
Fuente: http://www.canaltatuajes.com
Soñó que se tatuaba en la espalda el mapa de una ciudad donde jamás había estado. Al despertar, se hallaba en un dédalo de callejuelas desconocidas.
Fuente: http://www.canaltatuajes.com
Soñó que se tatuaba en la espalda el mapa de una ciudad donde jamás había estado. Al despertar, se hallaba en un dédalo de callejuelas desconocidas.
Sueño con una mujer. Una mujer zurda. Una mujer zurda que ríe.
Golpeando el aire con una raqueta de tenis, la mujer pasea en traje de noche por un jardín inmenso y ríe.
La sigue de cerca un anciano que lleva babero en lugar de camisa y agita las manos intentando atrapar algo invisible en el aire que hay tras ella. El anciano, barbudo y calvo, se parece a Pablo Picasso, a Ernest Hemingway, a Ben Kingsley, a Milan Kundera en un mal día.
La mujer ríe y su risa es una golondrina que los sobrevuela antes de partir a países cálidos. Vuelve a reír y su risa se transforma ahora en millones de gotas de rocío que el viejo intenta atrapar infructuosamente. Ríe otra vez y su risa es un millar de moras que flotan a su alrededor unos instantes y de las cuales él consigue atrapar un puñado, antes de entregarse a la actividad de consumirlas con fruición, una por una, deleitándose como si cada una de ellas fuera la última.
La mujer continúa andando alrededor de los parterres y riendo una y otra vez. Y sus carcajadas se convierten en pétalos de rosa azul, en bombones de licor, en colibríes, ruiseñores o conejitos que comen tréboles, en azahares lanzados a manos de bellos adolescentes.
Pero el hombre ya no la sigue en su deambular por el jardín. Se ha quedado atrás, bajo un flamboyán, dándole la espalda, comiendo moras.
Ya no es un anciano. No está encorvado. Cuando se vuelve, sus arrugas han desaparecido. Su barba cana y rizada es ahora un uniforme manto de color azabache.
La mujer cesa de reír. Sus carcajadas se convierten en una luminosa sonrisa. Deja de caminar y le mira con hermosos ojos color miel en cuya profundidad se adivina un paraíso esmeralda.
Ahora están uno junto al otro, pese a que ninguno de los dos ha hecho el menor movimiento (cosas de los sueños) y la mano de la mujer suelta la raqueta (que queda suspendida en el aire) para posarse levemente sobre la mejilla del hombre, que ríe con la alegría despreocupada de un niño, cada vez más ruidoso, cada vez más joven.
Al despertar, me pregunto si ella reiría para mí. En todo caso, tras inspeccionar concienzudamente mi rostro en el espejo, decido que ha llegado el momento de recortarme la barba.
Soñó que por fin conseguía tomar ese vuelo al Caribe. La travesía transcurría con tranquilidad. El tiempo era sereno. Las turbulencias, mínimas. El interior del avión era más amplio, más confortable de lo habitual. Todo era perfecto. Faltarían unos minutos para llegar a su destino cuando se percató de la desaparición de los auxiliares de vuelo, quienes hasta ese momento se habían comportado de manera refinadamente amable. Poco después, escuchó, con pavor, la voz del comandante que surgía de los altoparlantes diciendo:
-Señores pasajeros, esto es una grabación…
Últimamente sus sueños son literarios. Se sueña paseando con James Joyce y Ezra Pound por Trieste, charlando con Borges sobre las Kenningar, compartiendo vinos y cigarros con Cortázar y Carol Dunlop en un apartamento en el que suena un disco de Lester Young, acompañando a Katherine Mansfield a una reunión con T. S. Elliot, Keynes y Virginia Woolf (que mira a la neozelandesa con una superioridad que no consigue ocultar su envidia). A veces, Rulfo le cuenta el argumento de esa novela que jamás escribió, mientras atraviesan la noche del D. F. en un taxi desvencijado o frecuenta cafés en las espectrales y bellas calles de Praga con Franz Kafka y Max Brod. Suele despertarse completamente desconcertada. No sabe quiénes son esas personas o por qué conoce sus nombres y sus idiomas. Ni siquiera entiende cómo puede saber hasta el más mínimo detalle de sus biografías y de esos lugares en los que jamás ha estado. Ella es analfabeta. Jamás viajó. Esos nombres, esos libros que mencionan, esas ciudades, deben de ser imágenes de espíritus enviadas por los dioses para torturarla por alguna de sus malas acciones. Pero a esas horas no hay tiempo para plantearse ese tipo preguntas. Hay que levantarse e ir encendiendo el fuego, para que se cueza el mijo mientras ella alimenta a los animales.
Cuando ella se fue, su vida social menguó en poco tiempo. Probablemente su carácter desabrido contribuyó a ese marasmo. No lee demasiado y su principal distracción es la televisión, que enciende en cuanto llega a casa para hacerse creer a sí mismo que no está tan solo. Por eso el contenido de sus sueños es eminentemente televisivo: chicas de un anuncio de tampones bailando melodías insoportables con sonrisas de dentista psicópata y el mismo contoneo que les produciría una crisis de escozor vaginal, pilotos de automovilismo con menos cuello que un muñeco de nieve y el mismo encanto que un listín telefónico conduciendo un utilitario, soniquetes irritantes antes de que una joven recomiende un tubito de laxante que la hace estar tranquila, tipos cachas mostrando la tableta de chocolate mientras susurran el impronunciable nombre de un perfume, membrillos que llaman idiota a todo aquel que no se haya dejado robar su dinero por un banco de color chillón. Lo que no acaba de entender es por qué sólo sueña con anuncios. A veces, antes de dormir, se hace el firme propósito de soñar con divertidas comedias, documentales históricos o clásicos del cine negro. Pero no hay modo, no lo consigue. Su descanso, ahora que está solo, se ha convertido en una constante, proteica e implacable pausa publicitaria.
Sus sueños eran de bajo presupuesto. Cuando soñaba que conducía, el coche nunca era de alta gama, sino un 600 o un Renault 4L. Incluso una vez se soñó pilotando un triciclo. Sus sueños eróticos eran con rameras de todo a cien, de senos vacíos y trasero inexistente. Nunca soñó que caía al abismo; soñaba con tropiezos al bajar las escaleras. Ya se había acostumbrado a sus ensueños de serie B, la noche en que soñó con que era un famoso director de cine. Al principio creía que era, nada menos, que Stanley Kubrick. Pero, en el sueño, se miró al espejo y se murió de vergüenza. Llevaba un ridículo jersey de angora. No era Kubrick; era Ed Wood.
En sus sueños ganaba infaliblemente en la ruleta, las tragaperras, el sorteo de la ONCE, la lotería y demás juegos de azar. El yate de sus sueños recalaba en los principales puertos del Mediterráneo y su jet privado estaba siempre llevándole de París a New York, donde despilfarraba concienzudamente un capital inacabable que ganaba sin sudar. Los hombres le envidiaban y las mujeres le deseaban en medio de grandes banquetes a los que invitaba a todo aquel que se cruzaba en su camino. Las masas le aclamaban a su paso por las grandes alamedas y alfombras rojas se desplegaban a sus pies. Así fue durante años. Por eso enfrentaba felizmente cada día, con una dulce sonrisa en su semblante matinal.
Hasta que un mal día abrió los ojos empapado en sudores fríos. No recordaba cómo había comenzado el sueño de esa noche. Pero se había traído a la vigilia una imagen espantosa: el terrible y pálido rostro de un severo inspector de hacienda.
Hombre soltero y nostálgico tiene sueño erótico con antigua amante. Como se trata de un sueño, el hombre decide no usar precauciones. Exactamente tres meses más tarde, el hombre se encuentra por la calle con su antigua amante. Charlan, se cuentan las vidas, se elogian los aspectos, quitan importancia a los estragos del paso del tiempo. Se preguntan en qué andan. Él, en lo de siempre. Ella, en cambio, tiene una buena noticia, un cambio en su vida. Está embarazada. Sí, de tres meses.
En la víspera de su cumpleaños, soñó que leía un libro escrito por un ciego. El libro trataba sobre sueños y en él leía un cuento sobre un hombre que fallecía de una apoplejía mientras leía un libro sobre sueños escrito por un ciego. Al día siguiente, durante el almuerzo, su mujer y su hija organizaron la previsible celebración sorpresa, con tarta y regalos. Su hija le regaló un dibujo que le representaba en su biblioteca, con un libro en la mano y un reloj, evidentemente comprado por su mujer. Su mujer le regaló un suéter y una edición de lujo de El libro de los sueños, de Jorge Luis Borges. Logró disimular su inquietud durante la sobremesa pero, cuando por la tarde salieron y se quedó solo en su biblioteca, contempló por última vez los anaqueles atestados de volúmenes y, sentándose, abrió el nuevo libro, preguntándose, resignado, qué iba a ser de ellas.
Cada mañana era lo mismo. Se despertaba sin poder llegar a tocarla. Justo cuando ella consentía en que él acercara su mano a sus largos cabellos castaños, sonaba el despertador y su mujer le daba los buenos días. A veces (sábados, domingos, festivos o alguna de esas raras ocasiones en que la gripe o una leve intoxicación le libraban del trabajo), volvía a dormirse, intentando regresar justo al punto en que el sueño había quedado. Pero los sueños no son como reproductores musicales, sino como conciertos: carecen de botón de pausa y, si sufren alguna interrupción, se pierden para siempre en un mar de silencio.
El sueño empezaba invariablemente en el patio de la casa en la que se había criado, con aquella mujer joven de ojos zarcos y cabello castaño, tocando el violonchelo. La chica vestía sólo un tenue camisón que mostraba un cuerpo atlético de senos breves y cintura firme. Nunca conseguía recordar qué pieza tocaba, pero sospechaba que se trataba de alguna de las Suites de Bach. Él intentaba acariciar el cabello de la joven intérprete, pero ella siempre se negaba, interrumpía la ejecución, cambiaba la silla de lugar y hacía un da capo indiferente que a él le hería como una cuchillada. Así una y otra vez, hasta que la pieza terminaba y entonces ella decía con los ojos: Ahora sí, mientras inclinaba la cabeza en su dirección.
No recordaba exactamente cuándo había comenzado a tener aquel sueño, pero sospechaba que más o menos había sido en la época en que le anunciaron que ese año le propondrían la jubilación anticipada. Acaso aquel sueño estaba relacionado con el miedo a la vejez, con la pérdida de una juventud que se alejaba día a día. En cualquier caso, llevaba meses compartiendo sus noches con aquella violonchelista veinteañera.
El último día de oficina no quiso prolongar los homenajes ni las despedidas. Se fue a casa y almorzó a solas frente al televisor. Mientras su mujer regresaba del trabajo, decidió esperarla sesteando en el sofá. Después le propondría salir, ir al cine, cenar fuera.
Esa vez (la última vez que soñó con la violonchelista), la muchacha rechazó su mano únicamente en un par de ocasiones y, al tercer intento, se dejó acariciar la sedosa melena mientras interpretaba (ahora sí estaba seguro) la Giga de la Suite nº 1. Abrió los ojos cuando sonaba la última nota y vio a su mujer, en pie, observándole. Acababa de llegar del trabajo; aún tenía el bolso en una mano y la funda del violonchelo en la otra. Sus ojos zarcos le sonreían. Él correspondió a su sonrisa, y contempló a la joven de cabello castaño que aún dormía en ella.
Alexis Ravelo (la foto es de Chiqui García). Escribidor calvo de Las Palmas de Gran Canaria. Novela negra, cuentos y microrrelato, libro infantil y juvenil, teatro y televisión y, en general, cualquier cosa susceptible de ser escrita y que contribuya a permitirle sobrevivir a base de bocadillos de chopped.
L | M | X | J | V | S | D |
---|---|---|---|---|---|---|
1 | 2 | 3 | 4 | 5 | ||
6 | 7 | 8 | 9 | 10 | 11 | 12 |
13 | 14 | 15 | 16 | 17 | 18 | 19 |
20 | 21 | 22 | 23 | 24 | 25 | 26 |
27 | 28 | 29 | 30 | 31 |