Grass y Galeano para ser todos

14 04 2015

Me gustan los escritores incómodos, los solos, los francotiradores. Aquellos cuya obra se resiste al encasillamiento, al agrupamiento cerril, a la simple etiqueta cronológica, geográfica o estilística, y a quienes, cuando nos empeñamos en la maquinita erudita de aplicar etiquetas, el rigor nos obliga a añadirles un «sin embargo», un «sí, pero no», un «no obstante». Acaso sea porque uno sabe que esta tarea de la escritura es labor de solistas y que, como decía Sándor Márai, «el escritor que decida cantar en un orfeón descubrirá que su voz no se distingue del coro».

Acaban de dejarnos dos escritores que soportaron cada uno su correspondiente etiqueta pero supieron sacudírsela a través de sus voces únicas, de su empeño en no cantar a coro, en sus inclementes dedos índices señalando incesantes nuestras vergüenzas, nuestros olvidos, nuestras más bajas incomodidades: Günter Grass y Eduardo Galeano —y las baldas de la letra g de mi biblioteca alfabéticamente desordenada vuelven a sufrir un temblor similar al de cuando se fueron Gelman y García Márquez—.

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Grass, para nosotros, fue, sucesivamente, uno de los nuevos narradores alemanes de posguerra, un cachorro del «Grupo 47» —anótesele para encasillar después de Böll, cerca de Walser, antes de Handke—, el de El tambor de hojalata, el que luego continuó escribiendo «libros gordos» como El rodaballo, el que confesó que había llevado un uniforme pardo —y entonces pareció que nadie en su país tenía pasado salvo él y todos miraron la paja en su ojo— y, en los últimos tiempos, el que denunció a Israel como potencia desestabilizadora.

galeano

Galeano fue el último de los últimos herederos del Boom, el uruguayo ese que escribe textos sobre los indios, el que tiene ocurrencias ingeniosas y tiene textos muy breves que juegan con las palabras, el que habla por los desarrapados y denuncia las contradicciones del capitalismo en libros que no sabemos si son narrativa, ensayo, reportaje o un cajón de sastre donde cabe todo, el que escribió sobre fútbol y nos contó que el mundo está patas arriba, ese cuyos vídeos vemos en las redes y enviamos a los amigos indignados. Un perroflauta, al fin.

Tantas etiquetas inexactas, que sirven para resumir lo que no se puede resumir: los años de dedicación y esfuerzo; los años de vivir en el seno de una sociedad pero sabiendo trascenderla para observarla con rigor y lucidez y denunciar sus taras, caiga quien caiga, moleste a quien moleste, cueste lo que cueste, no por joder, sino simplemente por coherencia, por ser fiel con uno mismo.

Grass y Galeano —el autor de El gato y el ratón y el autor de El libro de los abrazos, por citar dos títulos por los que recomendaría comenzar a quienes aún no les hayan leído— se nos van en un momento en el que todo es cada vez más hipócrita o, aún peor, convencional y mainstream, que es la forma en la que la ignorancia es hipócrita; un tiempo en el que necesitamos que alguien continúe hablándonos de quienes ponen los muertos y la escasez, cuando precisamos que los autores continúen siendo francotiradores y no se vendan ni se dejen alquilar, que prosigan con esa incómoda labor de ser uno solo para ser todos.





Zweig y Márai

26 02 2013

Uno nunca sabe cómo se establecen determinadas asociaciones, pero a mí se me hace imposible pensar en Stefan Zweig sin recordar inmediatamente a Sándor Márai y viceversa.

sandor marai

Quizá se trate de hechos arbitrarios hasta la frivolidad: que yo los descubriera casi al mismo tiempo, que me viese obligado a hacerme con una pronunciación aceptable de sus apellidos o que ambos se llevasen ocho años de diferencia y naciesen cada uno en una ciudad de un mismo imperio. Otras circunstancias biográficas los acercan: ambos conocieron el reconocimiento y la caída, la fama y el olvido, y, tras el exilio, ambos murieron por propia mano lejos de los lugares que amaron.

http://www.stefanzweig.org/asp0f.htm

Pero hay otras cosas, acaso menos casuales, que les unen: la fecundidad de sus producciones, el interés por la Historia, el enfrentamiento solitario a la intolerancia (Márai dice en sus Diarios que en literatura no exite la democracia: solo hay solistas), la lucidez, una habilidad envidiable para sumergirnos con sencillez aparente en argumentos falsamente claros, su inteligencia a la hora de retratar a clases destinadas a desaparecer entre las fauces del tiempo.

El honesto burgués que fue Márai, el progresista combativo que fue Zweig se unen, al fin, en mi mente, muy probablemente por sus argumentos y sus estilos, sus triángulos amorosos, sus historias de criadas y vendedores de libros, de frágiles donjuanes e inocentes amantes anónimas. Sus respectivos discursos sobre la bondad y la crueldad, sus tableros de ajedrez y sus partidas de caza, sus muñecas rusas y su sobriedad son un país literario al que regreso a ratos, cuando me canso del vértigo y los alardes. Porque todo cansa y, de vez en vez, conviene volver a esos territorios íntimos del individuo, que ambos plasman en sus novelas –largas o cortas, pero preferiblemente en las cortas–, y comprobar a qué huele –a qué continúa oliendo– la literatura, eso que solo puede hacerse con palabras; eso que, más que emocionar, conmociona.

Eso es lo que halla quien se sumerge en Márai o en Zweig. En Zweig o en Márai. En la biografía de Fouché o en Divorcio en Buda. En La amante de Bolzano o en Novela de ajedrez. En Carta de una desconocida o en El último encuentro. Da igual por dónde se empiece, porque hay aún otra cosa más que hermana al austriaco y al húngaro: ambos son inagotable. Ninguno de ellos se acaba nunca.





Un Casanova diferente

9 12 2011

La amante de Bolzano. Sándor Márai. Barcelona. Salamandra. 281 páginas.

Para que luego no me digas que me paso la vida recomendando salvajadas, hoy te traigo La amante de Bolzano, de Sándor Márai, uno de esos autores que son para leerlos con tranquilidad, de forma reflexiva y disfrutando de cada palabra.

La amante de Bolzano está inspirado en un determinado momento de la vida del famoso Giaccomo Casanova: cuando en 1756, se fuga de los Piombi, la prisión de los Plomos de Venecia, donde está encarcelado, y escapa de la ciudad acompañado por Balbi (un monje que ha colgado los hábitos y que se le une como servidor). Se dirigirán a Bolzano, que en ese momento no pertenecía a Italia. Eligen precisamente esa ciudad porque Casanova busca encontrarse con Francesca, la única mujer a la que ha amado y a quien perdió en un duelo con el Duque de Parma, un hombre maduro con quien, finalmente, ella se casó. En el momento de su llegada, se prepara un baile de máscaras (ya sabemos que son la especialidad de Casanova) que el aventurero podría aprovechar para acercarse a Francesca. Sin embargo, se va a llevar (y nosotros con él) una enorme sorpresa.

Nos presenta Márai a un Casanova muy distinto del que nos pintan las crónicas: un hombre que no está pasando un buen momento y que está obsesionado con recuperar a su primer amor; una relectura del mito del amante frívolo despojado de todos los ropajes de la leyenda y la hazaña amorosa. Pero también destruye dos arquetipos importantes: el del marido burlado (el personaje del Duque de Parma en esta novela no es, precisamente, un  perdedor) y el de la dama como “pieza” de cacería (porque comprobaremos que Francesca no es, ni mucho menos, una mujer pasiva que se deje manejar por los hombres).

El tema del triángulo amoroso prolongado platónicamente en el tiempo es un asunto casi recurrente en las obras de una determinada época de Márai (Divorcio en Buda, La herencia de Eszter, El último encuentro y esta misma). Sin embargo, ataca este tema de forma muy distinta cada vez, con argumentos y personajes renovados y arrojando nuevas perspectivas. Aunque, eso sí, con la enjundia y la elegancia que caracterizan su estilo.

Márai fue húngaro, burgués y nacido con el siglo xx. No fue, precisamente, un escritor maldito. Sus novelas, obras de teatro y artículos periodísticos gozaron de gran popularidad tanto en Hungría como en el resto de Europa, hasta que, después de la guerra, Hungría entra en la órbita soviética y Márai sale con su mujer del país, instalándose definitivamente en Estados Unidos. Sus últimas décadas las pasará en San Diego, California, siempre junto a su esposa Lola, su único amor, mientras sus obras son proscritas y su fama cae en el olvido durante treinta años. La lectura de Diarios 1984-1989 (también publicados en España por Salamandra) nos muestra a Márai y a su mujer ya ancianos, en medio de un mundo que no es el suyo, viendo de lejos cómo en Europa comienza a reivindicarse su trabajo. Pero ya es tarde: Lola fallece tras una larga y angustiosa enfermedad y, meses más tarde, Márai, con 89 años, y ante la perspectiva de la invalidez y la agonía, prefiere quitarse la vida. Es el 21 de febrero de 1989.

Paradójicamente, esto marca el comienzo de la recuperación de la obra de Márai para el gran público. En la actualidad, goza de una gran popularidad en muchos países, entre ellos, España. Y podría parecer extraño: la suya es una narrativa sin grandes alardes ni demasiados giros, con largos parlamentos casi teatrales, lo que él mismo denominó como una literatura burguesa. Sin embargo, sus novelas atrapan desde la primera a la última página y el lector recuerda cada uno de sus títulos con cariño, como se recuerda siempre a esos libros que nos desvelan alguna verdad. Quizá sea por su fino olfato psicológico, o por la manera veraz en que analiza las relaciones humanas.

Sea como fuere, Márai es un autor para no perdérselo y, una estupenda manera de empezar a acercarse a él es esta novela: La amante de Bolzano, editada en Barcelona por Salamandra, 281 páginas que nos muestran que las cosas no siempre son lo que parecen.








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