Cormac McCarthy

3 10 2020

Yo no sé qué hay que hacer para escribir como Cormac McCarthy. Quizá haber leído mucho, pero vivido más. Aislarse de la vida pública, como se dice que hace él, pero conocer a los seres humanos de cerca. Conocer todas los mecanismos y reglas de la ficción y violarlos cuando se te antoje, aunque sin dejar nunca de conectar con la tradición clásica. Hacer una larga introspección espiritual ajena a la autocomplacencia, un juicio a las conductas humanas hecho con tanta severidad como compasión.

Por hablar de sus virtudes técnicas, me fascina la forma en que McCarthy trata el tiempo. Puede emplear varias páginas en contar cómo alguien ensilla un caballo y despachar semanas de la vida de ese mismo personaje en una sola frase; postergar durante cien páginas una acción que contará luego brevemente y, en ocasiones, no directamente, sino mediante unas líneas de diálogo de un personaje secundario. En cuanto al espacio, suele renunciar a la aldea o la ciudad como microcosmos y se entrega con frecuencia a lo itinerante; sus historias transcurren en interminables llanuras, en montañas y barrancos, en caminos polvorientos que siguen o cruzan ríos, en un territorio siempre agreste que la mano del hombre no contribuye a hacer más acogedor, pues las fincas, los villorrios o las poblaciones medianas que sus personajes atraviesan suelen representar los peores peligros para ellos. Solo en algunos de esos lugares (en las chabolas más miserables o en las ruinas de una iglesia) sus protagonistas encuentran hospitalidad. Las distancias se hacen muy largas cuando uno las recorre a pie o a caballo, y así las sentimos al recorrerlas junto a John Grady Cole o Billy Parham. Leer a McCarthy da sed, da frío y calor, da hambre, agota físicamente y uno siente el dolor de huesos que da dormir al raso junto a una hoguera que se apaga antes de amanecer. Estas historias de frontera estarán escritas en tercera persona, pero se leen en primera.

Ese pesimismo esencial es también casi una constante en las historias de McCarthy. Siempre ocurrirá lo peor, lo más indeseable. Unas veces de manera brutal, rápida, impredecible; otras, con minuciosa lentitud (el martirio de una loba convertida en atracción de feria, la evolución de las heridas de un adolescente). Pero nunca permitirá que sus personajes salgan indemnes. Cuando leo a McCarthy siempre recuerdo a Kurt Vonnegut, quien proponía ser sádico con los personajes, hacer que les pasaran cosas horribles para que el lector comprobase de qué madera estaban hechos.

Entre las novelas de McCarthy que he leído hay, por supuesto, diferencias. Pero siempre convierte su argumento en un western y siempre hay viajes que son largas esperas y, sobre todo, un lento aprendizaje. En este sentido, la novela de McCarthy es, con frecuencia, un perfecto ejemplo de la teoría del viaje del héroe, una revisitación del Gilgamesh, una Bildungsroman; en ocasiones, evidente, como Todos los hermosos caballos. A veces perversa, como esa caída de Lester Ballard hacia la abyección que es Hijo de Dios. Incluso un tipo duro como Llewelyn Moss aprende algo mientras es perseguido en No es país para viejos, aunque no le sirva para nada, aunque ya sea tarde para todo. Y el viaje que se hace en La carretera no es muy distinto de los otros, porque en su transcurso el hombre habrá de enseñar a su hijo a sobrevivir en un mundo feroz, intentando al mismo tiempo preservar su inocencia. Algo, por otro lado, imposible.

No obstante, en McCarthy también refulge la bondad, con destellos que deslumbran. Hay generosidad en los jornaleros que comparten su comida con un recién llegado, en las ancianos y las mujeres que ofrecen un jergón y un desayuno a hombres de quienes desconocen hasta el nombre, en los braceros que recogen a un chico herido y lo curan y lo cuidan como si fueran sus hijos. Hay lealtad en esos los aldeanos que ocultan y defienden a alguien a quien el destino ha puesto bajo su protección; la hay también en los muchachos capaces de labrarse su propia desgracia para socorrer a un circunstancial compañero de viaje. Hay búsqueda de justicia en quien baja al infierno (y aquí está de nuevo el asunto del viaje del héroe, la referencia clásica que hermana a los protagonistas de estas novelas de frontera con Gilgamesh, con Ulises, con Eneas, con Orfeo) para encontrar unos caballos, una silla de montar o un arma de fuego que han sido arrebatados a unos padres o un amigo muertos. En esa búsqueda, todo hay que decirlo, los personajes suelen hallar, antes que justicia, sufrimiento, cuando no un destino fatal.

Y pese a todo este dolor, pese a toda esta agonía y esta crueldad esenciales, paradójicamente, siempre refulge la belleza. En las descripciones, en los lacónicos diálogos, en las reflexiones sorprendentes, en las historias secundarias (no he tocado el asunto para no extenderme, pero es un fantástico constructor de muñecas rusas, de historias dentro de la historia), en la épica esencial que acompaña a quien decide rebelarse contra el destino aunque eso lo condene a la destrucción.

Con los años, tras recomendarlo mucho, he acabado entendiendo que Cormac McCarthy no es para cualquiera. No por aptitud, sino por actitud. No es para gente que encuentra, sino para gente que busca. No es para turistas, sino para viajeros. No es para quienes desean llegar rápidamente a Ítaca, sino para que quienes están dispuestos a hacer el camino: los primeros tomarán un avión; los segundos subirán a un caballo con víveres para solo un día y ya irán cruzando otros puentes cuando lleguen a ellos, más allá de la frontera.  





June Evon anda suelta

3 04 2013

Siempre que hablo de los poetas isleños que aparecieron a partir de los noventa (esa gente con voces personalísimas sobre la cual se escribirá un día como una generación imprescindible en la historia de nuestras letras), siempre menciono a Tina Suárez Rojas. No obstante, hasta ahora no había tenido oportunidad de reseñar ningún libro suyo. Puede que a esto contribuyan su reserva y su escasa proclividad a las presentaciones públicas y las promociones o que yo sepa de sus libros normalmente mucho tiempo después de que se hayan publicado. Sea suya o mía la culpa, ahora tengo la oportunidad de remediar esa omisión, porque acaba de aparecer Brevísima relación de la destrucción de June Evon, un libro de poesía que se lee y se disfruta como un western, o un western que es pura poesía.

Brevísima relación de la destrucción de June Evon, Tina Suárez Rojas, Madrid, Vitruvio, 50 páginas.

Brevísima relación de la destrucción de June Evon, Tina Suárez Rojas, Madrid, Vitruvio, 50 páginas.

El título y el planteamiento saben a aquellos poemas de Sidney West escritos por el gran Gelman. Las primeras páginas, a García Márquez, pero también a Silver Kane. Su desarrollo, al Martín Fierro. El resultado final, a alta literatura disfrazada de aquellas historias en las que héroes y villanos arquetípicos estaban perfectamente dibujados, delimitando el bien y el mal, imponiendo orden en un mundo caótico que el ser humano está destinado a no entender del todo.

Aparentemente, Tina Suárez no es en este libro aquella autora que escribía con serena rabia, situada (por parafrasear a Leopoldo María Panero), en la oscura raíz en que se mueren los sueños; aquella jugadora con las formas que puso un espejo ante Peter Pan para dejarlo solo contra su semejanza, la feligresa de pasiones, la que tropieza cada tarde con su escoba bruja mal colocada entre los muslos prietos. En Brevísima relación… se aleja de los ambientes de la intimidad y lo cotidiano, así como de la referencia clásica y culta más evidente, y retorna a la puntuación convencional, a la sintaxis no imprevisible, a la sencillez de la forma.

No es ese su juego aquí; su juego es otro: el que se juega a lo largo de los pasillos que comunican la épica y la poesía gauchesca, la novela far west y la subversión del tópico. Y, sin embargo, la mítica figura de June Evon, recuerda a aquellos versos que la propia Suárez escribió en 1999: una mujer anda suelta/ se echa a la calle/ y derriba la noche// bebe el alquitrán a lengüetazos/ indómitos de fiera desamada/ zamarrea el asfalto/ despedaza enamorados/ frecuenta tentaciones/ depreda voluntades/ animal rabiando en pos de la ternura (…). Acaso esa mujer que andaba suelta en “Ecce femina” sea la propia June Evon, la pistolera feraz que monta en su fiel Calibre (un quarter colorado, su único verdadero amigo) y se encamina al villorrio de Dohanville, donde la aguarda la muerte.

Suárez toma prestadas las voces de los habitantes de Dohanville, que presentan el arco completo de arquetipos de las historias del Oeste (el telegrafista, el buscador de oro, el ranchero, la dueña del saloom, el vaquero, el reverendo o el sheriff) para narrar este día de la desgracia de June Evon (del cual no daré detalles para no estropear la lectura de una historia de bien manejada intriga), temible asaltadora, asesina sin escrúpulos, compinche de tahúres, cuatrera y mujer pasional a sus horas, que oscila entre la ambición, el instinto de supervivencia y la venganza. Y a través de ese relato coral y externo a la heroína, nos va descubriendo un personaje fascinante del que siempre se oculta lo esencial, perfeccionando el dibujo que convierte a la persona en leyenda.

Gozarán de este libro quienes gozan con la desacralización y la subversión literaria; quienes saben que tras las palabras sencillas se esconden los conceptos más inaprehensibles; quienes no ignoran la íntima relación entre Sísifo y el forajido, entre Gilgamesh y el pistolero, entre Ulises y el cuatrero; quienes leen y releen a Homero, a José Hernández y a Virgilio. Pero también lo disfrutarán los buenos lectores de novelas, aquellos que gustan, simplemente, del placer de asistir al relato de una historia bien contada, que les haga soñar (confieso que hace unas noches yo mismo soñé con June Evon) con personajes legendarios que habitan mundos lejanos, esos otros mundos inalcanzables más allá del sueño y la palabra y que, en el fondo, están en este.

 tinasuárez

Habitamos desde el mismo año en la misma isla y, sin embargo, no habré visto en persona a Tina Suárez más de cuatro o cinco veces. No obstante, siempre sospeché, desde la primera vez (en aquellos tiempos del CIC y Plazuela de las Letras, cuando aún no la había leído), que tras su mirada atenta y su sonrisa franca se ocultaba la reflexión profunda, la lúcida irreverencia.

Brevísima relación de la destrucción de June Evon es una introducción estupenda a su obra, que se inaugura en 1996 con Huellas de Gorgona y prosigue con brillantez en títulos como Pronóstico reservado, Que me corten la cabeza, El principio activo de la oblicuidad (Premio Carmen Conde) o Los ponientes.

Quien desee realizar un rápido acercamiento a su producción anterior a 2002, puede leer La voz tomada, una antología publicada por Baile del Sol en su colección Plenilunio.

En cualquier caso, ya sea en esta Brevísima relación de la destrucción de June Evon, ya en sus libros anteriores, el encuentro con la poesía de Tina Suárez, con esa voz cargada de fuerza, rabia e inteligencia, que no desdeña lo sentimental pero pisotea el sentimentalismo, resulta siempre deslumbrante y, a la larga, peligroso, como lo es todo aquel discurso que nos desvela el bosque que nos ocultan los árboles de lo cotidiano.

[Aquí el podcast del Hoy por Hoy completo. «La buena letra» está a partir del minuto cuarenta, con un recordatorio especial a José Luis Sampedro]








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