela aparentemente menor acaba convirtiéndose en una de esas historias que uno no olvida fácilmente.

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Por supuesto, novela negra, con todos los ingredientes habituales: violencia, engaños, atracos, tiroteos, negocios sucios, corrupción y tipos peligrosos. Intriga, suspense y giros sorprendentes. Pero puede que eso no me parezca lo más importante en esta novela. Quizá se deba a que estoy haciéndome mayor, pues algo similar me ocurre con Galveston, de Nick Pizzolatto, o con la relectura de las novelas Ross Macdonald.

Como sabrás si eres de los informados, La entrega está muy unida a su versión cinematográfica (escrita por el propio Lehane, dirigida por Michael R. Roskam, interpretada por Tom Hardy, Noomy Rapace y, en su última aparición, James Gandolfini), ya que debió de ir naciendo al mismo tiempo como guion cinematográfico (inspirado en «Protectora de animales», un relato corto del mismo autor) y como novela. Nada que objetar. Pese a que ese método ha dado origen a cosas muy flojas (Raylan, de Elmore Leonard), también hay notables precedentes de textos literarios con el mismo origen (2001. Una odisea del espacio, de Arthur C. Clarke y La promesa, de Friedrich Dürrenmatt).

Opino que es indiferente el origen más o menos alimenticio de los textos. Lo que cuenta es el resultado. Y, en este caso, otros autores con más pretensiones no habrían podido volar tan alto como lo hace Dennis Lehane. Para eso hacen falta oficio, sensibilidad, inteligencia y, sobre todo, disponer de una buena historia que contar, de las que revuelven el estómago y, al mismo tiempo, conmueven.

 








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